La quinta fecha regular de presentaciones de la Orquesta Filarmónica de Santiago en el escenario de la calle Agustinas, exhibió un estreno del compositor chileno Luis Saglie para teclado, el cual reforzó la tradición de una partitura romántica, pero con disonancias que añadieron un toque contemporáneo al conjunto de la obra —y donde destacó la sólida interpretación de la solista rumana Alexandra Silocea—, además de la ejecución de una Sinfonía «Del nuevo mundo», de Dvořák, conducida con extremado conservadurismo estético y sonoro por la directora nacional Alejandra Urrutia.
Por Jorge Sabaj Véliz
Publicado el 12.6.2025
El quinto concierto de la temporada 2025 del Teatro Municipal de Santiago, realizado el viernes 6 y sábado 7 de junio, destacó por un programa que combinó el estreno mundial de una obra contemporánea con un clásico del repertorio sinfónico.
Bajo la dirección de la maestra Claudia Urrutia, se interpretaron el Concierto para piano y orquesta Nº 1, Kookaburra de Luis Saglie y la Sinfonía Nº 9, Del nuevo mundo de Antonín Dvořák, con la pianista Alexandra Silocea como solista en la primera obra.
Como una risa humana
Luis Saglie (1990), compositor chileno contemporáneo, ha emergido como una figura destacada en la música de concierto sudamericana.
Formado en la Universidad de Chile y con estudios en Europa, su estilo combina elementos de la música clásica con influencias modernas, caracterizadas por un uso audaz del cromatismo y estructuras tonales no convencionales.
Su obra Kookaburra, inspirada en el característico canto del ave australiana, refleja su interés por integrar elementos naturales en formas clásicas, evocando paisajes sonoros únicos.
Antes del estreno mundial, la directora Claudia Urrutia destacó la presencia del compositor en la sala y explicó que Kookaburra consta de tres movimientos que mantienen la forma clásica del concierto para piano, pero con un lenguaje armónico innovador. El uso del cromatismo tonal crea paisajes sonoros inesperados, mientras que la estructura respeta las convenciones del género.
El título Kookaburra se inspira en el ave australiana conocida por su canto, que suena como una risa humana. Saglie, quien vivió un tiempo en Australia, incorporó este elemento como un guiño programático, integrando la naturaleza en su música, una práctica común en compositores románticos y modernos como Messiaen.
Primer movimiento (Allegro moderato): El movimiento se inicia con una melodía lírica en el piano, acompañada por sutiles disonancias orquestales (pianissimo a mezzo forte). Estas disonancias, basadas en intervalos cromáticos, generan un efecto de tensión que el piano reproduce a cappella en pasajes solistas.
Un cambio rítmico lleva la música de un patrón sincopado a un vals reminiscente de Maurice Ravel, con un uso de acordes extendidos que evocan el impresionismo. Dos temas contrastantes se desarrollan: uno rítmico, liderado por los metales, y otro melódico, llevado por las cuerdas.
Los cornos introducen un motivo rítmico que imita el canto del kookaburra, un gesto programático que añade color. Sin embargo, la orquesta tiende a dominar al piano, dando la impresión de una sinfonía con piano obbligato más que de un concierto solista.
Con todo, la preeminencia orquestal puede interpretarse como una elección deliberada de Saglie para integrar el solista en una textura más sinfónica, aunque podría limitar el brillo individual del piano.
Segundo movimiento (Adagio): Este movimiento comienza con un tema disonante en las cuerdas, sencillo pero emotivo, en pianissimo. El piano responde con escalas fluidas a cappella, creando un diálogo con los flautines y las cuerdas, que sostienen notas largas (legato). La interacción entre timbres es notable, con los flautines aportando un color agudo y etéreo. El movimiento concluye en un diminuendo suave, evocando calma.
La simplicidad del tema inicial contrasta con la complejidad tímbrica, un recurso que recuerda las texturas de compositores como Debussy, aunque Saglie mantiene un lenguaje más angular y cromático.
Tercer movimiento (Allegro vivace): El piano abre con un pasaje virtuoso a cappella, marcado por un ritmo frenético que establece el tono del movimiento. La introducción de un tambor militar evoca las sinfonías de Dmitri Shostakovich, particularmente en su uso de percusión para crear tensión dramática.
Dos temas se contraponen: uno rítmico, llevado por el piano y los metales, y otro melancólico, liderado por las violas con disonancias en los vientos. El motivo del kookaburra reaparece, culminando en un crescendo orquestal abrupto.
Las alusiones a Shostakovich no solo se limitan al tambor, sino también al contraste entre temas rítmicos y melancólicos, un sello del compositor ruso. La virtuosidad del piano refuerza la tradición del concierto romántico, mientras que las disonancias añaden un toque contemporáneo.
Con un brillo limitado
Antonín Dvořák (1841 – 1904), compositor checo, es uno de los pilares del nacionalismo musical del siglo XIX. Nacido en Nelahozeves, Bohemia, Dvořák combinó elementos del folclore checo con las formas clásicas austro-germánicas.
