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Cine de mundos en peligro: “Mad Max: Furia en el camino”, de George Miller: Bajo un cielo transido de irrealidad

Estamos en el futuro, y la civilización occidental ha sucumbido luego de una devastadora guerra nuclear, y un solitario sobreviviente recorre arriba de su automóvil los páramos y el desierto en que se ha convertido la Tierra, rastreando a otros seres humanos. Esa es la puesta en escena de este “remake”, un crédito de culto en el género de la ciencia ficción a comienzos de la década de 1980, y que se renueva, ahora, con un título bellísimo en su presentación técnica y pletórico de posibilidades audiovisuales. Dotado de un lenguaje cinematográfico que cimenta sus dones artísticos en una elegante fotografía, continuos planos-secuencias y en un persistente deslizamiento de cámaras (a través de todas las perspectivas y ángulos permitidos), cuenta, además, con las atendibles actuaciones de Tom Hardy y de Charlize Theron.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 26.3.2020

“Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío / tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, / conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes. / Muchos males pasó por las rutas marinas luchando / por sí mismo y su vida y la vuelta al hogar de sus / hombres”.

Homero, en la Odisea

 La apología que se hace de filmar en movimiento, a rauda velocidad, el uso de preciosistas efectos especiales y las diversas graduaciones radiantes de la luz —que se avizoran en la fotografía del lente— resultan en las principales bondades técnicas de Mad Max: Furia en el camino (2015), el noveno largometraje de ficción en la trayectoria del realizador australiano George Miller (1945), ganador de un Oscar a la Mejor Película de animación por su Happy Feet (2006).

Pero, aparte de aquello, la cuarta secuela de la saga que lanzó al estrellato a un jovencísimo Mel Gibson, a fines de los años 70 (1979) constituye, también, una cinta donde la hondura dramática (perfilada en el guión), aumenta sus bonos y sus atributos fílmicos. El primero de éstos, tiene que ver con su puesta en escena, articulada en el desierto de Namibia (África), y donde la elección de esa alternativa, hace que tanto la dirección de arte, como los encargados de la fotografía, se empeñen por recrear un espacio de intensa y radiante luminosidad, con una decoración arcaico-futurista, correspondiente al de un planeta desfalleciente, posterior a una apocalíptica guerra nuclear.

Esa construcción de “estudio” termina por ser notable, efectiva y bastante elaborada. Y sobresale, claramente, en el detalle de los trajes utilizados por los personajes, en el diseño de la ciudadela incrustada en un imponente peñón (una urbe fantástica, pero pobre y precaria a la vez), en las características específicas (rasgos y modos) de los integrantes humanos que la conforman,  y en el valor inapreciable de la escasa agua que discurre en ese lánguido, seco, vapuleado y árido ecosistema; igualmente, se observan los logros de esa régie y plató, en el personaje de Inmortan Joe (interpretado por el actor Hugh Keays-Byrne), brutal y sagaz líder de ascendencia militar y religiosa, quien brega por reproducirse y perpetuar su dinastía, apareándose con mujeres esbeltas y sin deformaciones genéticas, a causa de la hambruna o de la radioactividad que azotan al planeta.

No en vano, el director de cámara (fotografía) de este título es el también australiano John Seale, quien ejerció idénticas labores en El paciente inglés (1996), la recordada película del fallecido cineasta británico Anthony Minghella, grabada en los desérticos parajes del norte de África (Túnez). Por ello, no debe extrañarnos el manejo experto que hace de la luz, aquí, el profesional isleño, y la perfecta resolución de los planos aéreos (espectaculares) con los que encanta Mad Max: Furia en el camino, a sus audiencias.

Ya anotamos, que una de las principales virtudes de esta obra, sino la más importante, deviene justamente del hecho cinematográfico, de que el presente largometraje, salvo, por un par de secuencias iniciales, y otras al final, se encuentra filmado casi en su totalidad por un lente en constante y rápido movimiento, con el telón de fondo de una impávida y despoblada postal de arena infinita, que se renueva a lo largo de gran parte del tiempo diegético (ficción) del título.

Es cierto, el paisaje del “salar” responde a una estrategia en la representación de un imaginario, sobre la desolación y a la devastación originadas por una conflagración nuclear, pero la instantánea se queda sólo en eso, en la constatación de un hábitat natural derruido, trastocado, antes que en el reverso de una manera diferente y distinta de observar la dimensión de lo real y de lo posible; por lo menos en esa etapa de un futuro hipotético para la humanidad. Así, el desierto sólo se equipara al peso conceptual que tendría en su lugar una tramoya de cartón piedra, alejada de las prerrogativas de una metáfora abarcadora y completa, en la forma de una cosmovisión significativa de percibir y de palpar, una cartografía de lo comprobable.

Bajo esa idea, el tópico del desplazamiento, que es corporal y espiritual, en cierta medida, encarna otro de los factores audiovisuales preponderantes, que desarrollan los creadores de la cinta. La cámara se desliza permanentemente, patina, a decir verdad, y el elenco y las singulares máquinas de guerra transitan encima de la infértil superficie; y el cronómetro, y el discurso dramático, avanzan y estiran con gracia un par de motivos temáticos, que complementan y enriquecen las especulaciones técnicas (audiovisuales) y el pensamiento artístico del director: la búsqueda de una meta (representada por el sistemático fluir de los elementos escénicos), la espera por un destino físico (lugar espacial), que mejorará sustancialmente la condiciones de vida de los protagonistas que lo rastrean, y, finalmente, la deliberación fílmica y narrativa, alrededor de la noción abstracta del “regreso”.

Esas ideas literario-hermenéuticas, que se manifiestan en los mencionados planos-secuencias de largo aliento, a las que se le añaden las infinitas estrategias de aproximación y alejamiento del foco, y por ende, en una “fabricación” de la realidad y de los componentes del cuadro que aquél retrata, hacen que este largometraje sea, además de una buena película, un crédito que se suma a las conocidas cualidades y bondades genéricas de la ciencia ficción: roles estelares en un conflicto transversal con el medio que les circunda, unos solitarios impenitentes e insobornables, inmersos en la persecución de una quimera que les otorgue sentido a sus existencias, o bien, en el centro de una misión y gesta épica, y enfrentados ante fuerzas superiores y maléficas (el caso de Imperator Furiosa, el “texto” aquí de la actriz sudafricana Charlize Theron; y de Max Rockatansky, el personaje encarnado por el inglés Tom Hardy).

Lo último que mencionamos, transforma a Mad Max: Furia en el camino, en un crédito, si no hermoso, por lo menos provisto de algunos pasajes de verdadera emoción y belleza estético-dramática: algunos roles tropiezan con el amor; fíjense, por favor, en el personaje de Nicholas Hoult (el alumno que seduce al “profesor” Colin Firth, en la formidable A Single Man (2009), de Tom Ford), y miren, también, la complicidad que germina entre la rebelde Imperator y el cauteloso papel de Hardy.

De por medio, la destrucción pletórica de estallidos y de explosiones, el reencuentro con personas que se creían completamente extraviadas en el pasado, la lucha despiadada para poder respirar, la consumación y la calma que engendra la venganza, la satisfacción y la expiación obtenidas por la victoria y la subsiguiente liberación que esta produce. Y, claro, detrás, cubriendo el manto de la luz enferma y penetrante (de un sol gastado), y revelando las frustraciones y los dolores propios de la vida, e igualmente, a un soundtrack exquisito y evocador, se alza, el cielo protector y eterno, transido, de irrealidad.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: El actor Hugh Keays-Byrne en el filme Mad Max: Furia en el camino (2015), del realizador australiano George Miller.

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