«Detroit: Zona de conflicto»: Las mayorías también se equivocan

La cámara nerviosa, magnífica del director de fotografía Barry Acroyd retrata días y sucesos convulsionados en la antaño quinta ciudad de los Estados Unidos. Es una guerra interior, librada de modo esporádico, con episodios violentos, saqueos, muertes, tiradores, pero también en los medios noticiosos, en el despliegue policial y luego militar, y finalmente en la justicia tan controversial.

Por Cristián Garay Vera

Publicado el 4.12.2017

Por alguna paradoja, este largometraje trata sobre los disturbios de julio de 1967 en Detroit, antiguo corazón industrial, donde estaban Ford, Chrysler y General Motors, de los Estados del Norte. Aquel Estados Unidos de obreros y empleos, que Trump trata de resucitar, hoy abandonada por gran parte de sus antiguos habitantes y que fue escenario de hechos de violencia policial y racial, en plena guerra de Vietnam que están entre los más significativos de la historia de ese país: 43 muertos y 1189 heridos fue el balance de los sucesos que narra el filme.

La cámara nerviosa, magnífica de (Barry Acroyd) retrata días y sucesos convulsionados en Detroit. Es una guerra interior, librada de modo esporádico, con episodios violentos, saqueos, muertes, tiradores, pero también en los medios noticiosos, en el despliegue policial y luego militar, y finalmente en la justicia tan controversial. No estamos en un país sudamericano, ni en la represión de algún dictador árabe. Es la omnipresencia del racismo en la política estadounidense, y esta vez en un Estado del Norte, adonde habían migrado parte de los afro descendientes del sur, en busca de oportunidades.

Mientras los blancos, se establecían en los suburbios, los negros ocupaban el casco histórico, en construcciones viejas y ruinosas, pero en honor a la verdad a años luz de los campamentos, villas miserias, favelas, de esta parte del mundo. Más que un problema de pobreza es un problema de oportunidades y de temor, de estar pendiente de las peculiaridades del sistema policíaco de los Estados Unidos, custodiado, como se dice, por policías y jueces blancos, en las que de vez en cuando surge algún liberal que trata de mitigar el resultado final.

Un sistema adonde el peso de la verdad la lleva la ley y el orden, parafraseando la serie, y donde el policía dispara si no se le responde u obedece. Donde no hay una policía nacional, sino multiplicidad de policías (federal, estadual, urbana) y donde si ella es incapaz se convoca a la Guardia Nacional, que es un ejército en forma con un poder que eclipsa a cualquier país sudamericano, a pesar de que es una fuerza de “reserva” y de contingencia. Solo la Guardia Nacional de Texas tiene más F-16 que cualquier país sudamericano.

En ese sistema, donde se elige sheriff a un ciudadano cualquiera y se le da poder de portar armas y usarlas, y donde los jueces no son letrados sino ciudadanos tan versados o ignorantes como cualquier otro, se hace cada vez mas evidente que los sucesos narrados fueron sentenciados de manera diversa a los hechos relatados.

Una injusticia sorda transcurre los ominosos hechos que surgen, como otros incidentes raciales a gran escala, de un simple cateo policial en un club nocturno sin permisos. Lo que es una acción normal se convierte en el punto de inicio de saqueos, muertes y descontrol. En ese contexto se dan la muerte de tres afro descendientes en el Hotel Algiers, aparentemente al margen de esta orgía de destrucción.

La película tiene un tono coral todo el tiempo, en el que los malos (Krauss, Will Poulter, y Flynn, Ben O`Toole), los dudosos, y los buenos (Dismuker, John Boyega, Larry Reed, Algee Smith, Fred, Jacob Latimore) distribuyen sus intervenciones, pasando por dos blancas (notable actuación de Kaitilyn Dever y de Hannah Murray) que están en el lugar equivocado, pero cuyo corazón es liberal. Cada cual lleva su parte de la tragedia, la que se agiganta al verse involucradas en los sucesos.

La dirección y el guión han sido parcos, y muy distante de las latosas peroratas del acosador Oliver Stone en películas de contenido político. Aquí el nerviosismo se traslada a la filmación, que ofrece pocos elementos de quietud. No hay damas, ni amor, ni gentilezas, como diría Ercilla, sino miedo, violencia, y discriminación. La música, por otro parte es el único relax. Es ella la que ofrece un camino de éxito o de redención. Está al principio como esperanza, y al final como bálsamo.

Quizás el recurso a esta simbiosis (música/negritud) es el único punto tópico de esta potente obra, que relata con agudeza, en un metraje largo pero no agobiante, relatos históricos con sobriedad. Con sus imágenes se ahorra un largo discurso, para presentar un Estados Unidos como pocas veces lo pensamos, en llamas, y que es el contraluz de los pesos y contrapesos democráticos del país del Norte, porque las mayorías también es equivocan.

 

Detroit. Zona de conflicto. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Elenco: Will Poulter, Ben O`Toole, Algee Smith, Jacob Latimore, John Boyega, Kaitilyn Dever, Hannah Murray, Laz Alonso. Fotografía: Barry Acroyd. Música: James Newton Howard. Estados Unidos, 2017.  Duración: 2 horas y 23 minutos.

 

Con sus imágenes, el director se ahorra un largo discurso para presentar un Estados Unidos como pocas veces lo pensamos, en llamas, y que es el contraluz de los pesos y contrapesos democráticos del país del Norte, porque las mayorías también es equivocan

 

En «Detroit: Zona de conflicto» la música es el único relax: es ella la que ofrece un camino de éxito o de redención. Está al principio como esperanza, y al final como bálsamo

 

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