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[Ensayo] La poesía de Albertina Mansilla: Los desenlaces de un misterio

En los versos de la autora chilota se alegorizan profundad reflexiones con las señales de la naturaleza, a la usanza de los antiguos vates griegos, como si los sentimientos humanos, los anhelos, las frustraciones, los fracasos y la expectativa tuvieran ecos telúricos en la voz multiforme de los elementos.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 3.3.2024

María Albertina Mansilla Mansilla (Curamin, 1939) vive en Algarrobo, en el Litoral de los poetas. Escribe y recuerda junto al mar, según recomendación nerudiana, en la plena madurez de sus días.

El tiempo cae a pedazos (2019), es un título que quizá nos induce a pensar en una catástrofe, en la dispersión de este extraño sino y atributo marcado por el pulso de Cronos en el que se desliza nuestra existencia, como posibilidad de caminos y opciones y también como ineluctable arribo al desenlace del misterio de la vida, porque:

Vuelan los días entre neblinas y cerrazones
mis pesares vuelan con las hojas del otoño,
la neblina penetra en el alma de todos,
hemos perdido nuestra sombra.

Es la primera estrofa del perfecto poema que da título a este hermoso y hondo poemario de Albertina Mansilla, poeta y maestra nacida en Curamín, Chiloé Continental —como llamamos a la extensión del archipiélago mágico en el Chile unido a la cordillera de Los Andes—, aunque nuestro Chilhué, tierra de pájaros estridentes, según su toponimia, es una isla dondequiera que esté, más que por un sentido de aislamiento, por una identidad asombrosa que ha logrado mantenerse, pese al asedio de modernidades varias y abundantes trapacerías de tanto invasor inadvertido.

La poeta, sin embargo, recoge morosamente los trozos de su indivisible temporalidad, los une como alfarera de innumerables vasijas, sentada sobre la piel húmeda y rumorosa de su tierra, para regalarnos este canto que se alza como una sinfonía en tres momentos musicales: «El tiempo cae a pedazos», «Horas muertas» y «Fragmentos del pasado», logrando la unidad esencial de una voz armónica en su melancolía del sur y sólida en su proposición estética.

Nuestro viejo amigo, el poeta y ensayista Sergio Macías, radicado hace décadas en Madrid, escribe un certero y encomiástico prólogo para esta obra, que recibió al otro lado del mar, o del charco, según dicen los gallegos, experimentando similar asombro jubiloso que al producido en mí.

Sergio nos habla de la poesía lárica, de Jorge Teillier, de Juvencio Valle y de Efraín Barquero, para ejercer este prurito de calificación que casi siempre intentamos para ordenar ideas y proposiciones estéticas.

Empero, los espacios del lar de Albertina Mansilla son mucho más extensos y amplios que la casa de madera con su fogón como el alma ígnea de todas sus habitaciones; más que el huerto donde verdean las manzanas su promesa espirituosa de ese zumo que llamamos chicha, en lengua mapudungun o en quechua; más que el acotado paisaje que se contempla a través de las ventanas flanqueadas de tejuelas.

Así, el lar de Albertina es el mundo único hecho de lluvia, helechos, nalcas, viento arrebatado, rocío marino, vacas, ovejas, arcilla germinal que se arremolina y cae desde los acantilados para besar el mar, el lar de Albertina es Chiloé, esa morada que vamos a guardar en el arca del corazón si hemos sido huéspedes atentos y felices.

 

Saudade que brota de la esperanza

La poeta recorre su tierra amada en la carreta ávida de la infancia, no porque el tiempo pasado haya sido mejor o dichoso, sino porque su imperativo es reconstruirse a sí misma con la greda de la memoria, para conseguir ese azul que es: Nacimiento de la luz/ en el vaso de Dios./ Baile de los enamorados/ en un salón vacío/ pintado de azul.

Un libro que he leído y releído con la dicha de una revelación que, en mi caso, me resulta entrañable, siendo como soy y me declaro: un chilote converso. Sí, porque al conocer su territorio me sentí escogido por él, de alguna manera misteriosa e inefable, lo que ocurre de modo similar cuando nos enamoramos, es decir, cuando somos elegidos por el amor, ungidos a su dulce y doloroso yugo.

Como Albertina, amo el azul que nos regalan los mares, que se hace más intenso, tal vez, en las riberas de Chiloé asomadas al Pacífico. Pero ella, la poeta, lo dice mejor que yo:

Amo el color de la niñez
lejanía, aire posado
lejanía de la voz del moribundo
eco que musita el último aliento
en su lecho de hojas muertas.

