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[Crónica] «Caja de cambio»: Las velocidades de un «sambernardino» universal

Con este libro, el poeta chileno Marcelo Arce Garín demostró que lejos de venir del descampado, viene de otra tradición, la disruptiva, la que emerge en la horizontalidad del estado llano, la que anda por las calles, las protestas, las ferias y los bares.

Por Elvira Hernández

Publicado el 8.6.2018

Conocí a Marcelo Arce Garín (Santiago, 1976) una tarde cuando tras una lectura en una plaza de una población sambernardina el pequeño grupo de variados artistas participantes nos concentramos en una acogedora sala de la junta de vecinos a cantar y remojar la garganta con diversos líquidos como punto final a ese encuentro.

Tras esta rememoración, a San Bernardo le puedo imputar la responsabilidad de cargar tradiciones en la espalda de Marcelo y traernos hasta la casa de «Los Diez» nimbada todavía con la explícita reivindicación de un territorio «tolstoyano», rural y anarquizante, desde tiempos en que había una oposición rotunda entre el campo y la ciudad y era esta última, el lecho donde se concebían las vanguardias.

San Bernardo, no obstante su rezago agrícola, recibió un pincelazo del espíritu idealista de Yasnaia Poliana, conservada por Marcelo, me parece, en la palabra “provincial”, en oposición a provinciano, mote ambiguo, y por lo mismo interesante, tantas veces esquivado.

Pero ya la mentada Colonia Tolstoyana más la coronación de su torre capitalina pertenecen de manera definitiva a los ámbitos de nuestra mitología literaria, cuyo umbral físico, debo confesar, cruzo por primera vez. Es esta una construcción que no abre sus puertas con facilidad a los escribas que pulsan su timbre.

Pero vayamos previamente, o en paréntesis a la situación general de esta reunión. Es lugar común que las presentaciones son momentos en que de una u otra manera quienes las ejecutamos flanqueamos al autor en el trance de decirle a un público que su escritura sigue teniendo presente.

En cada libro, el que escribe, enfrenta esa prueba, tengamos conciencia de ello o no. Es probable que ese estreno en sociedad sea leído en muchas ocasiones, si no en todas, disuelto como corresponde con los particulares códigos de nuestra chilenidad que lo traducirían como un subido acto de afecto para con el escritor, rasgo que no hay que olvidar la literatura cultiva con prodigalidad pero, sin olvidar para nada en esa acogida lo que importa, la materia en cuestión, lo escrito: sea poesía, cuento o novela.

Pues es el caso que libro y autor son una cosa indisoluble. Sólo por un libro podemos nombrarnos autor o autora. Así, es bueno recalcar que en la presentación de este libro que no es el primero de Marcelo sino su tenaz insistencia, hay, desde mi lado, algo más que el acto de fe del que hablo, hay un irreductible acto de lectura.

Entonces a esa lectura voy.

 

Acumular realidad

Diría que tres asuntos se me hicieron presente en cuanto empecé a dar vueltas las páginas: el asunto de la memoria que Marcelo cataloga de «stupid memory», luego, cierto movimiento que entreví como un intento de tocar esa cosa esquiva que llamamos la realidad y el nombre del libro, Caja de cambio, en tiempos de maquinización de la especie humana.

Nada más confuso en estos días presentes que la palabra cambio, siempre jugando con nuestros deseos. Esa palabra suena a chatarra, a envase vacío en el ámbito de la vida coloquial.

Apartada de la zona de la pura fuerza humana, del ñeque, la caja de cambios, mecanismo para regular la velocidad de un auto, es la imagen que toma este libro para transitar, correr, salir del  lugar del trauma que es lo que vemos en la columna vertebral del libro: fracturas, llagas, costras.

Es el impacto en un cuerpo de la colisión del tiempo, choque que para todo ser humano que un día fue niño o niña y ya está en la ancianidad, no deja de ser contundente. Sumémosle a esto las aceleraciones que agrega la Historia (con mayúsculas) —y donde hay historia de ese tipo, sabemos que suele haber sangre— y que más allá de los análisis formales son también enormes desbarajustes en las historias particulares.

Sin embargo, ese hoy, recogido en este texto, es con rapidez pasado y va quedando atrás esparcido, en escombros nos dice Yanko González en la contratapa. Bueno, sabemos que los escombros no son retirados nunca, están ahí, y hay que verlos, y por lo mismo, cargarlos.

¿Pero hacia dónde? ¿Hacia dónde en el espacio y hacia dónde en el tiempo? Porque si en algún momento quisiéramos limpiar, y siempre se elimina lo indeseable, iría a parar a otro lado y, como se dice a cada rato, chutear para adelante es dejar las cosas donde están, inamovibles.

