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«1917»: Una historia sin pasado, una pesadilla sin tiempo

El filme del realizador Sam Mendes abre nuevos caminos para la cinematografía contemporánea —en el modo de relatar y de exhibir una narración audiovisual—, y por eso ha sido la gran perdedora en una entrega de los Oscar 2020, donde prevaleció el criterio cortoplacista de una Academia ávida por inyectar nuevos y frescos capitales a su alicaída industria: los bonos asiáticos.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 9.2.2020

Decía el historiador británico Alan John Percival Taylor que si algo enseña la Historia es que nunca enseña nada. Y esto se debe, en principio, a que la historia es una construcción que habla en el presente del pasado. Pasa que nada sucede en el pasado… y menos nuestras propias vidas, que se tejen en infinitas telarañas de procesos biogeofísicos y químicos que ocurren en un absoluto presente: nadie vive ni un nanosegundo en el pasado ni en el futuro. La vida es un fenómeno que sólo ocurre cuando ocurre, ni antes ni después. De modo que lo que hoy decimos recordar, ya sea como personas o como culturas, es un constructo de un absoluto presente en el absoluto presente de la vida.

Un recuerdo es algo que le ocurre a un ser vivo en un momento dado, y una interpretación histórica es una construcción escrita desde un contexto presente, esto es: la llamada “Historia” es lo que se dice hoy de lo que se interpreta hoy de algo que ocurrió en el pasado… un lugar que, paradójicamente, ya no sucede más… y por eso es que no hay nada que aprender en la Historia. Es que el Hombre vive la situación angustiante de conocerse, y también de conocerse recordándose que es lo que lo diferencia de la bestia. Emil Cioran nos decía que el Hombre nunca es un ser completo y acabado porque en cada mañana que despierta, lo hace terminándose a sí mismo, mientras que un tigre es siempre el mismo tigre. No obstante, le contestamos que la verdadera angustia existencial del Hombre es ser siempre el mismo como lo es el tigre, pero viviendo la ilusión del pasado, ya que todo lo que recuerda es un fenómeno biológico y como tal es siempre presente… y un presente rabioso porque no puede dejar de recordarse siendo… Este trabalenguas genera lo humano: su cultura, su tradición, su estirpe… y su Historia. Y como siempre es presente, el Hombre no aprende nada de la Historia. No hay leyes en la Historia, no hay interacciones más que las que construye con su actual mirada y es así como las repeticiones, los aprendizajes y las “leyes de la Historia” son los fantasmas que pueblan lo humano, tanto como el recuerdo de ayer puebla a la persona que por la mañana, cada mañana, se mira en el espejo por primera vez.

Aclarado este punto, veamos qué puede aportar el arte a nuestra perpetua ignorancia de nuestro pasado más allá de la ficción del recuerdo. Todas las formas del arte son formas de manipular nuestra idea del tiempo o, dicho de otra manera, una forma de generarnos herramientas para concebir el tiempo. La permanencia en la plástica y sus dinámicas estáticas. El flujo temporal en la literatura ya tiene principio y fin —a diferencia de la plástica—, pero retrocediendo a otra página ya leída adivinamos el estatismo dinámico que anima a las piezas literarias… lo cual es más marcado en la poética. Y de la poética saltamos a la música en donde todo es tiempo y memoria: no podemos volver a la nota anterior, como sí podemos retroceder en un texto, y todo se basa en el recuerdo de lo recorrido a lo largo de un pasaje rumbo a la nota siguiente… y en el medio de estas tres formas del tiempo —que son tres formas del arte y de la memoria— aparecen las artes mixtas, de las cuales, por supuesto, extraemos nuestro particular interés por el cine: mucha prosa; algo de poesía —y sólo a veces—, mucho de plástica y mucho de música.

Así, cuando el director Andrei Tarkovski descubre la dimensión formal del tiempo como lenguaje propio del cine, segregado de su lastre literario, escribe su libro de estética Esculpir en el tiempo, y lo que descubre en él es que, como en la música, dependemos de la memoria, pero como en la plástica existe una dinamicidad estática que es equivalente a visionar el David en el basto bloque de mármol recién descargado en las puertas del taller de Miguel Ángel. Esto es, para Tarkovski, el tiempo y el cine.

