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[6 años de CyL] «Grupo de familia»: La fuerza espiritual de la elegancia

El penúltimo largometraje de ficción que grabara en vida el director lombardo Luchino Visconti, es una poderosa maquinaria de belleza y de lucidez que se adelgaza hasta sus silencios finales, cuando la familia del alboroto deja de nuevo en la soledad a su protagonista, un imborrable profesor de la alta burguesía milanesa, interpretado por el actor estadounidense Burt Lancaster.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 15.8.2023

«Elegancia» nos llega del latín legere de donde nace nuestro verbo «leer». Saber leer será, entonces, leer con elegancia, que es, por lo tanto, elegir lo mejor, la más bello, lo más valioso. Y es en el arte donde la elegancia aparece con más energía y más claridad.

Pero la elegancia en el leer requiere elegancia en lo que se escribe: una no puede ser sin la otra. No podemos enriquecernos eligiendo bien si no hay nada bueno que elegir. Así, artista y lector deben complementarse en un acto de fe en común, de confianza: el arte.

En todas las artes, el consumidor debe predisponerse para elegir la belleza que se le entrega: debe haber elegancia en lo que se presenta y en lo que uno capta de la obra. Las artes constituyen, entonces, una entidad dinámica y biunívoca.

La elegancia, la delicadeza, el «buen gusto» deben aparecer en ambos términos de la ecuación y así, el arte se convierte en una fuerza real de lo humano. Una fuerza manifiesta, potente, aunque espiritual y que acompaña a la fuerza intelectual. Lo espiritual en el arte es la flor que nace de la inteligencia.

El arte es un gesto de altruismo: una entrega del artista a un prójimo desconocido. Un amor por lo humano que nos lleva a entender que el arte es una grandiosa expresión de amor: amarás a tu prójimo y te amarás a ti mismo y lo harás a través del desinterés. El arte será desinteresado para poder tenerlo todo. Esa es su magia, su energía moral, su lógica irracional. Es un mensaje de libertad creativa e interpretativa.

Cuando el antiguo se abandonaba a sus rituales mágicos, cuando seguía un rito, una ruta rumbo a un fin sagrado y era fiel y estricto, sobrevenía su liberación y la de su tribu. Sólo en el orden hay libertad. Las cadenas del amor, son las cadenas del orden que liberan.

Hoy es difícil encontrar integrados lo sagrado con lo artístico. Sin embargo, todavía, cuando una metáfora, una pincelada, un gesto del artista nos enmudece mentalmente y nos entregamos a las sensaciones y emociones —como el primitivo se ungía de soledad ante la pictografía en el fondo de una caverna— dejamos de hablar nosotros y empieza a hablar alguna clase de entidad superior.

Es el espíritu, lo entienda como lo entendiere cada uno. Es aquello que no estando al alcance de la mano, estalla en el corazón del que lo recibe así como en la mente y el corazón del que se entrega en su obra.

 

Solitarios extravíos

Hemos visto una película de 1974 del milanés Luchino Visconti di Modrone conde di Lonate Pozzolo. Se trata de Grupo de familia, según la traducción que recibió por estos lares. En su tierra natal fue Gruppo di famiglia in un interno (Grupo de familia en un interior) y en España Confidencias (retrato de familia en interior). La obra original es del crítico de arte italiano Mario Praz, Scene di conversazione de 1971.

Un regio Burt Lancaster interpreta a un viejo profesor estadounidense de madre italiana, viviendo solitario en su palazzo, encerrado entre sus libros, la música de Mozart y con los muros tapizados por su colección de Conversation pieces: ese género de pintura aburguesada inglesa que representa a grupos de personas charlando, tema que, decimos de paso, motivara a David Bowie a crear su canción Conversation piece.

Todo transcurre en escenarios de interiores. El estudio del profesor es una masa visual de paredes tapizadas con sus cuadros, y lleno de alfombras, porcelanas y estatuas. Fuera del estudio —en pasillos, dormitorios y en el comedor— tenemos un paisaje análogo con la misma carga visual.

Del exterior sólo se ven unas globosas cúpulas que funcionan más como fondo de escenografía para una obra de teatro que para la profundidad de un espacio cinematográfico. Esas presencias globosas y grises contribuyen a sostener en todo el filme la sensación de estar ante un escenario teatral cerrado, que crece con el tiempo y que se hace más claro y agobiante a lo largo de las escenas.

