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«Dejar ir la arena»: El último capítulo de la fascinante novela «Antes del después», de Montserrat Martorell

Una de las jóvenes voces narrativas que han irrumpido con mayor fuerza dentro del panorama de la nueva literatura hispanoamericana corresponde al arte creativo de la también multifacética periodista chilena. Aquí, compartimos uno de los fragmentos más bellos de una obra (la segunda en la bibliografía de la autora), y la cual destila sensibilidad y poesía, capacidad de contemplar, de habitar en el lugar del otro, en suma, para lograr así un inédito acontecimiento artístico a través del poder de las palabras.

Por Montserrat Martorell

Publicado el 1.5.2019

Estoy en Valparaíso. Hace frío. Esa brisa que recorre siempre a las siete de la tarde, esa brisa que llega cuando el día se ha cansado de actuar, cuando se ha cansado de fingir, cuando, un poco exhausto, sólo un poco, de ese sol brillante que no llega a ninguna parte termina por estirar los brazos y lanzarse al vacío. Ella quería volar, ella quería amar. No estoy loca. Realmente quiero volar. Irme, sentir que mi cuerpo adquiere otras dimensiones, más ligeras, más tranquilas, menos turbias. Como si estuviera flotando en el mar, con las piernas muy abiertas, y el agua recorriera cada centímetro de mí, de mi cuerpo, de mi cara. Sentir las olas sobre el rostro, la boca, tan salada tan salada, y el ruido y la arena y los pies en la arena, dejándolos tan hundidos, aquí y allá, para siempre. Y enterrarme viva cerca del mar y no volver a mirar a nadie a los ojos porque me pesa la mirada del otro en mi mirada. Y el espejo y buscar y seguir escarbando sólo para darme cuenta de que esta vida ha sido otra mentira, otra luz sin contestador, otra certeza irreal,imaginaria. Ya fue. La historia ya fue. ¿Por qué volver a ella? Necesito volver para saber quién es quién detrás y debajo de esos nombres inventados que no eran nada antes de ayer, que son todo hoy,en este presente que nace sobre mi espalda. Leí en el diario acerca de una marcha por el recuerdo. Típica para mucha gente, atípica para mí, que nunca he salido a manifestarme por la memoria, por el setenta y tres, por la dictadura y los caídos y los desaparecidos. Y qué tonta y qué mal. Como si esas vidas me fueran ajenas, como si no me importara, como si el pasado fueran cien adoquines rojos, cien escalones rotos que no alcanzo a subir porque estoy muy preocupada estando abajo, haciendo otras cosas. Hacerme el valor de ir tras la pista de gente que es también mi gente. Son chilenos como yo que están buscando saber dónde están sus desaparecidos. A mí me pasa lo mismo. No somos diferentes. Yo estoy detrás de las pistas de un padre que hoy está muy enfermo. Mi viejo también desapareció, o al menos, con todas estas nuevas informaciones, me parece que no existe, que es otro planeta el que me han devuelto. Salí temprano, me fui en auto, dos horas tardé en llegar. Hice una breve parada para echar bencina y tomarme uno de esos tés helados que tanto me gustan. Después escucho la radio, dicen que Bob Dylan se ganó el Nobel de Literatura y me dan ganas de cantar, de gritar: blowing in the wind. Pura poesía la de este músico. Qué voz, qué soul, qué magia. La poesía es magia. La música es magia. Esta vida podría ser, a veces, mágica. O quizás lo es y no lo sé todavía.

Me cuesta llegar al lugar donde se supone empieza el recorrido. Estaciono en una calle cualquiera de Valparaíso. Qué sucio está siempre. O qué sucio se ve ahora. Lo recordaba más lindo. Quizás porque lo veo siempre desde arriba y ahora estoy abajo. ¿Sabe dónde empieza la marcha? Tres cuadras más abajo, indica el acomodador, y me pide que le adelante dos lucas. Cuídeme bien el auto.

Abro los ojos, soy consciente de que estoy aquí, sola, parada en medio de este puerto. Me viene una angustia, un escalofrío que me recorre la garganta y el pecho y la boca. Veo a montones de mujeres, algunas muy viejas y más viejas, colgando en sus pechos fotos en blanco y negro con un «dónde están». Las había visto en televisión, pero nunca antes así, tan cerca, tan cerca, con la posibilidad de conversar, de acercarme, de preguntarles algo, lo que fuera, que me diera una pista. Una de ellas, una de las importantes, me ve de lejos y me pregunta: ¿es nieta de algún desaparecido? No, solidarizo con ustedes. Me toma la mejilla, me hace un pellizco en el brazo, después en el hombro, y me dice: gracias, hija.

Me dan ganas de pedirle perdón. Marché con ellas en silencio. Les conté que quería hablar con mujeres torturadas o gente que me pudiera contar su experiencia. Que estaba haciendo un trabajo de investigación. ¿Es periodista? No, escribo. Estudié Literatura. ¿Quiere hacer un libro sobre esto? No sé todavía. Estoy reuniendo las piezas. Puede hablar con Aurora Jiménez. Llámela a este teléfono.