No poder ordenar el tiempo significa no poder ingresar a la realidad a la que creemos pertenecemos, a la que en algún vértice le pusimos nuestro granito de arena, las miguitas para volver a casa, identificar dónde se estaba poniendo pie.

La inmanejable velocidad del tiempo ha dejado al hablante en la irrealidad de la que busca salir para tantear una realidad propia, cercana. En ese punto tendría que entrarlo a socorrer la memoria la que sin embargo tiene serios impedimentos.

Hay algunos que dicen que si el presente es tan ajeno es porque el pasado no logró subírsele al apa. O, desde otro lado, desde esa cosa olvidada que es la sabiduría popular, una cosa es el recuerdo y otra el recordar. ¿Por qué, acá, en estas páginas, la memoria es vituperada en lengua extranjera? ¿Es acaso una memoria artificial, una memoria falsa e introducida? ¿Algo semejante a un disco duro formateado con ciertas órdenes?

En las tres partes del libro percibimos órdenes numéricas, asépticas podríamos creer, lo que nunca será tal en un texto literario.

Así, ese UNDOSTRES, estará apuntando al menos a tres blancos y en simultáneo pero con distinto ritmo: por una parte, la marcación del ritmo de un cuerpo que corre por calles, trota por diversos lugares; luego, el intento de poner en movimiento un cuerpo laxo en estado hipnótico al que hay que alinear junto a la realidad que parece no juntarse con él y por último, el concentrar la atención para dar no el ¡vamos!, la partida, sino la orden de término, «¡corten!», al lector y su lectura, o, a un posible grupo que filma, porque bueno, hoy día todo se filma en un intento de acumular realidad aunque no la soportemos como dijo ese famoso poeta inglés.

Pero la realidad, simplificando la complejidad de su red para este caso, es en gran medida tiempo que se hace y deshace y la memoria, que también lo es, tiempo retenido y aquilatado, sopesado, enquistado, lo que va a quedar debajo de la costra.

 

El tango y el rock, las calles

Pero Marcelo no va para allá. Se lo impide un sentimiento que empalaga sus palabras y que en ciertos momentos lo debe ahogar y no por el recorrido (BOTO/RESPIRO BOTO/RESPIRO), es la añoranza. Y la añoranza en estas líneas, como una de las mayores injusticias por lo perdido, puede llegar a superar la rabia, la resignación y el dolor aun cuando se las escriba con mayúsculas.

La añoranza en el reclamo por la ausencia llena su escenario de fragmentos, caen estos a pedazos, algunas veces destilando sentimentalidad.

Se cruzan con su dosis de aspavientos —y es probable que ese sea un rasgo predominante de los textos poéticos de Marcelo— el tango y el rock, las calles —Vespucio Sur, Gran Avenida entre los Paraderos 20 y 30— las plazas, el cementerio, el fútbol, el mundo militar y su simbología, el mundo radial y su atmósfera, la dictadura engullendo una vez más la precariedad de la vida trabajadora, la marginalidad y frente a toda esta enumeración incompleta un solo dique: el muro de cariño añorante que levanta y que como en toda paradoja es derrame y contención.

Es posible y también probable que esta poesía que emana de la añoranza no necesite de la cauterización de la herida para emerger, que tras la costra no aparezca la cicatriz sino de nuevo la herida.

Por último, no quiero dejar de referirme al comentario biográfico de la solapa del libro donde Marcelo Arce se define como no perteneciente a «la maquinaria universitaria de la literatura».

En efecto, creo que él no es parte de esa construcción paradigmática de nuestra literatura, que se establece proviniendo de la cumbre de la pirámide social, chorreando como un arte liberal, un bien cultural excelso como el que divulgaban los trovadores.

Pero Marcelo Arce no viene del descampado; viene de otra tradición, la disruptiva, la que emerge en la horizontalidad del estado llano, la que anda por las calles, las protestas, las ferias, los bares.

Esa tradición juglaresca le interesó a Pier Paolo Pasolini, que en este libro asoma en el epígrafe. Sí, puede que los versos de Marcelo no sean sonoros pero acarrean toneladas de oralidad, una facultad que se maneja con la tercera oreja y que ahora podemos distinguir.

Ambas tradiciones, la del trovador aristócrata y la del juglar plebeyo, según las pesquisas hechas, no se han mantenido separadas como el aceite y el vinagre, han emulsionado, han tomado contacto, se han escuchado y se han dicho cosas quizás en todos los tonos y ambos son parte de la historia del arte y la literatura porque representan mundos de los que no podemos desentendernos.

 

 

 

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«Caja de cambio», de Marcelo Arce Garín (Ediciones Etcétera, 2026)

 

 

Imagen destacada: Marcelo Arce Garín.

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