Un día, justo cuando unos marchands están negociando la venta de un cuadro de la colección del profesor, aparecen imprevistamente en escena una mujer elegante, arrogante e impetuosa y tres jóvenes: su amante y «mantenido» Konrad, su hija y el novio de la muchacha. Su aparición es casi mágica: atravesando el tiempo, una de estas familias conversadoras de las pinturas parecen invadir progresivamente la casa del profesor.

Quieren pedirle que les alquile el piso superior de su casa. Son la contraparte del profesor: un grupo vital y vulgar. Pero será a partir de ellos que el solitario terminará viendo aquello que él mismo se negó, a pesar de que sabemos que alguna vez lo tuvo y que aparecen en las imágenes de sus propios recuerdos familiares, melancólicos, densos y a la vez volátiles.

De hecho, lo asume sobre el final del filme, al tiempo que la cámara recorre los cuadros de su estudio: «Ustedes me han despertado bruscamente de un sueño profundo, insensible y sordo como la muerte». Tales pinturas, sin embargo, no representan su realidad más íntima: son una colección, un tapiz que encubre el vacío de su aislamiento. Juega mentalmente con ellas y hasta se pelea con algunos de los personajes representados, en una poética muestra del extravío que le causa la soledad.

 

Paralelismos con «Muerte en Venecia»

Pero la sorpresa y el encono del comienzo ante la invasión de su intimidad, despierta la curiosidad y, más lentamente pero con más profundidad, crece el afecto por los extraños personajes, especialmente por Konrad (un bello Helmut Berger) con sus devaneos políticos y delincuenciales y una historia no del todo clara pero que lleva la violencia hasta las puertas del santuario del profesor.

La vulgar Marchesa Bianca Brumonti (Silvana Mangano), su hija Lietta Brumonti (Claudia Marsani) y su novio Stefano (Stefano Patrizi). Los únicos invitados que eran normalmente aceptados, lo dijimos, eran los recuerdos fantasmales de su esposa, en una breve aparición de Claudia Cardinale y de su madre al través de Dominique Sanda, pero ahora tendría que empezar a revivir la apertura social perdida.

A su vez, no resulta difícil encontrar paralelismos entre Muerte en Venecia de 1971 y Grupo de familia, aunque si hemos de querer antes buscar diferencias, el filme que en estas líneas analizamos es mejor película y Lancaster es, por mucho y para nuestro gusto, mejor actor que Dirk Bogarde.

Otro paralelismo entre ambas cintas es la relación entre el profesor de Lancaster y Konrad y el Gustav von Aschenbach con el joven Tadzio (Björn Andrésen).

Hay un nexo ambiguo entre ambos blondos efebos: Konrad es como un Tadzio más adulto y mientras para Aschenbach, Tadzio es como una pantalla sobre la cual proyecta su psicología atormentada, Konrad tiene algo menos de tensión homosexual y algo más de anhelo paternalista. Es alguien con quien el profesor interactúa de un modo más explícito e íntimo. Alguien con quien concuerda o disputa. Es como un hijo, ya que así es como firma la carta con la que se despide del profesor y del mundo.

Por otra parte, la caracterización del personaje es clave: Konrad no parece salido de alguna pintura de época —como Tadzio— sino de una revista para gays: un jean bien apretado, una camiseta blanca y el pelo rubio y lacio que oscila entre bien peinado hacia atrás y libre y enmarañado.

Hay críticos que le han visto a este personaje un acercamiento a Terence Stamp en el rol de «el visitante» en el filme Teorema de Pasolini de 1968. Konrad —al igual que el personaje de Teorema— es tajante, agresivo y dominante: totalmente contrapuesto a la mansa y viril cortesía del profesor.

Dice malas palabras y fuera de todo protocolo de la mesa enciende el cigarrillo con una vela después de cenar, sube los pies a cualquier mueble. Es otra clase de ser humano: uno que se fue gestando fuera de los muros de la casona del profesor y es el único que no pertenece a la clase social alta a la cual se coló.

En rara paradoja, Konrad reúne un origen plebeyo con una cultura que ni la marquesa, ni Lietta o Stefano poseen. Había estudiado historia del arte y sabe de música y poesía —cita al poeta inglés Wystan Hugh Auden— y tuvo participación política en las revueltas del Mayo Francés del 68, y sobre el final denuncia ante el grupo que sabe de un complot fascista para asesinar a una serie de políticos de izquierda del gobierno italiano.

