“El bar”, en un Madrid de pasión apocalíptica

La última cinta estrenada en Chile del director español Álex de la Iglesia, prosigue con la retórica audiovisual evidenciada en su última entrega, la hilarante “Mi gran noche”. Y la capital española es nuevamente el escenario que acoge el discurso narrativo del autor en un largometraje protagonizado, ahora, por los actores Blanca Suárez y Mario Casas, con una cámara de primeros planos, cerrados, de brillante técnica y de magníficos movimientos, que construyen una jornada de muerte y de supervivencia -para un inesperado cónclave de parroquianos-, en un local perdido de la Plaza de los Mostenses.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 23.08.2017

“Habiendo visto ya la película y toda la fascinación de la muchacha prefabricada (muchachas, ay), estaba persuadido de que era una gran actriz, quizá la mejor que había visto yo nunca en la pantalla, y desde luego la más sexual. Todos los visajes de la película circulaban ahora por aquel rostro, dándole vida en la luz de gruta de la tarde”.
Francisco Umbral, en «Los cuerpos gloriosos», una de las narraciones que componen la Trilogía de Madrid

Álex de la Iglesia nació en Bilbao (en 1965), es un vasco de tomo y lomo, pero Madrid se le viene bien, de aquello no hay duda. Sin ir más lejos, sus mejores filmes están rodados en locaciones cercanas al centro histórico de la capital castellana. Así, “El bar”, su última película de ficción, tampoco es la excepción: casi por entero, su plató se encuentra filmado en un local de bebidas y de comidas, emplazado a unos metros de la Plaza de los Mostenses, en el barrio de Universidad.

Y en ese escenario, una mañana cualquiera, anónima, próxima a un verano o a un otoño, algo cálidos, Elena (una mujer escultural y que parece una modelo, interpretada por la actriz Blanca Suárez), acude al encuentro de una cita a ciegas, concertada en un portal digital, creado para los efectos, con la intención posteriormente confesada de enamorarse por primera vez, pues la pasión sentimental y erótica, una genuina, le ha sido difícil de obtener en sus antiguas y pasadas relaciones o vínculos sostenidos con el sexo masculino. Después de una breve caminata, seguida de pulcros y casi periodísticos desplazamientos por la cámara de De la Iglesia, la crédula joven ingresa a un bar, ocupado ya por más o menos una decena de clientes, y comienza, entonces, el transcurrir dramático de la trama.

Así, el cineasta español construye una escena diegética (propia de la ficción), circunscrita a ese espacio cerrado, donde luego de unos minutos, y a causa del acontecer propio de la acción poética del largometraje, prevalecen una estética de la supervivencia y de cuadros y de sucesos propiamente apocalípticos en su caracterización: muertes instantáneas, inesperadas balaceras y ajusticiamientos sin previo aviso, que provienen de puntos y de lugares desconocidos, los cuales escapan al ojo y a la perspectiva tanto de los afectados, como de nosotros, los espectadores situados al frente de la proyección, sentados sobre las butacas da la sala.

Un breve plano que exhibe una conocida fotografía de Arthur Rimbaud (un grupo musical anuncia su presentación), y el poeta francés quizás en su mejor época de maldito, notifica la temporada en el infierno que les sobrevendrá a los protagonistas de esta historia. Lo kitsch, lo esperpéntico y lo grotesco, se enlazan con la finalidad de recrear una serie de acontecimientos contextualizados en una esfera al límite de lo permitido, que bajo los códigos de una comicidad trágica y mortal, aventuran al realizador vasco por caminos y senderos audaces y desconocidos (De la Iglesia también escribió el libreto, en comandita con Jorge Guerrica Echevarría, guionista de Almodóvar en “Carne trémula”).