En 1892, fue invitado a Nueva York como director del Conservatorio Nacional, donde compuso su Sinfonía Nº 9 en mi menor, Op. 95, Del nuevo mundo (1893). Influenciada por la música afroamericana y nativa americana que Dvořák estudió durante su estancia en Estados Unidos, esta obra refleja su habilidad para fusionar melodías folclóricas con un lenguaje sinfónico robusto.
La Sinfonía Nº 9, apodada Del nuevo mundo por su inspiración en melodías americanas, es una de las obras más reconocidas del repertorio sinfónico. Estrenada en el Carnegie Hall en 1893, combina la sensibilidad melódica de Dvořák con una orquestación brillante, evocando tanto el paisaje americano como su nostalgia por Bohemia.
Fue escrita durante la estancia de Dvořák en Estados Unidos, inspirada por su contacto con spirituals afroamericanos y melodías nativas americanas, así como por su nostalgia por Bohemia. Dvořák afirmó que la obra reflejaba «impresiones y saludos desde el Nuevo Mundo».
Curiosamente, el tema del corno inglés del segundo movimiento fue adaptado posteriormente como el spiritual Goin’ Home, aunque Dvořák insistió en que no citó melodías existentes, sino que creó temas originales inspirados en estas tradiciones.
Además, la sinfonía fue interpretada en 1969 por la orquesta de la misión Apollo 11, en un gesto simbólico que conectó la obra con la exploración del «nuevo mundo» lunar.
Primer movimiento (Adagio – Allegro molto): El movimiento se caracteriza por su contraste dinámico y rítmico, pero en esta interpretación se notó un desacoplamiento entre los metales (fortissimo) y las cuerdas, con los violines primeros dominando.
La falta de potencia en los metales, junto con una dinámica rígida (mezzo forte a forte), limitó el brillo característico de los pasajes más enérgicos.
El tema principal, con su ritmo sincopado, está inspirado en melodías afroamericanas, mientras que la orquestación refleja el estilo bohemio de Dvořák. La falta de elasticidad dinámica puede deberse a una interpretación conservadora, que no explotó plenamente los contrastes inherentes a la partitura.
Segundo movimiento (Largo): El célebre solo de corno inglés (pianissimo) establece una atmósfera de profunda melancolía, logrando una tensión emocional notable. Sin embargo, los metales mostraron un ataque desajustado al inicio. Los pasajes de legato en piano lograron un sonido de conjunto coherente, con destacados solos de oboe, corales de trombones y un sólido apoyo de los contrabajos.
Este movimiento, inspirado en el spiritual Goin’ Home (aunque no es una cita directa), es un ejemplo del genio de Dvořák para transformar melodías populares en estructuras sinfónicas. La interpretación del corno inglés fue un punto culminante, aunque el desajuste inicial de los metales afectó la cohesión.
Tercer movimiento (Scherzo: Molto vivace): Este movimiento, el más sólido de la interpretación, mostró una sincronía efectiva entre cuerdas y vientos, particularmente en el vals rítmico. Los timbres de los temas y sus repeticiones destacaron por su claridad, aunque los cornos sonaron tímidos y rítmicamente desfasados.
El Scherzo está influenciado por danzas checas como la furiant, combinadas con ritmos que evocan danzas nativas americanas. La interpretación capturó la vivacidad del movimiento, aunque los cornos no lograron integrarse plenamente.
Cuarto movimiento (Allegro con fuoco): Los desbalances entre cuerdas y metales reaparecieron, con los violines dominando sobre los temas de los metales. En los pasajes rítmicos en forte, los timbres orquestales no se fusionaron completamente.
Sin embargo, cuando la orquesta logró unirse rítmicamente, los trombones y las cuerdas llevaron el peso del fortissimo, aunque el final careció de la fuerza esperada en los metales.
Este movimiento es un tour de force que recapitula temas de los movimientos anteriores, un rasgo característico del estilo cíclico de Dvořák. La falta de fusión tímbrica pudo deberse a problemas de balance orquestal, que no permitieron que los metales destacaran en los clímax.
El concierto ofreció un contraste fascinante entre la modernidad de Saglie y la tradición de Dvořák. Mientras que Kookaburra destacó por su audacia armónica y su evocación de la naturaleza, la Sinfonía Nº 9 mostró tanto los puntos fuertes como las limitaciones de la interpretación orquestal.
A pesar de algunos desbalances, la dirección de Claudia Urrutia y la solidez de la pianista rumana Alexandra Silocea lograron un programa que unió dos mundos musicales separados por más de un siglo.
El próximo viernes 13 y sábado 14 de junio, el Teatro Municipal de Santiago continúa las celebraciones del 70º aniversario de la Orquesta Filarmónica de Santiago y su temporada 2025 con la presentación del Concierto 6: Diaghilev y los Ballets Rusos.
Así, este concierto será dirigido por Helmuth Reichel Silva, quien regresa a Chile tras su debut en el Dresdner Musikfestspiele 2025, uno de los festivales de música clásica más prestigiosos de Europa.
La maestra chilena Alejandra Urrutia
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Jorge Sabaj Véliz es un crítico musical y abogado formado en la Universidad de Chile.
Jorge Sabaj Véliz
Crédito de la fotografía destacada: Juan Millán.