Como sea, todo el mundo del profesor parece abrirse para Konrad. Ante fálicos salames y salchichones —ocultos en una pequeña despensa— Visconti trabaja con contraplanos entre el profesor dialogando con Konrad, y desvela un juego delicadamente erótico como una majestuosa metáfora, donde el profesor es Grecia y Konrad el Mediterráneo.

El profesor dice: «Jamás he comprendido cómo los artistas griegos han podido concentrarse y dar forma a tantas maravillas teniendo siempre ante los ojos un espectáculo tan fascinante como…» y el contraplano de Konrad permite terminar la frase: «encantador».

 

Claroscuros, lentitudes, sexo y drogas

Visconti parece —también como en Muerte en Venecia— más interesado en el fin que en el principio de lo humano. Su homosexualidad, su estirpe nobiliaria y su vocación comunista coinciden en aquellos contados momentos donde lo más santo y elevado choca dialécticamente con su complemento procaz, como el cantante soez de Muerte en Venecia o la risa de la Cardinale en El gatopardo que a todos incomoda.

La breve escena de claroscuros, lentitudes, sexo y drogas, en la cual se ven involucrados Konrad, Stefano y Lietta (la joven que sólo tenía 15 años en la vida real), es una marca de calidad acerca del interés por lo inmensamente humano que se puede encerrar en un punto ínfimo de la existencia, y que en ese punto alcanza la vastedad de un ideal de Dios, aunque sea desde el ateísmo socialista de Visconti:

«Lo que me ha llevado por encima de todo al cine es el propósito de contar historias de hombres vivos, de hombres que viven en medio de las cosas, no de las cosas por sí mismas (…) La experiencia me ha enseñado sobre todo que el peso del ser humano, su presencia, es la única ‘cosa’ que llena verdaderamente el fotograma, que el ambiente lo crea él, su presencia viva, y que es por medio de las pasiones que lo agitan que adquiere realidad y relieve, hasta el punto que su ausencia momentánea del rectángulo luminoso reduce las cosas a una apariencia de naturaleza muerta».

Y aunque otros directores —como Andrei Tarkovski— indagaron en la vida de las cosas abandonadas a su metafísica suerte, Visconti, efectivamente, lo centra todo en lo que él es: nada humano le es ajeno y nada es ajeno a lo humano.

Los deseos, las frustraciones, los logros construyen su universo de esa humanidad que siempre lo conmovió. Agrupa a lo humano en los cuadros de la alta burguesía inglesa ochocentista o en las humildes fotos familiares de La tierra tiembla de 1948 o Rocco y sus hermanos de 1960.

Es un núcleo humano centrado —con mucho de autobiografía— en el profesor que parece relacionarse con los últimos años de Visconti. En eso, quizás, reside lo más conmovedor de la película que nos convoca: en que en estas últimas películas depositaba lo más profundo de su legado. Un testamento repleto de vida, que expresa impaciencia por querer decir todo lo que no había dicho todavía, por querer darnos aquello que le faltaba dar.

Grupo de familia es una poderosa maquinaria de belleza y lucidez que se va adelgazando hasta los silencios finales, cuando la familia del alboroto lo va dejando de nuevo en soledad. Y tanto Achenbach como el profesor terminarán, otra vez en paralelo, con las manos extendidas y vacías abandonando o tratando de tomar alguna forma de la nada.

Todos percibiremos, seguramente, la misma nada que Visconti imagina abandonando las manos de sus tristes personajes, en ese instante de libertad que coincide con la muerte y que necesita, justamente, de la nada para que nuestro ser sea por fin libre de la existencia.

Las manos del profesor habrán dejado escapar sueños o pájaros, esperanzas o suspiros, no lo sabemos. Nadie lo sabe, pero todos lo sabremos algún día. Será aquel momento de manos vacías cuando el poeta abandone su pluma, el músico su instrumento y el pintor su pincel. Y cuando en la silla del director de cine que se fue, se oiga de nuevo a Auden recitar:

Derrama tu presencia, delicia desbordada,
por las cascadas de las piernas
y los vertederos de la espalda,
que invade nuestro clima de duda y de silencio.

Sólo tú, tú sola, canción imaginaria,
eres incapaz de decir que una existencia ha errado,
y viertes, como un vino, todo tu perdón.

 

 

 

***

 

 

Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés.

Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Gruppo di famiglia in un interno (1974).

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