«1917»

 

1917, una fecha como aventura en el tiempo

¿Y qué pasa cuando la Historia se mete en el cine? Que el cine nos enseña aquello que la Historia no puede enseñar. Podemos aprender, por ejemplo, polemología —la “ciencia” de la guerra— pero no desde la teoría sino desde dentro, desde la vivencia, desde la trinchera, desde la bomba y el picado cercano de las balas y desde lo que somos ahora que hacemos —y vemos— la película, es decir: cómo vemos hoy la guerra, aquellas guerras perdidas, muchas veces, entre algunas fotos y viejos relatos familiares… hoy que, por ejemplo, la naturaleza está siendo reclamada como una nostalgia de armonías perdidas, en 1917 de Sam Mendes (filmada en el 2019) se presenta como apertura y cierre de una aventura personal que reclama concierto, cosmos, en un mundo de “caos”.

Comillas porque las guerras están lejos de ser realmente un caos, ya que son, antes bien, un acuerdo enfermo, un cosmos entre dos o más personas que, por un perverso mecanismo de enganche de poder, arrastra a sociedades enteras a odiarse y hasta matarse: a hundirse en la misma patología que afecta la cordura de sus líderes políticos. Porque si la guerra es, al decir de Karl von Clausewitz, la política seguida por otros medios, ¿por qué medios se movía la política antes de que pasara a ser guerra? Seguramente que por los mismos medios, sólo que en otro tono: la misma locura pero en clave baja… sólo a los gritos. Pero del grito a la bala hay sólo un salto de intensidad. Y donde dos gritan es que hay dos que se han puesto de acuerdo en gritarse y luego en balearse, y eso no es caos, como no es del todo un caos el crecimiento de un tejido canceroso… por lo menos para la enfermedad. Donde sí hay caos, desorden, es en el tejido sano de la sociedad que se ve arrastrada, por convencimiento o a la fuerza, al cáncer bélico. La guerra vivida en carne, hueso y sangre sí que es un caos y como todo caos, algo estúpido y en tanto que estúpido, insuperable. Parafraseando a Ortega y Gasset: a la estupidez política sólo se la puede anular con la estupidez mayor de la guerra. Un caos es el sitio donde todo se vuelve igual e indiferenciable y que puede terminar transcurriendo en la mente de un soldado que enfrenta la muerte ajena y la posibilidad cierta de la propia.

Y en la guerra de 1914 asistimos a estas condiciones de caos mental como nunca se viera antes ni se vería después. Quizás más de 30 millones de personas murieron en esa guerra… y decimos “quizás” porque aún hoy siguen apareciendo cadáveres congelados llevados por glaciares o son desenterrados accidentalmente por alguna obra en construcción, o levantados los esqueletos por las raíces de los árboles, junto a bombas que no estallaron, restos de alambradas y trincheras, armas de todo tipo, cráteres de explosiones y un siniestro infierno de etcéteras que permanecen mudos bajo tierra.

Y esto lo vemos descarnadamente en 1917: los ocasionales cadáveres de seres humanos y animales, esparcidos sin orden alguno, sin aviso para el espectador, aparecen con calculada violencia visual a medida que los personajes avanzan en su odisea, en su viaje por un odio que les es ajeno y que a la vez deben aceptar forzosamente como propio si quieren sobrevivir. Matar al enemigo es darle un nombre al igual sin nombre, a alguien que no odian… alguien a quien ni siquiera conocen. Y a lo largo de la cinta, el muerto y el vivo se entrelazan en una danza macabra de la que emerge el héroe que vive por y para el muerto… porque: ¿qué es el héroe sino una metáfora inmortal de nosotros, los muertos que todavía vivimos? Así se nos aparece el cabo primero Schofield, encarnado por el rostro de un hombre común, el rostro casi infantil de George MacKay.

«1917», de Sam Mendes

 