También se percibe en El tiempo cae a pedazos un acento desgarrado por los embates de la muerte, la soledad, el abandono, la pérdida de seres y lugares que se extraviaron en el laberinto del tiempo.

No obstante, de la misma saudade brota la fuerza de la esperanza, porque la tierra entrega a la poeta su propia capacidad de renovación telúrica, la que no solo estalla en las manifestaciones de la pródiga naturaleza, sino que está presente en la más rica y feraz de todas las mitologías que atesora nuestro «largo pétalo de mar y vino y nieve», como cantó otro de los grandes poetas del sur para describir el estrecho y sinuoso país que habitamos.

Y así lo canta Albertina, en «Fragmentos del pasado»:

La tormenta a veces no quiere retirarse,
y se queda allí con su lagrimeo de vieja rezongona
se deprime, se empapa hasta el alma,
pero no ceja en su afán y en su porfía
todos quieren que se vaya, que se ausente de la aldea
ella sigue con su llanto sin sentido.

El viento atormentado aparece con su furia,
y se vuelve insoportable, destroza todo lo que ve
los árboles tiemblan a su paso
y la lluvia se seca las lágrimas con su manto de
humedad,
y se aleja lentamente con sus pasos de rocío,
pronto sale el sol
y el arcoíris forma un puente de unidad,
los niños corren y se trepan a la cinta de colores rumbo
al sol
las aves los acompañan en un viaje interminable,
rumbo a la eternidad y al olvido.

Celebremos esta epifanía de la lluvia que Albertina Mansilla nos regala hoy, como quien ofrece los tesoros marinos de la Pincoya, engarzados en sílabas de poesía esencial, en grandes hojas de nalca, como folios de un libro que volveremos a desplegar en todas las estaciones, como hacemos ahora, con Días muertos.

 

Armonía ante la adversidad

En su reciente obra, Días muertos (2023), la poeta se recluye ante la amenaza que se cierne sobre la aldea. Ella tiene un arma efectiva para conjurar el miedo y vencer el ominoso silencio; es la palabra, ese don maravilloso y terrible que se nos ha dado, si no para entender a cabalidad el mundo y los insondables misterios de la vida y la muerte, sí para desvelar los fulgores que se ocultan tras las sombras y renovar, desde el sacramento del poema, la voz cada vez más trémula de la esperanza.

Vivimos tiempos aciagos y crepusculares. La naturaleza nos empieza a pasar la cuenta por los ultrajes que a diario le infligimos, en nombre de un progreso vertiginoso que se ha vuelto una falacia terrible, la otra cara de la aniquilación. La poesía ha dejado de ser festiva, de cantar epifanías y geórgica; el verso se torna ácido, desolado y pesimista.

Pero Albertina Mansilla es una poeta sabia, segura de su oficio, capaz de insuflar a sus poemas la necesaria armonía ante la adversidad que se cierne sobre la aldea, la ciudad, el país y el mundo entero.

Su reclusión para meditar la crisis que nos agobia será un paraje junto al océano Pacífico, cuyo nombre es en sí mismo una inmensa paradoja, pues en sus aguas procelosas no suele navegar la paz; más bien es un gigantesco ámbito de tormentas y de peligros.

Pero la poeta saca fuerzas de su propia soledad. Escucha el fragor de las olas, los murmullos del viento, el áspero canto de las gaviotas que trazan en el aire su desafiante lenguaje. Desde ahí, Albertina hilvana los hilos sutiles y memoriosos de su poesía, canta a la mujer, en su esencia fructífera, y la hace paradigma en la sencilla Lucila, inmortalizada en Gabriela. También su voz se hace crítica en poemas comprometidos con la realidad, manteniendo la serenidad reflexiva.

Albertina alegoriza sus reflexiones con las señales de la naturaleza, a la usanza de los antiguos poetas griegos, como si los sentimientos humanos, los anhelos, las frustraciones, los fracasos y la esperanza tuvieran ecos telúricos en la voz multiforme de los elementos.

Encontramos en su poesía los componentes esenciales de la condición humana, en una acertada variedad de cantos y modos líricos que logran conmover al lector. No son estos «días muertos», como dice el título, sino horas plenas de poesía y de voces que cantan más allá del tiempo.

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.

Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.

 

«El tiempo cae a pedazos», de Albertina Mansilla (2019)

 

 

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Albertina Mansilla.

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