El flujo discursivo de este volumen de cuentos debidos a la autoría del escritor y periodista nacional Iván Quezada acompaña una subjetividad errante, en donde el humor sutil desmonta las pretensiones sin necesidad de estridencias, y unas páginas en las cuales el escepticismo aporta una voz necesaria a la narrativa chilena actual, un estilo en suma, que no busca consolar ni convencer, sino observar con atención —y con cierta ironía— el desgaste de las certezas tanto culturales como personales.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 15.12.2025
Hace dos años que conocí al narrador Iván Quezada (1969), en una de las tertulias del Refugio López Velarde, Casa del Escritor, Simpson 7. Callado, circunspecto, se acercó a mí, presentándose de manera escueta, mientras me entregaba su novela El administrado de almas, comentada en este mismo medio.
Sumergido como estoy en una suerte de metaliteratura cotidiana, asocié la novela con Almas muertas, de Nicolai Gógol.
Ahora comento y destaco su volumen de cuentos, cuyo título, obtenido del cuento matriz, me lleva a la analogía con el cuento «La dama del perrito», de Anton Chéjov, autor que está muy vivo en la escritura de Iván Quezada, más que como emulación, como ese espíritu vivo que se apodera de nuestra pluma, por afinidad esencial.
El flujo narrativo y lingüístico de este volumen de cuentos se sostiene en una prosa continua y sólida, que avanza más por acumulación reflexiva que por una lógica estrictamente causal. Quezada opta por un narrador que se mueve con naturalidad entre la introspección, la digresión y la mirada satírica del entorno, sin adoptar la categoría de narrador omnisciente.
Así, el texto no busca la economía expresiva ni la tensión del relato policial o del realismo clásico; por el contrario, se permite divagar en pensamientos laterales, asociaciones libres y desvíos aparentemente nimios que, en conjunto, articulan una atmósfera coherente de desajuste y extrañamiento. Esta forma de avanzar —más cercana al monólogo razonado que a la acción— es consistente con el estado anímico del o los protagonistas: sujetos que reflexionan más que actúan, en un sentido dinámico de sucesos.
Lingüísticamente, el texto exhibe un manejo preciso del español chileno culto, atravesado por modismos reconocibles, pero nunca folclóricos. El registro es flexible: puede pasar del tono ensayístico al coloquial, del comentario social a la confesión íntima, sin rupturas bruscas.
Esa continuidad estilística permite que el lector se mantenga dentro de la conciencia del narrador, aun cuando éste se contradiga o se ridiculice. El ritmo de la frase, a menudo largo y matizado por incisos irónicos de fino humor —una de las virtudes de Iván Quezada—, refuerza la idea de un pensamiento que se despliega mientras se dice, sin buscar conclusiones cerradas.
Con todo, y en ese aspecto, el flujo narrativo no apunta a la resolución, sino a la exposición sostenida de una mirada.
El escepticismo existencial
El humor sutil es uno de los mayores aciertos del libro. No se trata de un humor explícito ni de situaciones diseñadas para la risa fácil, sino de una ironía constante que opera por contraste entre lo que el narrador cree de sí mismo y lo que el texto deja ver.
Rudy Anastasio —el personaje principal de estos cuentos— se concibe como un «caballero venerable», un heredero de una aristocracia espiritual y cultural; sin embargo, cada descripción de sus gestos, rutinas y fantasías termina por desmentir esa autoimagen.
El humor surge precisamente de esa distancia. Quezada no necesita subrayar el ridículo: basta con dejar que el carácter ficticio se explique, que acumule justificaciones y pequeñas grandilocuencias, para que el lector perciba la fragilidad de su pose.
Así, este humor se extiende también al retrato del mundo literario. Las escenas que involucran a la Sociedad de Escritores, las conversaciones sobre prestigio, premios y lecturas, o las reflexiones sobre el oficio como «negocio de chauchas», funcionan como una sátira suave, pero implacable, sin caer en las descalificaciones de sus pares, al modo de Roberto Bolaño.
No hay herejía estridente ni denuncia airada; hay, más bien, una mirada cansada, descreída, que se permite bromear incluso con aquello que considera perdido. El humor no alivia el escepticismo, sino que lo vuelve más soportable y, paradójicamente, más lúcido.
En cuanto a los aportes a la narrativa contemporánea desde la perspectiva del escepticismo, El caballero del perrito se inscribe en una tradición que desconfía, tanto de los grandes relatos, como de las épicas individuales.
No propone redenciones ni aprendizajes definitivos. El escepticismo que recorre esta singular narrativa no es solo ideológico, sino existencial: duda del valor de la literatura, del sentido de la acción política, de la autenticidad de los afectos y, sobre todo, de la coherencia del yo.
En un contexto donde a menudo se privilegia la afirmación identitaria o la corrección moral, Quezada apuesta por un protagonista incómodo, contradictorio, poco ejemplar, un rebelde de la interioridad reflexiva.
Así, este escepticismo no desemboca tampoco en el cinismo absoluto (hay varios cultores nuestros que se solazan en este hábito a lo Cioran). Más bien, se manifiesta como una conciencia de límite: la certeza de que las palabras ya no garantizan prestigio, que las instituciones culturales sobreviven más por inercia que por convicción, y que incluso la rebeldía puede convertirse en una forma de vanidad.
Al poner en escena a un personaje que se sabe parte del problema que critica, la narración evita la superioridad moral del satisfecho social, y ofrece una mirada más compleja sobre la crisis de sentido contemporánea.
En suma, El caballero del perrito destaca por la coherencia entre forma y fondo. Su flujo narrativo acompaña una subjetividad errante; su humor sutil desmonta las pretensiones sin necesidad de estridencias; y su escepticismo aporta una voz necesaria a la narrativa actual, una voz que no busca consolar ni convencer, sino observar con atención —y cierta ironía— el desgaste de las certezas culturales y personales.
Iván Quezada se ubica, por mérito exclusivo de su escritura, entre nuestros mejores narradores contemporáneos.
***
Edmundo Moure Rojas (1941), escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Uno de sus últimos títulos puestos en circulación corresponde al volumen de crónicas biográficas Memorias transeúntes.
Exdirector titular del Diario Cine y Literatura (2020 – 2024), en la actualidad ejerce como la cabeza visible y responsable de la prestigiosa casa impresora Unión del Sur Editores.
«El caballero del perrito», de Iván Quezada (Autoedición, 2025)
Edmundo Moure Rojas
Imagen destacada: Iván Quezada.

