«El sentido de los días», un nostálgico relato de Ignacio Cruz Sánchez

Avecindado en la localidad de Limache (Quinta Región de Chile) desde hace algunas temporadas, el autor de este cuento en perpetua reescritura -de acuerdo a su advertencia-, es profesor de castellano y magíster en desarrollo curricular y proyectos educativos. Nacido en Santiago, en 1957, imparte talleres literarios de narrativa y de poesía, abiertos gratuitamente para la comunidad costera y rural, a fin de que ésta, según confesión propia y honesta: “Pueda vivir la magia de crear nuevos mundos y soñar vidas insospechadas. Pues la belleza y la verdad están más allá de lo evidente”.

Por Ignacio Cruz Sánchez

Publicado el 3.11.2017

Cada mañana, al entrar el sol por tu ventana, despiertas buscando el propósito del nuevo amanecer, deseoso de encontrar un motivo para seguir respirando…

Por las noches pasas largas horas en vela, mientras tu cabeza loca se tortura pensando en mil cosas. Te quedas quieto sin encender la luz ni prender el televisor, pues no quieres despertar a Lucía, que duerme profundamente a tu lado. Sólo al aclarar el día logras descansar. La sientes abandonar el lecho y entrar a la ducha. Entonces te acurrucas bajo el cobertor y te relajas, cayendo por fin en la inconsciencia del sueño.

Duermes profundamente en un descanso reparador, sin aquellas imágenes recurrentes y agotadoras que te acosan durante la noche. Al rato, despiertas más despejado y con menos angustias.

Te encuentras solo en el departamento. Tomas un café y el necesario ansiolítico, mientras enciendes el televisor para espantar los pensamientos recurrentes. Respiras profundo mientras ves los absurdos matinales.

Te metes bajo la ducha. Cierras los ojos y te quedas quieto sintiendo como el agua caliente cae sobre ti y se desliza por tu piel componiendo tu cuerpo y expulsando los malos espíritus.

Respiras profundamente y logras relajarte, pendiente sólo de la agradable sensación del agua cayendo sobre tí y del vapor que llena la sala de baño.

Te vistes, enjuagas tus dientes con dentífrico y te miras al espejo. Tu rostro luce bien, con una barba incipiente.

Enciendes un cigarrillo y te asomas a la ventana de tu departamento, buscando el propósito de este nuevo día. Desde el piso 7 se aprecia el movimiento matinal en las calles céntricas de la ciudad. Aspiras el humo y lo expulsas lentamente, observando con detención lo que sucede abajo. Las gentes se desplazan a paso rápido. Los buses recogen pasajeros y toman velocidad, invadiendo con su ruido e imprudencia las calles. Los ambulantes gritan sus productos, mientras en la esquina, una mujer, en una improvisada mesa ofrece sándwiches y café. En torno a ella se agrupan transeúntes que necesitan algo caliente para comenzar el nuevo día.

Está fresco aún, pero sabes que un día de calor se aproxima. Te sientas en tu sillón junto a la ventana. Tu Biblia se encuentra en el borde del escritorio, a la mano para cuando quieras tomarla y abrirla, recordando los años en que la misa era importante para ti. Ahora te queda el apego a un Dios que aunque te deja la difícil tarea de iniciar cada día, sabes que está en alguna parte protegiendo tus pasos.

Frente al computador, retomas la escritura de la novela ya comenzada, intentando continuarla. La historia es buena, pero debes encontrar un problema que atrape a tu personaje y voltee su monótona vida.

Comienzas a teclear, y tu mente se distrae.

Piensas en Lucía, a la que no sentiste partir. Estabas en la ducha, intentando despertar. Lucía, Lucía… Hermoso nombre, siempre te gustó. La perseguiste varios meses antes de que poder llamar su atención. Ahora casi no se hablan.

Extrañas el sexo salvaje que tenías con ella cuando recién se conocieron. Ahora, cuando te acercas se escabulle amorosamente. Sólo calla, y te cuesta sufrir su silencio. La extrañas, y sólo quieres recuperarla…

Tu madre sigue atenta tus pasos. Te llama diariamente para saber de ti. Inevitablemente te pregunta si la quieres, y cuando le respondes que sí te dice que se ha sentido tan sola… es el chantaje emocional que ya conoces de sobra.

Cada vez que mamá te requiere, corres a verla, aunque a veces de mala gana, dejando a tu pareja de lado.

Pero descuidas a Lucía, que aún te ama. A su manera, pero te ama. Recargada de trabajo y todo, y aunque no te des cuenta, aún desea estar contigo, apoyarte, cuidarte, acurrucarse en tus brazos.

Pasas muchos días sin hablar con ella, sin saber de ella. Entre tu novela, tu madre y tu cabeza loca, no tienes capacidad para atender nada más.

Sabes que Lucía se siente sola, y que a veces, cansada de su soledad, se desanima y llega a la casa directo a su cama, queriendo sólo dormir.

Por las noches, te desvelas pensando en los personajes de tu historia, y repasas páginas de otros autores para extraer ideas que te pudieran servir, mientras tu mujer duerme sin esperar nada, ausente de toda tu atención.

De pronto, tu madre muere.

