Alfabeto tatuado, una aproximación a Henri Michaux

Los grabados en tinta son lienzos amarillentos, gastados, donde sobrevive sólo la tinta negra y que parecieran encerrar significados inalcanzables. Mezclas de un cansado sujeto occidental y el espíritu templado de uno oriental. La mayoría no tienen título e imitan siluetas de personas, acaso de las sombras que vio con alucinógenos, “regiones de pesadilla”.

Por Victoria Donoso Ruiz-Tagle

Publicado el 22.08.2017

Yo nunca conocí a Michaux (1899 – 1984). Nunca conocí al sujeto que nació en Bruselas, que disfrutaba con las pinturas de Paul Klee y Max Ernst. A ese viajero infatigable que emprendía viajes titánicos con no sé qué fin. Borges escribe escueto sobre él y da pinceladas, pero insiste en mantener esa confusión que genera su figura: sus dibujos, sus poemas, su biografía.

Los grabados en tintas son lienzos amarillentos, gastados, donde sobrevive sólo la tinta negra y que parecieran encerrar significados inalcanzables. Mezclas de un cansado sujeto occidental y el espíritu templado de uno oriental. La mayoría no tienen título e imitan siluetas de personas, acaso de las sombras que vio con alucinógenos, “regiones de pesadilla”. Es Alphabet jugando a decir algo que oculta, imitando el juego infantil de crear un alfabeto para escribir mensajes que no deben ser leídos por cualquiera, convirtiéndose en un pasatiempo que se mantiene en lo ominoso, tratando de llevar por un sendero lóbrego a quien observa, dejando de  aterrizarnos en la región lúcida del entendimiento.

Cuadro de Michaux, «Dibujo de tinta china» (1961), pintado bajo la influencia de la mescalina

 

Ver sus infinitas series de grabados intitulados es entregarse a especular. A veces sombras de sujetos (“Saber, por ejemplo, que la sombra es una cosa infinita hacia adentro, profunda, que no tiene cuerpo, un suceso peligroso, de evasión, de oscuridad”[1]_) y a veces siluetas que se unen en un todo para construir algo. Pensamos que podemos ver algo, pero sabemos -siempre- que son maquinaciones de nuestra cabeza, porque cuando hablamos de Michaux entendemos que no existe lo que fija, que se resiste a lo inmóvil.

La experiencia de lectura fluctúa entre la vigilia y el sueño. Hace unos años había en mi velador una edición que encontré de Ecuador en inglés. Cada vez que intentaba emprender esa lectura, Michaux atrapaba la atención plasmando una sensación de estar en alta mar en un libro. Alucinar con un larguísimo viaje en barco estando en tu cama a las doce de la noche. Yo no conocí a Michaux,  quizás conocerlo hubiera sido develar la capa de tensión que existe entre su figura y su trabajo. Día tras día, me he ido convenciendo de que Michaux es el poeta que llevó a la tumba, y en su cuerpo, sus obras como ningún otro. Su trabajo es un tratado de respeto, que invita como repele. De empecinarnos con su obra, quizás tendríamos la mala idea y llegaríamos a esas “regiones de pesadilla” que tanto ahuyentaron los buenos ánimos de este artista.

[1]Couve, Adolfo. La terceramano. Santiago: Alquimia, 2015. Impreso.