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Cine de mundos en peligro: «La invasión de los usurpadores de cuerpos», mirar los ojos del miedo

Hoy, en tiempos de pandemia, puede ser un buen ejercicio apreciar este filme con el fin de entender lo que pasa a nuestro alrededor: solemos mirar a la literatura y el cine como espejos de la realidad, y si esta se enferma, es bueno acudir a su reflejo, no tanto para ver qué pasos se han de seguir para sanarla —pues de eso se encarga la ciencia y el personal médico que hoy arriesga su vida para frenar la expansión del virus—, sino para saber, al menos, cuál es la actitud más conveniente frente al temor y la desesperación.

Por Felipe Stark Bittencourt

Publicado el 8.4.2020

La ciencia ficción trata más sobre el presente que del futuro, pero sus reflexiones, cuando son lúcidas y honestas, se vuelven atemporales. Es lo que sucede con varias obras estadounidenses durante los años 50 del siglo pasado, década especialmente fructífera para el género. Tanto en el cine como en la literatura, varios autores lograron reflejar con bastante tino los miedos y aspiraciones de una sociedad que se enfrentaba con nuevas y mortíferas tecnologías, cambios radicales a nivel geopolítico y que repercutían inevitablemente en la esfera cotidiana debido a la amenaza de la Guerra Fría.

Películas en esa línea hay varias y la mayoría de ellas, durante esos años, solían ser catastróficas y auguraban, por lo general, futuros al borde del apocalipsis. Obras notables son La guerra de los mundos (Byron Haskin, 1953), La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954), Gojira (Ishiro Honda, 1954), El planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956) y La mosca (Kurt Neumann, 1958); pero ninguna resulta tan audaz y brillante como La invasión de los usurpadores de cuerpos de Don Siegel.

Estrenada en 1956 y basada en la novela The Body Snatchers de Jack Finney, el filme sigue las andanzas del doctor Miles Bennell (Kevin McCarthy) cuando llega al pequeño pueblo de Santa Mira después de un buen tiempo ausente, donde está aconteciendo algo extraño. En lo que se califica como una «epidemia de paranoia», varios habitantes no reconocen a sus familiares como tales. En su lugar creen que son impostores idénticos, pero sin la chispa de su antigua humanidad. Poco a poco, el doctor Miles se dará cuenta de que la realidad es mucho más siniestra: esos seres son reales y no pertenecen a nuestro mundo.

Aunque se estrenó en plena época del macartismo y su mensaje político parece constreñirse a un tiempo específico, hoy vuelve a apelarnos. Si el coronavirus ha quitado miles de vidas, pausado otras tantas y expuesto nuestra fragilidad con vehemencia, la supuesta epidemia de la película de Siegel hace algo similar al interrumpir y exponer la propia fragilidad de la sociedad norteamericana de los años cincuenta en cuanto a temores se trata.

Como en varios relatos estadounidenses de la época, transcurre en una pequeña comunidad donde todos se conocen, se saludan por el nombre y se preguntan por la familia. Es, al fin y al cabo, una utopía propia del sueño americano: todos trabajan, pertenecen a la burguesía y la gente corta el césped o riega sus plantas mientras conversa con su vecino.

La parsimonia de este primer estadio del filme se aproxima a un relato costumbrista. No cabe duda: nada hay fuera de lo común y la vida transcurre con un tedio agradable. Sabemos, sin embargo, que las cosas no estarán así por mucho tiempo. Previo a esos momentos idílicos, la película ha comenzado con el testimonio enajenado que Miles presta en un manicomio, señalándonos como audiencia que algo ya estaba dañado en los cimientos de esa pequeña utopía.

Poco a poco esta inquietud va haciéndose real y las sospechas del protagonista cobran fundamento: sus pacientes, que aseguraban a rajatabla vivir junto a impostores, de un día para otro parecen curarse, olvidando las inquietudes que los habían invadido y aceptando que no hay nada fuera de lo normal.

Desde ese momento en adelante, las metodologías del cine negro —o film noir— se van apropiando del filme de Siegel llevándolo a derroteros mucho más oscuros. La luz adquiere mayor intensidad dramática y la cámara, lejos de registrar la realidad tal cual es, la desfigura. El relato se hace vertiginoso y trasmite inquietud. Miles se ha encontrado con una verdad que lo supera y que percibe como atroz y peligrosa: donde quiera que vaya, se encontrará con un impostor.

Esta estética noir —asociada a historias que consideraban cierto malestar social como escenario de sus argumentos, así como una indeterminación moral de los personajes, generalmente criminales e investigadores— le imprime a la película un pulso terrorífico, además de aparejarle una revelación brutal: una vez que llegan los impostores y se adueñan de la realidad, la vida deja de ser la misma. Lo peor es que quienes han visto reemplazada su humanidad son conscientes de que han cambiado y lo aceptan sin mayores complicaciones.

El filme acuña un término para ellos que ha sido aceptado en el habla inglesa: pod people y que se refiere, según el Diccionario Collins, a una: «persona que se comporta de manera extraña, especialmente mecánica, como si no fuera del todo humana». En efecto, estos hombres y mujeres son mustios y los cubre un gris que elimina cualquier matiz de sensibilidad, espíritu crítico e individualidad, dejando intactas, sin embargo, su voluntad e inteligencia.

Si en los años cincuenta la película se entendió como una parábola sobre los temores de una posible invasión comunista a Estados Unidos —o una juicio velado hacia las políticas del macartismo, según señalan otros críticos—, hoy podría leerse como una premonición de que no hay sistemas perfectos, que nuestra vida pende de un hilo, que cualquier exceso de la sociedad moderna es capaz de tambalearse por un agente pequeño e invisible como lo es la actual pandemia de Covid-19; y que, con todo, aún tenemos la capacidad de mantener el temple frente a la adversidad y desde la comprensión.

Hoy, en tiempos de pandemia, puede ser un buen ejercicio ver una película como La invasión de los usurpadores de cuerpos con el fin de entender lo que pasa a nuestro alrededor. Solemos mirar a la literatura y el cine como espejos de la realidad. Y si esta se enferma, es bueno acudir a su reflejo. No tanto para ver qué pasos se ha de seguir para sanarla —pues de eso se encarga la ciencia y el personal médico que hoy arriesga su vida para frenar la expansión del virus—, sino para saber, al menos, cuál es la actitud más conveniente frente al miedo y la desesperación.

 

También puedes leer:

La guerra de los mundos: Las claves audiovisuales de la novela de H. G. Wells.

 

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Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes (Chile) y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Actualmente se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción. También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

El actor Kevin McCarthy en un fotograma de «La invasión de los ladrones de cuerpos» (1956)

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), del realizador inglés Don Siegel.

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