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«25 de octubre de 2019»: La crónica de una catarsis de la desobediencia civil

Al final de esa histórica fecha y antes de pedalear a casa, subí el puente de los candados para despedirme del día, del Mapocho, del vértigo y escozor de las lacrimógenas. Ya acabó el toque de queda, y esta noche pasó apenas un helicóptero sobre los tejados y hubo una pequeña ventisca.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 28.1.2020

Froto el fósforo, la fricción engendra la llama, la llama poliniza dos velas. Dos velas y una lámpara me acompañan en esta labor nocturna. Uno palma y palma, una silenciosa plegaria, exenta de palabras, precede a las primeras letras que van vinculándose unas a otras a partir de la conjunción de dedos con teclas, teclas que me sirven para intentar traducir las vivencias de un día que será indeleble en la memoria personal y colectiva de los chilenos, de los que habitamos Santiago, Punta Arenas, Arica, Coliumo, Copiapó, Concepción y cualquier pueblo, aldea y ciudad del país, de los que estamos aquí y los que no. Salí a pedalear ya tarde hacia el poniente, persiguiendo el sol, tras escuchar en la radio que ya eran un millón de personas las que caminaban por las calles de Santiago centro. Había salido a jugar con mi hijo en una plaza, acompañados del padre y abuelo que fue a reciclar un par de cajas con botellas, vidrios rotos, plásticos y otras cosas. Iba a contracorriente, la gente, al menos muchos grupos, ya caminaban hacia la cordillera, hacia sus casas, en Providencia. Partí imantado, pedaleando con entusiasmo, llevado por el instinto, por la necesidad de sentir, de vivir el multitudinario carnaval en carne propia, de nutrir los poros de la piel y la conciencia con la desafiante, valiente, demandante, festiva atmósfera de los miles y miles de hombres y mujeres, niños, transexuales, mancos, actrices, viejas, muchachos, encapuchadas, ciclistas, mudos, fotógrafos, milenials y abuelos; de todos, del enorme nosotros, de la masa en inusitada concordia: no pude dejar de sorprenderme ante la cantidad de pies, piernas, torsos, brazos y cabezas yendo de aquí para allá, moviéndose encauzados en un mismo río con varias direcciones, pero haciéndolo sin interferir los unos con los otros, sino rozándose, pasando lado a lado, respirando por instantes el aroma de quien no verás jamás, de quien estuvo en la misma cola de una farmacia, con quien compartiste una sala de espera en el hospital o un carrete con varios desconocidos mediante, de quien hizo el pan que comiste un jueves de 2012, a la muchacha que besaste borracho o enamorado, a la que se fue y la que volvió, al amigo de infancia que se mudó hacia otro destino, al parapléjico que soñó contigo sin saber quién eras, a la muchacha que se tatúo en tu memoria al zurcir con afecto un botón de pantalón en tu primer mochileo a Bolivia.

Esto, sin importar si identificaste sus rostros o no, sino que todos estábamos allí, reunidos, respirando un aire común, fijándonos en el mismo árbol, viendo una columna de humo desde diferentes perspectivas, viendo drones y helicópteros sobrevolar la avasallante colmena de personas. No un enjambre, una colmena. Una colmena indignada, valiente, diversa, integral. No un grupo ni miembros de un partido ni radicales ni suicidas ni hinchadas rivales ni enfierradores ni dueñas de casa, sino todos congregados, acaso el pueblo, los anónimos que dan forma día a día a la convivencia social, las mujeres con caries, los hombres con tufo y vertebras desajustadas, las cantantes y los estudiantes de bioquímica aplicando su saber, al rociar agua con bicarbonato a los manifestantes abrasados por el ácido gas de las lacrimógenas.

Avanzo pedaleando con paladeada lentitud, atento al follaje de semblantes, carteles, vestimentas, frases, gritos, insultos y cantos. ¡Chile despertó! se multiplica aquí y allá, en coros espontáneos y en voces de desafinados, convencidos, recios solistas. Puteadas a los pacos, no muchas, tal vez porque no estaban a la vista. Un muchacho gritando que esto no es un carrete, que ha muerto gente, a un grupo de gente bailando tecno junto a la fuente de la plaza de la Aviación. Los carteles: «Financiar la salud mental tú debes», con una fidedigna caricatura zen de Yoda; los «Piñera renuncia», en diversas formas y tonos; «Chadwick asesino», versión secta satánica con un oscuro símbolo sincrético, entre nazi e illuminati, grabado en la frente; «Libertad a los ríos», asido por las manos de una joven bella y saludable, y un largo etcétera de consignas exigiendo dignidad, haciendo uso del sarcasmo, la rabia y la ironía, el pacifismo y el amor, denunciando el robo de las Afps, contactando a los marcianitos verdes que ya están aquí para asustar a la primera dama.