El sol de la tarde iba cayendo, casi desaparecía sobre el mar y mi voz se confundía con las otras voces en un cántico único que me transmitía una fuerza que no había conocido, la de la esperanza, la de continuar contra la caída, la de saber que siempre se puede aterrizar en cualquier lugar, en cualquier tiempo, de cualquier manera.

Dos días después llamé a Aurora y horas más tarde estaba sentada en su casa. Era una de las presidentas de la asociación. Le dije que me llamaba Olimpia, pero mentí: me cambié el apellido. Morales, creo. Olimpia Morales. Qué nombre más raro. Ya casi nadie se llama así, y ahí me empezó a contar todo. Historias de pérdidas, de olvidos, de desmemoria. La historia de ellos, que era también la de todos los chilenos, la de un país que se había trizado el once de septiembre del setenta y tres. Me habló del exilio, de las marcas, de las torturas, de los años fuera de Chile y de las familias divididas, de lo disfuncional que podía ser todo, de las crisis que tenían los hijos y los nietos, de la expatriación, del exilio voluntario, del exilio que no se va, de esa vuelta que es un regreso que nunca llega. Y hablamos de las drogas y dela promiscuidad y de que nosotros los jóvenes no tomábamos el peso de lo que había significado la democracia. Lo decía por la alta tasa de abstención en las últimas elecciones. Yo movía mi cabeza para arriba y para abajo, sobre todo para arriba, y le encontraba la razón en esas y otras cosas. Me caía bien esa señora. Me parecía que dentro de toda esa oscuridad que le caía encima, esa amargura displicente que tiene alguien que ha sufrido mucho, le caían a borbotones rastros de luz infinita, una ilusión, una señal invisible de que ella podía soportar esos y otros dolores. Habían matado a su padre ya su marido. Había vivido en el exilio por más de veinte años. En Bruselas. Se había vuelto a casar con un hombre de la élite belga. Había tenido otros hijos con él y se pasaba el tiempo, el año,algunos meses aquí y algunos meses allá. Es como vivir en el limbo permanente, me decía. No conozco otra manera de vivir. Y si la conocía, créame que se me olvidó como tantas otras cosas. Porque cuando a uno lo echan del país de uno, cuando uno sale arrancando, le queda un resentimiento con la patria, con la gente que fue cómplice de esa patria, y cuesta olvidarlo y cuesta no tener rabia y no tener pena, y mi trabajo es constante, transformar ese dolor, ese resentimiento natural que es también sano, en algo que nos sirva a todos. Pero es difícil,tan difícil. Nadie que no lo haya vivido puede entenderlo. Es como si a una la vida le extirpara algo. El corazón. Y después ese algo te empuja a seguir creyendo…, pero no termina por nacer. Es como una planta que nace muerta. Y hay muchos muertos dentro de esa planta, que son mis muertos, que es la gente que yo quise, que es la gente que luchó… que luchó ¿para qué? Para morirse. Pero yo no lo veo así. Yo veo ese sacrificio como una manera del espíritu de elevarse, de ser algo, de pensar en otros. La solidaridad. A la gente de antes le importaba el bienestar común,les importaban las conversaciones, las palabras, el estar haciendo cosas, lo colectivo. Ahora uno mira, y están ahí, mis nietos, con su celular, chateando, riéndose porque ven un video de animales en la pantallita, y se desconectan de las cosas que realmente les deberían importar.

¡Selfie, selfie, abuela! En mi casa no hay selfies, les digo. ¡Qué juventud más horrorosa! La más narcisista de todas. Si usted me pregunta: ¿le hubiera gustado que todo fuera diferente? Yo le diría que sí. Para recuperar a mi padre y a mi marido y a mis hijos, que también los perdí, con todo esto. Para recuperar me a mí, a la que se quedó en los setenta, a lo diferente que habría sido yo si eso no me hubiera pasado. Para recuperar mi cabeza, mi sensibilidad, mi corazón, mis ganas de vivir, la alegría inocente, esa de la juventud, que tiene usted, que tienen todos…pero ¿sabe?, quizás valió la pena luchar por algo en lo que uno creía, que a uno le importaba, y qué más elocuente que arriesgar la propia vida, qué más elocuente que perder lo que se ama por otros símbolos que parecen eternos. La vida, mija, es la vida… esta es la vida.

Muchas cosas que ella me contó yo ya las sabía. Por libros, por diarios. Pero me faltaba ese testigo de carne que era ella. De apoco empecé a preguntar y le dije que había visto el listado de aquellos que querían procesar por desaparición y tortura. Sentí que me costaba llegar hasta ahí, pero ella no les dio importancia amis nervios. Le pregunté si los conocía, si tenía información. Nombré a tres, un poco al azar, un poco calculado, y llegué finalmente a mi padre.

