“Los que aman, odian”, un plan de evasión

Traslación audiovisual de una novela policial escrita en conjunto por los narradores argentinos Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, el largometraje de ficción de Alejandro Maci (1961), se encuentra ambientado en un hotel colindante con el océano Atlántico, durante la primera mitad del siglo XX trasandino. Las solventes actuaciones de Guillermo Francella y de Luisana Lopilato, son reafirmadas por una cuidada dirección de arte y de época, y por una estética fílmica que se alimenta de géneros tan diversos como el radioteatro.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 22.1.2018

“Mi alma no ha pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá”.
Adolfo Bioy Casares, en La invención de morel

La banda sonora de “Los que aman, odian” (2017), fundamenta la nostalgia y la melancolía por capturar un pasado perdido, aunque el intento ocurra bajo las reglas de una pasión histérica y caprichosa. Pero se tienen más de 50 años y quizás esta sea la última oportunidad para que un hombre como el doctor Enrique Hubermann (Guillermo Francella), cultor de la homeopatía y al parecer un solterón y lector irredentos, pueda recuperar el tiempo ido en la figura de Mary (Luisana Lopilato), traductora de textos literarios desde el inglés, hija de la alta burguesía bonaerense y entonces, la posibilidad de vivenciar el entusiasmo y el ardor erótico, asemeja a una oportunidad cercana, latente, provista de llevarse a cabo y al alcance de la mano.

El gran papel de la actriz Luisana Lopilato (1987) es el primer aspecto a tener en cuenta. Su interpretación de esa joven mujer, hermosa, mal criada y voluntariosa, sobresale por la naturalidad de sus gestos y la ubicación frente a una cámara que reflejan la postura de su atractivo femenino y la ubicuidad de su desplante escénico.

Una parte importante de la calidad cinematográfica de “Los que aman, odian” –que repite el título homónimo de la novela escrita por el matrimonio compuesto entre Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y editada en 1946-, fluye y se representa ante nuestro juicio, gracias al talento actoral de la profesional a cargo del rol de Mary, el cual recorre diversos géneros dramáticos (el radioteatro, la telenovela), a fin de construir a ese ser hermoso, desolado y seductor, seguido en esa constante trasmutación de géneros y expresividad, por el resto del elenco.

La dirección de fotografía y se arte del filme, resultan otra línea de análisis a fin de rescatar en este texto. Los movimientos de la cámara, sutiles, que por momentos provocan giros inesperados en la perspectiva del foco y por ende de los espectadores, posibilitan que el exterior de ese señorial hotel, sus habitaciones, mobiliario, la playa, la arena y el mar que le rodean, adquieran los contornos de un inmensa geografía humana, emocional y de sabio estudio audiovisual y literario, de los básicos y primigenios instintos y móviles cotidianos, insospechados la mayoría de las veces, y debidos a la pasión entre un hombre y una mujer. Sus despechos, venganzas y reencuentros.

Enrique Hubermann, quien arriba al balneario en tren, y se despide y huye, sale de escena en idéntica forma. Ese traslado marca el inicio y el final de la acción diegética a desplegarse a lo largo de la obra, dentro de los márgenes de aquel escenario –el hotel, sus salas de estar, sus comedores, subterráneos, habitaciones-, un lugar dramático intenso, y donde la totalidad del elenco se observa, se ausculta, se espía, se detesta, se adora, se ama y se odia.

Cámara, banda sonora, y dirección de arte configuran la creación de una satisfactoria poética cinematográfica, que demuestra la capacidad y la madurez de la industria argentina –a diferencia de sus pares del hemisferio- para utilizar diversidad de formatos interpretativos, con el propósito de crear un campo ficticio veraz y creíble en sus particulares fines artísticos.

“Nadie elige de quien se enamora”, la idea de “recuperar el tiempo perdido”, son frases que repiten los personajes de “Los que aman, odian” en cierto afán de su registro dramático por constatar el anhelo de su guión, por responder a las preguntas fundamentales en torno al amor imposible e inexplicable, como si del ensayo de un Stendhal (en formato audiovisual, se tratase). En efecto, esta es una película atípica para haber sido producida y filmada en Sudamérica, como también lo fue en su época la literatura de Adolfo Bioy Casares: europeizante, singular, y sorprendentemente novedosa.

El diseccionar a la clase alta argentina, y de los tipos humanos que la constituían durante la primera mitad del siglo XX –los resabios del pasado hacendado de una élite que se jactaba de haber dirigido a una nación que se posicionó entre las diez mayores economías del orbe moderno-, la referencia al escritor estadounidense Dashiell Hammett (considerado el padre de la novela negra) y a su novela “El halcón maltés” (1930), son otros asuntos y parámetros que ciñen las conclusiones estéticas de “Los que aman, odian”. Y de fondo, al final: la música ensoñadora de un precioso bolero francés, que nunca termina de escucharse por completo.

 

Retratar a la clase alta argentina durante la primera mitad del siglo XX es una de las intenciones artísticas y estéticas del largometraje «Los que aman, odian» (2017)

 

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