Esto es un ejercicio de memoria, una esgrima mental para fraguar recuerdos, atizarlos, moldearlos, regarlos con un chorro de agua fría, sin extraviar el pulso del corazón y las sinapsis, compendiando la fragmentada continuidad de la atención, recobrándola, transfigurándola, escanciándola con responsable fervor mediante la serena arma del verbo, esa que se escribe pasada la medianoche, irguiéndose impávida, radiante, intrépida, buscando alumbrar una orquesta de sueños, memorias y razones entre el desconcierto; buscando, buscando sin resignarse, buscando, manoteando la oscuridad durante el irrisorio paréntesis del toque de queda.

Raúl —comentan, comparten, vitorean el nombre— escala, con los debidos implementos, el obelisco que sirve de atalaya al parque Balmaceda. Construido en 1930, primeramente, fue llamado Parque Japonés, aunque en pleno desarrollo de la segunda guerra mundial, al sumarse Chile a los aliados, se cambió el nombre a Parque Gran Bretaña y se talaron los ciruelos. Solo después de acabada la conflagración se plantaron nuevamente los ciruelos. Claro que no sabía esto mientras miraba a Raúl escalar confiado la lisa cara oriental del obelisco. Lo anoto por puro afán etimológico, por creer que los nombres, que las raíces de cosas y criaturas nos aportan algo de luz, nos ayudan a asociar territorios, ruinas, monumentos, símbolos, paradojas y fabulaciones de la historia, del pasado que elaboró pensamiento a palabra a ladrillo el presente que vivimos, la urbe y su mestiza herencia cultural. Raúl, nombre de origen germánico, significa: «El lobo consejero».

Lo apunto antes de olvidarlo: «Me hubiera gustado nacer mapuche, hermano…», la frase dicha por uno que caminaba tras de mí, conversando con un amigo. Creo haber oído que adjudicó al retrospectivo deseo el fundamento de la ligazón a la tierra, de una sangre y una historia definida. En la transmisión radial que escuchábamos retornando en auto de la plaza, entrevistaron a un hombre que se emocionó mencionando la lucha de los mapuches con los conquistadores españoles.

Lo primero que leí tras sacudirme el sopor matutino fue el epígrafe de HHhH, novela de Laurent Binet, regalada un par de cumpleaños atrás por mi viejo. Le tenía ganas hace tiempo y se dio que justo en la mañana del 25 de octubre leí la frase de Osip Mandelstam: “De nuevo el pensamiento del prosista deja marcas sobre el árbol de la Historia, pero no nos corresponde a nosotros dar con el ardid que obligue otra vez al animal a entrar en su pequeña jaula.” La obra que la contiene se titula El fin de la novela.

¿Quién es el prosista? ¿Por qué desayuné esa frase, y ninguna otra, en este preciso día, en un día que se grabará con mayúsculas en la historia del país en que vine a nacer, en el que vivo y sobrevivo, en el que he dormido, comido, llorado, reído, apagado incendios y escrito poesía? Decididamente no quiero obligar a ningún animal a entrar en su pequeña jaula, sean mamíferos pensantes, destetados, esquizofrénicos o saludables, créanse dioses, extraterrestres, inválidos, geniales, cagados, cansados o esperanzados. ¿Será, en este caso, una sumatoria de voces, un ecléctico coro polifónico, una indignada, porfiada, dionisíaca conciencia colectiva, lo que constituye el pensamiento del prosista? De lo que no me cabe duda es que nosotros somos el prosista. Nosotros, palabra abarcadora e inexacta, inclusiva y prometeica.

Voy al baño. A falta de confort uso toalla nova para limpiarme el culo. A continuación, me lavo las manos con agua y jabón, completando la ceremonia de excreción e higiene corporal. Ergo, me comporto como cualquier ser humano cuando nadie me mira. El campo gravitatorio del espejo capta al periscopio de las pupilas. Los contornos de la cabeza se difuminan en una fluctuante iridiscencia; las facciones, la textura del rostro muta levemente; otros ojos parecen escrutarme desde el otro lado. No le tengo miedo a los espejos, pero tampoco me confío en demasía, intuyo una dimensión reversa y misteriosa bullendo tras el pulido limbo de vidrio. Es difícil penetrar los arcanos de otra dimensión cuando los arcanos de la realidad bullen como papas calientes fugadas de una olla a presión. Estamos en una balsa que se debate sobre la sísmica superficie terrestre.

