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[Crónica] Vladimiro Mímica: El maestro de maestros

¿Sentiría ese pequeño infante que su voz cruzaría la Patagonia y alcanzaría las gradas del Estadio Monumental para narrar con términos de leyenda, la epopeya de Colo Colo el año 91, con la obtención de la única Copa Libertadores que ha tenido el fútbol de nuestro país?

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 20.12.2025

Tuya, mía, para ti, para mí, tic, tac.
Vladimiro «El Pulga» Mímica

¿Aquel niño de 10 años que, sobre la camada de un camión, en la cancha de la Parroquia Cristo Obrero del barrio Prats de Punta Arenas, al relatar su inaugural partido de fútbol gritando a todo pulmón su primer gol, el de «Chamaco Marín», su amigo entrañable, en ese día preciso y perdurable, ese niño llamado Vladimiro intuiría llegar a ser uno de los más grandes y originales locutores en la historia deportiva del país?

¿Sentiría ese pequeño infante que su voz cruzaría la Patagonia y alcanzaría las gradas del Estadio Nacional para narrar con términos de leyenda, la epopeya de Colo Colo el año 91, con la obtención de la única Copa Libertadores que ha tenido el país?

¿Vislumbraría que un día estaría en ese mismo estadio, ya no como locutor radial, sino como un prisionero más de la Dictadura Militar, por el simple expediente de pensar distinto?

¿Sería ese «niño hombre», el mismo que desde las casetas del Estadio Fiscal puntarenense, deletrearía las fintas de Galindo o los goles de Rispoli?

¿Presagiaría que al cantar los dobles de los basquetbolistas Ivo Radic, Popeye Cárdenas, Cabrera, Leoncio Urra o Karelovic, entre muchos, en el desaparecido Gimnasio Regional magallánico, en tanto aquellos agitaban sus brazos «como aspas de molino», su nombre quedaría inmortalizado en la psiquis individual y colectiva de una audición que lo esperaba ansiosa cada fin de semana?

¿Se imagino ese niño que al relatar el fútbol de la manera en que lo hacía forjaba un estilo único e irrepetible?

¿Estaría consciente que su lenguaje renovaba las tradicionales expresiones de locución deportiva e introducía un léxico tan íntimo y personal, difícilmente imitable, a pesar de la gran cantidad de seguidores posteriores?

¿Se imaginó Vladimiro que, tras los cristales de la caseta del Estadio Nacional, cruzarían también ante sus ojos las difusas imágenes de seres humanos torturados, confundidos con quienes gritaban eufóricos los tantos de su equipo favorito?

¿Pensó alguna vez, desde sus cortos años, que su existencia derivaría en una suerte de narración interminable, como si la resonancia de su voz se fusionara para siempre con su forma de ver al mundo y los seres que lo habitaban?

 

Donde las arañas entretejen sus nidos imposibles

Para quienes crecimos al amparo de sus alocuciones inolvidables, su voz inconfundible era el anuncio de tiempos mejores, de ilusionarnos con llegar un día a vestir tal o cual camiseta, de ascender hacia la gloria deportiva, de sentir que un día seriamos bendecidos con un triunfo inesperado o morderíamos cabizbajos la tristeza de la derrota.

Sin embargo, a pesar de que apenas cinco años nos separaban entre nuestra generación y la suya, presentíamos que Vladimiro Mímica ya era un elegido de los dioses. No cualquiera se yergue sobre el resto de sus semejantes y los insta a ser mejores con el simple expediente del verbo hecho relato.

No cualquiera, encaramado en un bus, grita a los cuatro vientos que alguien ha colocado el balón de fútbol donde el arquero no llegaría, porque es el espacio donde «las arañas entretejen sus nidos imposibles».

A orillas del Estrecho de Magallanes, Vladimiro Mímica debió un día hacerse la promesa de surcar los aires y estacionarse en el centro del país.

Con todo, allí, desde la gran urbe, sus discursos reinventarían la oralidad hecha fútbol, a la vez que invocaría su nutriente, esa belleza esencial del movimiento habituado a la palabra, la dinámica del juego convertido en explosión de júbilo en las tribunas, el abrazo de la conquista, el delirio de la hinchada fervorosa, ese entusiasmo insuperable que nunca cambia de camiseta y persigue una quimera, rara vez tornada en realidad.

A orillas del mar soñó con elevar al cielo sus fantasías de niño, correr sin pausas tras un balón convertido en historia, en fábula, en mito, en símbolos renovados de una vida entera entregada a la observación y recreación del lenguaje, en la respiración entrecortada por la emoción, en las lágrimas porfiadas de ese logro tan fugaz y esquivo, que a menudo se posterga por ser fruto del obstinado fracaso.

Desde este presente, que hoy como ayer lo reconoce siendo el «maestro de maestros», un título grandioso para un hombre sencillo y de corazón bondadoso, Vladimiro Mímica, «alias el Pulga», renace cada día, supera inclaudicable el paso del tiempo y nos invoca, desde un deporte sin apellidos ni clases sociales y que nos hermana, nos vuelve solidarios y hace de nuestra ilusión individual una ilusión común, donde todos somos parte de un triunfo colectivo transmutado en lección de humanidad.

En esa narración verbal, señera e insobornable, está implícito su legado: el sueño de una pasión hecha palabra, el sueño del niño que anida en quienes, agradecidos, seguimos escuchándolo en un eco continuo, como si el tiempo, al modo de una «pulga infinita», saltara eternamente en el mismo sitio.

 

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).

Entre sus obras destacan las novelas El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024), Útero (Zuramérica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Vladimiro Mimica Cárcamo.

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