El tópico de la interacción social en situaciones de crisis –y en una cita persistente al autor surrealista Luis Buñuel-, es otra de las temáticas a la cual el cineasta de esta obra recurre, nuevamente, a fin de comprobar sus tesis artísticas y sociológicas: la barbarie que asedia a los seres humanos, siempre a punto de estallar y de hacerse un dogma, cuando la propia existencia, y la integridad física y psíquica particulares, se encuentra en juego y en abierto peligro de aflicción.

Una cartografía de lo espeluznante –que referencia a la obra pictórica de Goya, sin duda- acoge a ese elenco en lucha consigo mismos y los demás, con el propósito de sortear la irracionalidad y la violencia, que generan el encierro, y el ser víctimas de un injusto y abusador autoritarismo por parte de una potestad suprema e incontestable. En ese discurso narrativo, que es también un alegato estético y audiovisual, empero, y asimismo, irrumpen el amor y la esperanza.

En esa vereda de análisis, los personajes encarnados por Blanca Suárez y Mario Casas (este último un portento de actor, dueño de los más disímiles registros interpretativos), adquieren los contornos de un vínculo expresado en la dialéctica de lo absurdo, y en contradicción, por una maravillosa posibilidad dramática, y la vez tortuosa, de muerte y de vida. En ese instante impensado, próximo a la desaparición física, Elena se pregunta por el significado de su incapacidad para encontrar la plenitud en la vivencia del amor erótico, junto a sus eventuales parejas. Delirio, frustración psicológica, y conciencia de los particulares y singulares fracasos de uno mismo, acercan a esta cinta, por lo menos en el tratamiento de ese motivo literario, con “Tu vida en ‘65” (2006), de María Ripoll, donde igualmente la fuerza de lo imprevisto y de los peligros inadvertidos, y nacidos en el fuera de campo de la cámara, se aprecian poderosos, e influyentes sobre el desarrollo último del principal argumento cinematográfico.

¿Y Madrid? La ciudad capital sólo se muestra reproducida en fragmentos y a través de los simulacros de inexistentes incendios aéreos, producidos en el ejercicio conspirativo, ordenada por la autoridad política, a fin de conjurar el peligro que significaría la hipotética sobrevivencia de algunos, o de todos los parroquianos que, por causa del azar y de la mala suerte, se encontraban al interior de ese bar, justo cuando ingresó en el refugio, un improvisado y nefasto ángel exterminador, para definitivamente coartarles el aliento, a ese elenco víctima del sin sentido y de un error de cálculo fatal. La urbe, de esa manera, se convierte en el equivalente a una oscura casa, desde la cual sus habitantes buscan desesperadamente salir, evacuar, pero, mientras, se hayan imposibilitados de hacerlo, a causa de fuerzas y de poderes que les superan, encadenados por una luz de gruta de la tarde.

Otro factor de análisis plástico y audiovisual de “El bar”, se desglosa de una hermenéutica bíblica y profética (el personaje de Israel), surgida en aquella escena cinematográfica hecha de peligros y de asedios vividos en las catacumbas, en un equivalente y semejanza a las cañerías de aguas podridas y servidas de la ciudad, exhibidas magistralmente por la dirección de arte de este crédito. La cámara, desde luego, recoge esa visión de fugas psicológicas y de barbarie, mediante el uso de técnicas de montaje que exageran los gestos de los roles involucrados, en la valoración espectral de sus rostros desencajados por el miedo y la traición, en una velocidad de las cosas atípicas y a veces susceptible de catalogar, en tanto surreal y fantástica, como una composición sugerida por los géneros del cómic y de la animación.

Además de las intervenciones estéticas y plásticas efectuadas a la fotografía, este campo parece destinado a realzar la participación en este largometraje, de la actriz madrileña Blanca Suárez (en el papel de Elena): su romanticismo y su creencia desmedida en el amor, suavizan, profundizan y alegran, el panorama cinético del décimo tercer título de ficción filmado por Álex de la Iglesia, en una arista de disección sociológica, histórica, filosófica, biológica y artística, que el gran cineasta español inaugurara con su ya lejana “Acción mutante” (1993).