Retornando a las inmediaciones de Plaza Italia. Un mar de gente, un sexto de los habitantes de Santiago andando por las calles prolongadas desde la icónica rotonda. Para llegar a verla me fui abriendo paso lentamente, observando sedosos y deshilachados retazos de nubes atravesados por la luz del atardecer, que bañaba con tonalidades malva, de brasas maduras (rojizas, tirando para la tercera edad del fuego), un rojo como el de la vela que sigue encendida a mi derecha, un rojo ceroso, templado, sugestivo, a las ventanas y edificios vidriados. El aire: un caldillo de pitos, remanente a lacrimógenas, sudor, hormonas, voces erguidas, sentadas, en movimiento, acercándose, alejándose. Gritos, chiflidos, insultos, al pasar drones y helicópteros sobre las cabezas. Risas, bromas, bailes, rondas, exclamaciones con humor y asombro al propagarse llamas frente al teatro Universidad de Chile, una densa columna de humo negro ascendiendo entre el paradero y una de las entradas a la estación de metro Baquedano. Cada centímetro de pasto, calle, vereda, ciclovia y senda de tierra, pisado por innumerables pies cuyas huellas se sobreponen unas a otras, fundiéndose hasta borronear el rastro del individuo de paso. Incluso los monumentos, las esculturas están copadas hasta donde se puede ver. Alguien flamea una bandera chilena parado sobre el monumento de la plaza circular que ya denominamos Plaza de la Dignidad.

Contemplo lo que ocurre casi en trance, manos apoyadas en el manubrio de la bicicleta, cuerpo erguido, mirada proyectada, centrípeta y expansiva a la vez. Me siento, dejo de pensar, las palabras callan en pos del sentimiento. No es una sensación de victoria, pero sí una afirmación, una fundición, una alegría irreverente modulada por la memoria del horror que vivieron las generaciones precedentes a los que nacimos tras la dictadura, una esperanza de que comenzamos a sanar las heridas íntimas y colectivas, de que realizamos un rito de paso, una purga de desconfianzas y temores, una eruptiva fe de cambio, una especie de cosmogonía engendrada desde el caos de los días previos y la prolongada, opresiva normalidad de las tres décadas de oligocracia apenas disfrazada. Una catarsis. No sé lo que está pasando, los argumentos racionales, socioeconómicos, políticos, psicológicos, históricos, no me son del todo esquivos, puedo reconocer ciertas directrices, causas y matices ideológicos, pero lo que siento desde las uñas al corazón es la intensidad de una catarsis colectiva, una catarsis necesaria, que hay que vivir, para luego analizar, pues es indispensable sanar para poder rehacernos como sociedad, para reinventarnos, en plural solidaridad, con diálogos, acuerdos, propuestas coherentes y realizables. Hay que vivir esta catarsis, y hay que hacerlo sin un optimismo desbocado, con la cabeza fría y la sangre caliente, pero hay que vivirla a concho, a pleno pulmón, despiertos y voluntariosos, preparándonos para el trabajo por venir, pues los cabildos ya están llevándose a cabo y las peticiones por una asamblea constituyente no hacen más que crecer exponencialmente. Es necesario comenzar a formular las inquietudes, empezar a esculpir las piedras angulares para un país más decente, equitativo, solidario, justo y consciente de sus carencias y bonanzas, de sus ideales, facultades y voluntades.

 

3:33 AM

Han transcurrido 3 mil 528 días desde el terremoto del 2010. ¿Habrá sido ese catastrófico evento el primer dominó caído por efecto de la entropía que ha llevado al país a este estallido social?

Aunque parezca increíble me encontré con mi hermano entre la multitud, sin contactos telefónicos previos, simplemente vi su alta figura caminando a unos diez metros en dirección al oriente. Partí a abrazarlo y nos fuimos caminando juntos hacia el café literario, donde estaba su bicicleta. Tras descansar, sentados bajo un árbol, vi a una mujer cargada con varias bolsas de basura, recolectando latas en compañía de dos niñas y otra mujer. Aplasté algunas latas para facilitar la labor; dándome las gracias dijo que hacía collares y sortijas con los clips, y estaban recolectando dinero para poder realizar un viaje de curso a fin de año, y: «en un buen colegio de Providencia…».  Les agradecí y convenimos en que hay muchos cambios por hacer, después de que una de ellas me dijera que trabajaba de obrera de construcción ganando 350 lucas, por lo que el alza del sueldo mínimo no la ayudaba en nada. Nos despedimos afectuosamente, regresé con mi hermano, y, antes de pedalear a casa, subí el puente de los candados para despedirme del día, del Mapocho, del vértigo y escozor de lacrimógenas. El día de la catarsis chilena. Ya acabó el toque de queda; esta noche pasó apenas un helicóptero sobre los tejados y hubo una pequeña ventisca. Escribí desde una orilla a otra del toque, haciendo uso del libre pensamiento, amparado en la luz de dos velas y una lámpara al principio, y ahora solo queda la llama de la vela roja, la llama que apagaré con un calmo soplido, antes de acostarme a buscar un sueño capaz de libar alguna imagen simbólica del caótico carnaval que comienza a encauzarse.

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (Santiago, 1995). Poeta y escritor autodidacta, incursionó en las carreras de sociología y filosofía en la Universidad de Chile, sin completarlas, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacaron el de garzón, barista y brigadista forestal. Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad.

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Crédito de la imagen destacada: 25 de octubre de 2019 en Santiago, por Tomás Leal Elgueda.

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