Impactante. Lo veías venir hace tiempo. Quedas aturdido y no te sale el llanto. Te sientes huérfano, y a la vez aliviado, más libre…

Tramitas los funerales. El inútil de tu hermano no tiene un peso en los bolsillos, ni tampoco los deseos de hacerse cargo. Lucía te ofrece el dinero, y con su ayuda llevas a cabo la serie interminable de trámites.

Sientes el duelo, y necesitas tiempo para ti. Nuevamente Lucía lo entiende y te deja espacio. Empieza a retrasar su llegada a casa por las tardes, lo que al pasar de las semanas se transforma en una costumbre. “Me quedé trabajando”, “El odioso papeleo de fin de mes”, “Es que era el cumpleaños de mi jefe”, son algunas de las explicaciones que ella te da, con una mirada llena de pena y soledad.

Se te hace un hábito acostarte solo por las noches. Intentas esperarla pero ella demora su llegada. Hace algún tiempo hace horas extras, pues necesitan el dinero.

Con tantos problemas, descuidas tu novela. No tienes cabeza para eso.

Solo, sin tu madre, necesitas un hombro que te apoye, pero tu pareja no está. Pasas solo los días en el departamento. Te sacudes fuerte intentando dejar atrás la ausencia estremecedora de tu madre. Tú en casa y ella en el cementerio…

Sabes que debes rearmar tu vida, tus hábitos, tus afectos, tus recetas para mantenerte en pie.

Pero Lucía está lejos. Aunque duerme contigo no está. La necesitas junto a ti y la extrañas, lo que es algo nuevo para ti.

Pero ella cambió. La hiciste cambiar…

Estando a tu lado, está lejos.

Durante el día, en su ausencia, comienzas a fumar más, cada día más, impulsado por tus derrotas. Ensimismado, hace mucho que no escribes. Fumas cada día, de la mañana a la noche, impregnando cada rincón con el olor pasoso de tus cigarros de mala calidad. Pierdes el apetito, adelgazas. No quieres hablar con nadie, te aíslas. Lucía se convierte en una extraña.

Tenías razón, tu madre era la única que se preocupaba por ti. Con pena descubres que a Lucía no le importas. Sólo le preocupa su maldito trabajo y sacarte en cara su dinero y su esfuerzo. “Que ya está bueno, que hagas algo con tu vida, que no estoy bien, que me vas a perder…”

Nunca te pregunta cómo estás, cómo te sientes… Tu madre tenía razón, sólo a ella le interesabas.

Lucía está cansada de tu distancia. Aunque no te lo haya dicho, es la verdad. Aunque lo esconda, sabes que ya no quiere nada contigo.

Te conviertes en un solitario, hosco, gruñón, intratable. Te tornas descuidado y desaliñado.

La tratas de mala manera, con gestos bruscos y le respondes mal. Después de todo, ella nunca te apoyó, nunca te comprendió. Por su culpa estás así ahora, por su culpa has fracasado. De pronto sientes que no soportas verla.

Al sentirse rechazada, Lucía se desespera y te busca. No quiere perderte. Imagina que el sexo los acercará. Te aborda, te acaricia y te besa temblorosa, con miedo. Quedas helado, inmóvil.

Ella se desnuda y se acerca. La ves endemoniadamente hermosa, pero la repeles. No quieres nada, y sólo para herirla, lleno de rabia, le anuncias que te vas. Ella se duerme llorando… algo se quebró esa noche.

Algo murió dentro de ti. Algo quedó atrás. Tendrías que echar a andar y buscar nuevos rumbos.

Te sientes desdichado. Ya no te sirve la misa diaria, a la que has acudido desde que tu madre partió. En otra época ibas con ella a la Iglesia, comulgabas, rezabas y salías reconfortado en tu espíritu. Sin embargo ahora vas como un autómata y escuchas la voz monótona del cura, perdiendo la motivación y el sentido del rito.

Te sientes perdido, y al mirar por la ventana del séptimo piso piensas cómo sería caer al vacío. Imaginas la trayectoria de la caída y te preguntas si quedarías vivo, lo que te hace detenerte en el atractivo morboso que sientes de probar aquello.

Piensas en ti, en tu vida, en Lucía, en todo lo que te rodea. Piensas en el sentido de los días, que llegan y se escurren entre las manos, sin poder tomarlos ni hacer algo con ellos.

Sientes que un capítulo de tu vida se ha cerrado. Miras el departamento en el que has vivido estos últimos años, y lo sientes ajeno a ti.

Tienes que partir.

Haciendo acopio de tus fuerzas y sin medir consecuencias, recoges algunas, pocas cosas: un mínimo de ropa, unos pocos libros, la Biblia, algo de dinero, y cierras la puerta tras de ti. No quieres que Lucía te vea en casa por la noche.

Con los ojos húmedos, sales a la calle. Te sientes abandonado, huérfano., víctima de las circunstancias. Mientras sales a la calle, reclamas al cielo que la vida sea más justa contigo. Caminas ensimismado y con la cabeza gacha, sin saber a dónde ir.

Sólo sabes que tenías que partir. No había opción. Tu vida estuvo detenida por demasiado tiempo.

Debes seguir, creer que siempre habrá un nuevo amanecer…

 

El autor, Ignacio Cruz Sánchez (Santiago, 1957)

 

Imagen destacada: Los actores Otto Tausig y Olivia Thirlby, en una escena del largometraje «Love Comes Lately» (2007), del director alemán Jan Schütte