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Declararse un idiota: Una necesidad vital para entender la esencia de Chile

Consultar de vez en cuando el diccionario es un buen ejercicio de la mente, que se recomienda a escritores y periodistas vanidosillos, quienes creen utilizar el lenguaje de Cervantes y se enredan en el manejo de los vocablos.

Por Walter Garib Chomalí

Publicado el 27.8.2020

No me avergüenza expresarlo, movido por la necesidad de reconocer mi condición de idiota. Puede ser debilidad, certeza o una situación pasajera. Los tiempos de pandemia me han marcado. ¿Qué importa? El diccionario, siempre encima de mi escritorio, pues jamás me he sentado sobre él, lo define como: “Persona engreída, sin fundamentos para ello. Tonto, corto de entendimiento”.

Leo una y otra vez el significado y siento que me calza a la perfección. Consultar de vez en cuando el diccionario es un buen ejercicio de la mente, que se recomienda a escritores y periodistas vanidosillos, quienes creen utilizar el lenguaje de Cervantes y se enredan en el manejo de los vocablos.

A diario, me comporto igual a idiota, lo cual empieza a ser razón de mi vida. Algo tarde para descubrir carencias, queridos feligreses, acostumbrado a escribir columnas, no calumnias en Cine y Literatura. Escucho las noticias en TV o las leo en los diarios, y al enterarme cuanto sucede en otros países, entre epidemias, muertes, guerras, atentados terroristas, incendios, empiezo a sentir un desbocado amor por Chile. Ansias de salir embozado a la calle, enarbolando la bandera de la patria y ponerme a gesticular delante del primer idiota que encuentre; perdón, al primer transeúnte que se cruza en mi camino.

Mediante mímica, convencerlo que en Chile se respira libertad, aunque el aire esté contaminado; que el gobierno es sensible a las necesidades del pueblo y se esmera en resolver los problemas. Que cualquiera puede protestar o berrear su disgusto por los abusivos precios de la luz, no la del día, sino la eléctrica. Que el agua es escasa y turbia, que pronto se va a cobrar por respirar. Y es posible que tres personas paradas en una esquina, aplaudan o me griten: ¡Cállate idiota! Si lo manifiestan, constituye un consuelo y lo debo agradecer, pues reafirma mi condición de idiota.

Sí; reconozco ser de la manada de idiotas que votó “No” en 1988. Ahora, instalado en la intimidad de mi escritorio, evocando esa época oscura y de muerte, mientras escribo idioteces, pienso que tenía que haber votado “Sí”. Daba lo mismo. Porque verá usted; la idea y el objetivo era desmontar y arrancar de raíz la dictadura. Decir a la oligarquía: basta de muertes, robos, abusos, tropelías; y al final, se les perdonó y se volvió a autorizar su patente de corso.

Me siento idiota desde entonces, sentado frente al procesador de textos, escribiendo majaderías, y miro por la ventana hacia la calle, por si veo ahí a alguien tan idiota como yo, mientras agita una pancarta que dice: “Basta de robos y saqueos al país. Muera la dictadura”. Como no hay ni moscas en la calle, la persona desaparece por ensalmo.

¿Qué se ha logrado en estos años en beneficio de la dignidad del pueblo? Casi nada y lo expreso en calidad de idiota. Perdón por utilizar la palabra pueblo, que entiendo, está prohibido su uso. A veces, en la intimidad la pronuncio y acecho alrededor, por si alguien me quiere detener. En esta materia, me calza muy bien la otra definición del vocablo idiota: “Que padece idiocia. Trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénitas o adquirida en las primeras edades de la vida”.

Muy bien recuerdo cuando en clases de catecismo pregunté al cura, cuando estudiábamos los diez mandamientos: “Padre, ¿qué significa fornicar?”. Mis compañeros me habían elegido para realizar aquella incendiaria pregunta. Nadie se atrevía, y yo como empezaba a ser idiota, suponía que el mandamiento obligaba a no tomar agua en la noche, para no orinarse en la cama.

El cura juntó las manos como quien va a orar y explicó: “Sólo un idiota, jovencito, realiza semejante pregunta. La respuesta es muy sencilla y te la vas a meter en la cabeza de chorlito. Es pecado mirar a las mujeres casadas”. Quedé patidifuso, mientras escuchaba risitas de mis compañeros. No quise preguntar al sacerdote, cómo se sabe si una mujer es casada.

A mi actual edad y discrepo de quienes dicen que, la vejez da sabiduría —más bien da amargura— aparece la rampante idiotez y por desgracia, se ignora el remedio. No me atrevo ahora a preguntar el significado de honestidad. Siento pánico, el riesgo de ser acusado de idiota. Podría consultar el diccionario y salir de la curiosidad.

Sospecho que la Santa Inquisición, la cual opera en las sombras en Chile, herencia de la dictadura, la eliminó del diccionario, junto a las palabras: honestidad, decencia, honradez, pudor, solidaridad y no prosigo, para no marear a quienes leen mis diatribas, semana a semana. Igual, continuaré escribiendo por si mejoro de mi galopante idiotez.

 

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Walter Garib Chomalí (Requínoa, 1933) es un periodista y escritor chileno que entre otros galardones ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 1989 por su novela De cómo fue el destierro de Lázaro Carvajal, y el premio de novela Nicómedes Guzmán en 1971.

 

Walter Garib Chomalí

 

 

Imagen destacada: El destacado periodista chileno Daniel Matamala Thomsen.

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