“La región salvaje”: En el territorio de la subversión

La filmografía del director mexicano Amat Escalante suele caracterizarse por recorrer los márgenes de la violencia y de la (des)integridad sociológica de un Estado en crisis, la que bien podría identificarse fácilmente con la realidad de su país. Catarsis sexual, ciencia ficción, surrealismo y el sin sentido, ahora, aúnan fuerzas en este título de impecable factura.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 5.12.2017

“El verano anterior había acogido a una niña del Tercer Mundo. La experiencia fue atroz. Cuando la llevé al aeropuerto yo estaba destrozada y la niña, que se llamaba Olga, también estaba destrozada. No dejamos de llorar ni un minuto en todo lo que duró el trayecto. Quiero quedarme contigo, decía la pobre. Menos mal que no había fotógrafos”.
Roberto Bolaño, en El secreto del mal

Junto a la cinematografía colombiana y argentina, la industria audiovisual mexicana es la única de origen hispanoamericano que compite con posibilidades de vencer en los grandes certámenes internacionales del rubro, digo Cannes, Venecia, San Sebastián: y un largometraje como “La región salvaje” (2016), en efecto, deja pocas dudas de esa premisa y afirmación de índole tanto técnica como artística.

En este filme existe una construcción de la realidad que se pretende enseñar, describir, una trama seductora y fascinante, y elementos breves (la música y referencialidades a otro géneros de la ficción), que en su intertextualidad aportan en el empeño de concebir una obra compleja y “total”.

Filmada en los alrededores de la bella y señorial Guanajuato, en el tercer título de ficción de Amat Escalante (1979), y afuera de esa ciudad que jamás, invisible, inexistente, que casi nunca se observa a través del foco de la cámara, ocurre lo impredecible, y las situaciones que rozan la fantasía con lo increíble, en una retórica discursiva, en este caso fílmica, que prosigue las vertientes abiertas en el arte mexicano por el cineasta español Luis Buñuel y por escritores locales como Juan Rulfo, Sergio Pitol, y “nuestro” Roberto Bolaño.

En la vivencia de la sexualidad en tanto experiencia religiosa, trascendental, mística, sacrosanta, los personajes de “La región salvaje” buscan su identidad y la paz consigo mismos, pese a los fracasos evidentes que se repiten en la cotidianidad de los involucrados; en un sector de la sociedad azteca (golpeada en su mayoría por el poder omnímodo del narcotráfico, aunque acá no) y que utiliza –el despliegue de sus afectos íntimos- con el propósito de evadirse frente a una tranquilidad poco común en los parámetros mediáticos de un país, catalogado por algunos cientistas políticos hasta la saciedad, con el apelativo de un “Estado fallido”.

Las semejanzas del cine de Escalante con la filmografía del canadiense Denis Villeneuve no dejan de sorprender: la invocación al símbolo alienígena, por ejemplo, en el encuentro de una catarsis que presume por el contacto físico o mental con seres desconocidos un cambio en las estructuras biológicas de los terrícolas, bajo el afán de hallar el secreto de la vida, de la existencia, o si se quiere, del mismísimo mal, como un ejercicio carnalmente placentero y cuyos resultados desembocan en el terreno de lo ignoto, de la perdición y de la transgresión.

Elaborada sobre la base de un guión redactado con la presunción del factor sorpresa –para nada obvia entre los libretistas de estas latitudes-, en un lenguaje audiovisual y estético claro, explícito, pero con la referencialidad hacia temáticas eróticas, psicológicas, literarias, de profunda significancia en la historia cultural del ser humano, este filme discurre por abstracciones como el matriarcado, la tensión sexual y su “malestar”, la liberación que produce su reconocimiento, y la sublimación de esa fuerza en conceptos y creaciones bellas y perdurables: la meta de llegar a conocerse a sí mismo, sin ir demasiado lejos.

Hasta un nombre como el del director italiano Bernardo Bertolucci se cruza en los fundamentos artísticos de “La región salvaje”. Así, lo agreste, la ruralidad, despuntan sobre la equivalencia de una cámara que registra ese viaje al fin del azar y de la sensibilidad. El sin sentido, entonces, condensa la verificación audiovisual y palpable de la locura y la desesperación, que Arturo Ripstein tocó y filmo con maestría, en suelo mexicano, acerca del libro homónimo de otro chileno egregio: José Donoso.

En esa régie dantesca de suburbio inserto en la modernidad, donde la cámara apunta hacia el cielo protector, en “contrapicado” a las nubes en perpetuo desplazamiento, las actuaciones de Ruth Ramos (Alejandra), y de Simone Bucio (Verónica), transforman las huellas de una femenidad juvenil, trastocada, frustrada, anhelante y múltiple, en el deseo y en la persuasión de un futuro que, en el mejor de los casos, de olvidarse, sólo ofrece eso: la perfección de las formas y de las aspiraciones, que reportan el entregarse realmente a uno mismo, mientras se escucha débil, apagada, el aria de una ópera que emana desde una vieja radio, dicha por la voz sexual y pastosa de un extraterrestre.

 

Las actuaciones de Ruth Ramos (Alejandra), y de Simone Bucio (como Verónica, en la fotografía), transforman las huellas de una femenidad juvenil, trastocada, frustrada, anhelante y múltiple, en el deseo y en la persuasión de un futuro incierto

 

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