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[Aniversario de «Cine y Literatura»] «Blow-Up»: El filme que se inspiró en una fotografía de Sergio Larraín

La obra audiovisual del realizador italiano Michelangelo Antonioni basó su argumento en un famoso relato del narrador argentino Julio Cortázar, el cual, a su vez se apropió para escribir su cuento, de una anécdota experimentada por el propio reportero gráfico chileno (trascendida al artista trasandino, de primera fuente), cuando este trabajaba para la agencia Magnum en la ciudad de París, a fines de la década de 1950. El crédito puede visionarse actualmente en la plataforma de streaming del Centro Arte Alameda.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 15.8.2021

“Las metáforas son peligrosas. Con las metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora.”
Milan Kundera

Imaginemos que, de pronto, al doblar por una esquina cualquiera, nos topamos con un enorme grafiti sobre un muro… una letras estilizadas que sólo dicen una sola cosa: “No”. Es claro que la palabra “No” nos puede afectar de alguna manera. Alguna vez nos espetaron algún “No” que nos intimó, nos alegró o asustó.

Un “No” así presentado, con letras enormes, imperativas y hasta develadoras de algún secreto íntimo que portábamos en ese momento, juega un rol activo, decisorio. Ese “No” es, en verdad, alguna clase extraña de “Sí”.

Y vemos, del mismo modo, que la pretendida negación que en el fondo de nuestra alma funge como una afirmación, no puede ser nunca una verdadera negación. El “No” del grafiti reemplaza a un “Sí”. Un “No lo hagas” puede muy bien ser un “Sí: sé pensabas hacerlo”. Una palabra que dice aquello que no podemos decir… o decirnos.

Cuando en informática hablamos de un “bit” o alternativa binaria, hablamos de un uno o un cero que se juntan en el “bit”; y decimos que si es un uno, es un “sí”, mientras que si es un cero, se trata de un “No”. Pero son números, dígitos. Y por eso es que diferenciamos un lenguaje digital de un lenguaje analógico.

Originalmente, este método de digitalización de posibilidades, se inició con el sistema de tarjetas perforadas de Joseph Marie Jacquard, en 1801, mediante las cuales, si había un agujero la aguja del telar pasaba y tejía, mientras que si no había agujero, la aguja no pasaba y no tejía. Este ingenioso sistema se extendió, mucho tiempo después, a las tarjetas perforadas de las computadoras.

Y a pesar de que las tarjetas como tales ya son piezas de museo, el procedimiento fundamental sigue siendo el mismo… aún en las muy modernas y experimentales computadoras cuánticas.

Pero este mecanismo digital no es para nada natural. Los organismos vivos, nosotros incluidos, trabajamos más con lenguajes analógicos. Y esto se da aún más entre pueblos latinos ¿Cuántas veces nos descubrimos despidiéndonos de la otra persona con la que hablamos por teléfono, a partir de un rosario de cortas despedidas?

Tratamos de volver analógico algo que es digital: o hay comunicación telefónica o no la hay, pero las sucesivas “despedidas” vuelven menos traumático el corte de la comunicación digital.

Esa es la razón del éxito que tienen los “emojis”: le dan un final similar a lo analógico a una despedida fatalmente digital. Lo natural, lo biológico y, en nuestro caso, lo más humano, es el lenguaje analógico. De paso, digamos que entre los anglosajones, las despedidas suelen ser más tajantes… pero es a eso a lo que lleva una lógica cultural basada en el acto de contar dinero.

Como sea, esta tendencia a lo analógico la aplicamos hasta para las computadoras: “No me deja entrar”; “me pide la contraseña” “no abre”… es claro que las computadoras ni abren, ni piden ni dejan. Es más: el lenguaje metafórico está presente hasta en los animales.

De hecho, un perro no puede decir “No” en oraciones del tipo: “No me muerdas Reconozco que perdí”, pero tras una pelea de perros, es probable que el que se siente derrotado exponga sus partes blandas para que no lo muerdan más.

Y lo hacen diciendo: “Muérdeme”, para lograr que el vencedor no lo muerda. Así es que decimos que los animales dicen un “No” a través del “Sí”. De esta forma es que ellos utilizan la técnica de la metáfora: el perro nos muestra los dientes como metáfora del mordisco que no nos está dando. No pueden decir “No”, pero usan la metáfora de un “Sí” para conseguir la negación digital que les es negada por naturaleza.