1917: Stalker, La soga, ¡Combate!, Kurosawa, De Chirico, Dalí y Kafka

La historia es simple: dos soldados son enviados a una misión: informarle al general de un batallón que no ataquen porque caerán en una trampa del enemigo. Y a partir de un ensueño —al comienzo de la película y como dos adanes sin Eva, recién creados entre dulces campos de hierba—, dos hombres jóvenes despiertan a la guerra. A partir de allí se inicia un plano secuencia que abarcará todo el filme. Aunque se trata de un recurso tecnológico, ya que hay cortes y las secuencias se montan digitalmente para que la acción sea continua (algo muy lejano a las estratagemas de La soga de Hitchcock de 1948, pero apelando al mismo principio), y contando con el agregado de un magnífico Roger Deakins como director de fotografía, que logra siempre la misma atmósfera lumínica a pesar de haber estado filmando en diferentes instancias. Y si en los primeros minutos se nos puede sugerir una cierta tendencia al virtuosismo innecesario por parte del director —porque el buen plano secuencia siempre es tentador—, pronto nos metemos de lleno en la acción, nos olvidamos del plano secuencia y éste se convierte más que en un recurso técnico en un recurso estético de primer orden: se transforma en el recorrido mismo de los personajes, nos lleva de la mano por los intestinos de las trincheras, por las miserias compartidas tras las bolsas de arena, los cigarrillos improvisados y los alambres de púa, y desde esa visión de pesadilla —casi siempre a la altura de los ojos de los personajes para que veamos lo que ellos vieron— nuestros héroes salen a enfrentar de lleno a la pesadilla: deben iniciar este salvataje de toda una compañía que va a la muerte quedando expuesta a lo que es una falsa retirada alemana y una trampa.

Y en su viaje —en su odisea— emergen las distintas islas de Odiseo: cada isla del relato con su historia que en conjunto avanzan cada una con su versión del horror. Por momentos —ya sea en tierra de nadie o en territorio alemán— surge el recuerdo de la caminata misteriosa del Stalker de Tarkovski (película de 1979) en un ambiente de guerra ya muerta, siniestramente onírica. El catastrófico encuentro con un piloto alemán que le da un dramático vuelco al desarrollo del guión. La breve compañía de un grupo de soldados en una caravana de camiones que quieren ayudarlo. El descubrimiento de una vaca y de un bebé a alimentar que recuerda a un bello episodio de la vieja serie estadounidense ¡Combate! (de 1962, 1ª temporada, episodio 29: “Uno más para el camino”).

Cuando cae la noche, las luces de bengala alumbran el terreno para un combate nocturno y las ruinas se iluminan como pinturas surrealistas de Dalí o de De Chirico. Un accidentado e involuntario viaje por un río flanqueado por cerezos en flor, quizás con el suave sobrevuelo de Kurosawa, que rápidamente desaparece tras una cruel realidad… que otra vez vuelve a contrastar con un remanso de paz en una especie de iglesia al natural, en un rito, preparándose para el combate… Hasta que llegamos a las trincheras británicas que enfrentan a sus pares alemanes. Allí el ataque tan temido rumbo a la trampa estaba comenzando. El cabo debía encontrar al coronel Mackenzie y entregarle la carta del Alto Mando. Y comienza la lucha que él mismo entabla con los propios soldados encajonados en la trinchera para que lo dejen pasar… pero no llega nunca. El coronel Mackenzie siempre estará más allá, un recodo más allá, un búnker más allá y en su desesperación, unido al suspenso creciente, el soldado nos lleva a la certeza que se insinúa en el cuento “Un mensaje imperial” de Kafka: el coronel Mackenzie siempre estará “más allá” y se vuelve literalmente inalcanzable. Entonces, y para que la historia no se haga kafkiana, el cabo Schofield decide abandonar el refugio de la infinita trinchera y enfrenta el fuego enemigo a cuerpo limpio. El enemigo ya no es el alemán sino que serán los últimos 300 metros de carrera y lo será también el tiempo. Y en ese tiempo se construye toda la historia y toda la película… Damos por descontado el final y en él destacamos el cameo de un conocido actor, pero que no afecta el impecable desarrollo de la historia.

1917 es una gran película. Una enorme película, con una escena final de combate formidable. 1917 había nacido en humilde cuna: la historia que el abuelo del mismo director Mendes contaba en su familia y que permitió escribir un relato personal que enseña lo que la Historia no puede enseñar: que la guerra es una pesadilla que mata. Que despertamos a ella desde la vida real y tras esos momentos tan llenos de violencia y delirios, esa vida real —verdadera y legítima— se nos transforma en un sueño al que anhelamos regresar. Por eso nuestro cabo Schofield empieza y termina su historia en el filme con los ojos cerrados, entregado hacia la armonía de lo existente. Dormirá como un Adán que debió soportar la increíble pesadilla de la Creación. Para este Adán, el tiempo externo se le habrá hecho tiempo interno, tiempo vital. Como debe ser… Porque las sonrisas están hechas de futuro y las lágrimas de pasado, y si hay algún reloj en el Universo que verdaderamente contenga algo de tiempo, éste no habrá de ser otro que nuestro propio corazón.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: 1917 (2019), de Sam Mendes.

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