 

«Blow-Up» (1966)

 

Un mundo de metáforas

Es así como los lingüistas ven el problema de la metáfora: se reemplaza una cosa por otra sencillamente porque lo reemplazado no puede ser dicho… o porque no podemos verlo… y entonces pasa que lo que no podemos ver es sustituido por algo que nos tranquiliza, que es aceptable y, por eso mismo, visible.

“¿Estás visible?”, podemos preguntarle a una persona, antes de entrar a su habitación, porque no queremos verla desnuda.

Y así también, podemos estar protagonizando toda una fiesta de disfraces, disfrazándonos de aquello que está socialmente aceptado y que nos tranquiliza psicológicamente… y es así como seremos personas “correctamente” vestidas en un marco que acepta tales disfraces, y los toman como metáfora de la correcta correlación social, cuando muy bien podemos aprender a verlas como un conjunto de disfraces.

Así comienza Blow-Up de Michelangelo Antonioni (1966), con unos créditos que, como grafitis, esconden otra serie de mensajes dentro. Empieza con un jeep que transporta un bullangero grupo de mimos y payasos. Un grupo que grita sin hablar y gesticula desordenadamente. Son lo discordante. Los que despiertan con sus excentricidades, quizás el fastidio o la simpatía.

Saltan del jeep en un espacio sin gente (Plaza of The Economist Building), habitado por una arquitectura monumental y estática, para luego asaltar la calle “normal”: la St. James Street.

De inmediato, se da un corte abrupto a un grupo de indigentes que entra a un espacio abandonado y entre los que se cuela alguien para sacarles fotos a cambio de dinero. Luego la imagen vuelve a los payasos y mimos y se mezclan con un par de monjas y con soldados de la Guardia Real Británica… y ahí enfrentamos a los disfrazados “aceptados” entre los “discordantes”.

La ropa, esa metáfora de la desnudez que desnuda los disfraces que portamos —desde harapos hasta uniformes—, se suman a las máscaras y gestos que nos protegen y sostienen en el entramado social. El infiltrado en aquel grupo es Thomas (David Hemmings): en la cinta, todo un paradigma de la modernidad y la juventud de aquel 1966. Alguien adinerado, exitoso y con todos los mohines y tics de la kinética propia de aquellos años.

Vive en un mundo donde los payasos son simpáticos accidentes a los cuales da dinero y a los cuales sonríe montado en su Rolls Royce.

Es de notar algo que pasa casi imperceptibe, cuando Thomas deja el refugio y que no parece haber buscado Antonioni… o quizás sí: tras el grupo de andrajosos entra caminando por la vereda y a paso firme, un hombre de prolijo traje gris, de barba blanca y pelo violeta.

¿El orden que se impone sobre los pobres ocultos, muñido de su propio uniforme y disfraz?

Thomas despliega luego sus actividades como fotógrafo profesional, rodeado de hermosas mujeres como maniquíes vivientes en las poses exigidas (y exigentes) de las modelos de las revistas y publicidades de aquellos años. Y cuando hablamos de aquellos años, recordemos que ya estamos a mediados de los 60.

Que ha pasado ese período de transición cultural de los 50 en el que se recargaban las casas de electrodomésticos y Paul McCartney tomaba el ómnibus 86 para ir a la escuela.

Esos chicos llegaban al presente habiendo vivido la segunda posguerra mundial y padecieron la reconstrucción de —en este caso— su bombardeada Inglaterra… a la que servirían después como metáfora los andrajos de los hippies, su desaseo y la falta de rumbo de la droga.

La guerra marca esta estética de refinamiento donde el saxo, el sexo, la moda y la droga eran la metáfora “visible” de la derrota moral —vergonzosa— que había sufrido Europa como civilización hegemónica de Occidente: el “swinging London” era la salida más decorosa a una reina que se había refugiado con su esposo y con Churchill en la seguridad subterránea de la ciudad.

Al remanente de pobres se los esconde y hay que buscarlos. Los otros, en cambio, brotan por todos lados en carteles y revistas. Ya el primer toque importante de atención lo había dado Luchino Visconti en 1948 filmando La tierra tiembla hablada en dialecto siciliano y a la que hubo que subtitular (para escándalo de los intelectuales romanos).

Los estrambóticos personajes del jeep parecen ser una metáfora del “absurdo imperante” que denuncia Albert Camus, tras la muerte de la poesía que significaron los campos de concentración y las bombas atómicas.

¿Cómo disfrazar tanto desastre ante la amenaza del Neorrealismo italiano?

Ya Antonioni filmaría en 1950 I vinti: Los vencidos en tres episodios, el tercero de los cuales narra la historia de un escritor de poca monta que denuncia a un diario la muerte de una vieja prostituta para escribir el artículo y tener cierto reconocimiento. Pero el plan le falla y termina confesando el asesinato y siendo condenado a muerte.

El filme termina con un plano general donde dos personas juegan al tenis, en premonición de otro final… la mascarada debe seguir en pie.

 

«Blow-Up» (1966)

 

Mirar se vuelve posible

Para terminar un álbum de fotografías —en las que se incluían los pobres recién fotografiados—, Thomas decide cerrarlo con paisajes más calmos y se va hacia el Maryon Park donde descubre a una pareja de una mujer joven, Jane (Vanessa Redgrave) y un hombre mayor con ella, quienes juegan, corren y se abrazan. Pero apenas Thomas es visto por Jane, lo persigue corriendo y le pide el carrete. La historia se complica y termina con la chica en su estudio.

Thomas le entrega un rollo diferente y comienza a investigar el porqué de tanto interés y por eso conserva los negativos. Al revelarlos y ampliarlos (haciendo progresivas ampliaciones o “blow ups”) descubre un arma que asoma entre los arbustos y el cadáver del hombre en el suelo. Se allega esa noche al lugar y el cadáver está todavía tirado allí, pero él es el único testigo.

Se suceden, entonces, una serie de encuentros con diferentes situaciones: un concierto de rock, un fumadero de drogas… su conocimiento de una realidad de muerte, de destrucción e intrigas no le sirve de nada: está prácticamente muerto ante la energía del conocimiento que le fue brindado.

Ver qué se ocultaba tras lo que se veía le descubría lo metafórico de la metáfora del mundo. Un mundo de poesías muertas que sigue apestando a metáforas…

“De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena…”, dijo Julio Cortázar en “Las babas del Diablo” (cuento en el que se inspira Blow-Up).

Para Antonioni, la “ropa ajena” de Cortázar es el “ojo desnudo”. Es el ojo que ha entrado a la habitación sin preguntar si su ocupante “está visible”. Es el perro que ya no amenaza sino que muerde. Las realidades diferentes necesitan del despertar del observador, del ajuste preciso de la mirada.

Cuando a Thomas sólo le queda la foto “que no dice nada” es que ha pasado el instante de lo real. Es que —como observa el propio Cortázar— el tiempo de mirar ya ha pasado y el enjambre de metáforas vuelve a dejarnos en sombras.

A las fotos analógicas, “al ampliarlas demasiado, el objeto se desintegra y desaparece. Por lo tanto, hay un momento en que asimos la realidad, pero ese momento pasa… este es en parte el significado de Blow-Up”, explica Antonioni.

Una niña de vistosos colores corre entre los desposeídos; Jane se desvanece en la multitud, el crimen recién descubierto se resuelve en una falsa orgía sin sentido entre dos modelos y Thomas. El rostro de Jane, ampliado y mirando con espanto que la están fotografiando, nos dice junto a Thomas que están llamando a la puerta.

Ya Thomas está siendo avasallado por la nada del grano descompuesto de una foto analógica que los ladrones no se llevaron. Quiere decirle al mundo que “No”, pero ya nadie lo puede escuchar: el mundo escucha sólo su propio “Sí”.

Sucesivas realidades trabajan las mismas cobardes metáforas. El mundo le envía hoy a Europa contingentes de refugiados asiáticos y africanos que mueren en el mar. Nadie en el poder quiere ver al muerto entre los arbustos ni arrojado a la playa por la marea.

De los tenistas en blanco y negro de Los vencidos llegamos a 1966 con los coloridos tenistas mudos y sin paletas ni pelotas que, volviendo sobre el final del filme, le piden a Thomas que regrese con ellos: que vaya a buscar en medio del pasto una pelota invisible que se ha salido de la cancha.

Thomas entiende el mensaje de la tarjeta perforada de Jacquard y va corriendo por ella y la devuelve. Ya puede escuchar los raquetazos, ya puede ver el tránsito de la pelota: la realidad de nuevo es suya.

Su breve paso por la verdad le enseñó que la verdad ha sido derrotada de nuevo por lo real… y entonces, ha llegado el momento para que Thomas mismo desaparezca…

 

***

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Blow-Up (1966).

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