–¿Rodolfo Koppman? El cuervo de Costa Verde. Era un sádico. Dicen que las peores cosas se las hacía a las mujeres, sobre todo si eran muy jóvenes, chiquillas como usted. Las violaba, las abusaba, dicen que incluso fue amante de una de las detenidas, pero de eso no hay información, sólo rumores. Tengo tres o cuatro mujeres en la corporación que dicen haber sido violadas por él. Era brutal. Aquí están los expedientes, si quieres te puedes poner en contacto con ellas.

Tragué saliva.

–¿Está segura de lo que dice? Digo, ¿no hay ninguna posibilidad de que esto no sea cierto?

–Ojalá, mijita, fueran habladurías… pero esto ya está certificado, está en los informes. Son investigaciones serias lasque hemos hecho. Estos viejos se van a morir en la cárcel, se van a secar, solos, solos… imagínese… Yo siempre me preguntaba:cómo después de todas esas barbaridades podían llegar a la casa a saludar a sus hijos, a jugar con ellos, a meterse en la cama con su mujer. El olor, la culpa, la locura, mija. Gente enferma sin corazón. Pobres canallas. Los compadezco. La vida se va a encargar de juzgarlos.

–Pero dicen que él tiene Alzheimer… quizás se salve…

–Puede ser, pero si es así, la condena está arriba. Allá siempre se castigan todas las cosas. El peor daño se lo hizo a él y a sus hijos, que deben mirarlo con asco.

Le pedí cinco segundos para ir al baño, y esos cinco segundos se transformaron en diez minutos, porque sentía que tenía una crisis adentro, muy adentro de mí misma. Nunca había tenido esa sensación de estar ahogándome, de sentir que me voy a morir… Quería saltar por la ventana, pero el baño no tenía ventana. Cerré la puerta, puse el pestillo y me achiqué a un costado de la puerta con las rodillas muy juntas. Las lágrimas no dieron tregua.¿Cómo nos hizo esto? ¿Cómo? ¿Por qué, papá? ¿Por qué, papá? ¿Por qué, papá?

Toc-toc.

–Mijita, ¿está bien? Lleva mucho rato adentro. Me tiene preocupá.

–Sí, sí, ya salgo. Ya salgo.

Me lavé la cara y Aurora me miró.

–Está cansada, estos temas nos ponen mal a todos. Mire lo que significa para mí recordar… pero ¿sabe?, la memoria es importante, y ustedes como jóvenes tienen que acordarse y hablar de las cosas que pasaron, y preocuparse de que no vuelvan a ocurrir. Sin memoria, sin historia, no hay país que pueda soportar nada.

Le di un beso frío, muy frío, porque me daba pena, y al mismo tiempo le tenía rabia porque me había dicho todo lo que buscaba y que no quería escuchar.

Me fui caminando. Treinta minutos, a pie. Llovía un poco; a ratos paraba. Daba igual. Las gotas no eran nada para este suplicio que era mi tiempo, que era mi espera, que era ese montón de dudas sobre mi garganta. La voz ronca de Aurora se iba apagando y al mismo tiempo seguía ahí, intacta. No llevé grabadora. No podría haber vuelto a escuchar todo lo que me dijo, pero sí me acordaba, a ratos, de una que otra frase:

«Koppman tenía una especial obsesión con los homosexuales».

–¿Qué quiere decir? ¿Podría inferirse que tenía conductas gays?

–No, en términos concretos no hay hombres que digan haber sido abusados. Sí las mujeres. Ni siquiera usaba condón y las penetraba a diestra y siniestra por atrás y por delante. Algunas tenían heridas en los pezones, en la vagina, en los brazos. Las mordía. Les apagaba cigarros en la boca, cerca de las encías. Les tiraba los dedos. Introducía ratones en las partes íntimas de algunas cuando consideraba que se habían portado mal con él. Les cambiaba los nombres. Tenemos el caso de una a la que golpeó tres veces en el ojo después de violarla porque opuso resistencia.

Yo tomaba agua. Tosía también.

–¿Está usted enferma?

–Un poco, la gripe…, también soy extremadamente sensible a este tipo de cosas. ¿A qué se refiere con el tema de los gays?

–Que no le gustaban, le caían mal. Decía que podía oler a un maricón a metros de distancia. Que a esos les sacaran la cresta, pero que él no se iba a ensuciar las manos por esas pestes negras. Así los llamaba.

–¿Cree que había miedo por parte de él de ser homosexual?

–No lo sé. Probablemente sí. Estaba muy interesado en mostrar su hombría frente a los demás. Era algo permanente. Además, se jactaba de las putas con las que se acostaba y las amantes que tenía en la oficina. Tenía problemas de faldas todo el tiempo y su mujer sabía todo esto.

–¿Cómo sabe que ella sabía?

–Porque muchas mujeres contaron que la vieron entrando al recinto. Fue a gritar allí, a decir que iba a denunciar todo eso, que no podía soportar más. Una vez vino acompañada por una de sus hijas. La tuvieron que sacar de acá. Fue un escándalo. Esa mujer estaba enferma. Sabía perfectamente quién era su marido.

–Pero ella siguió con él…

–Probablemente. Usted sabe lo difícil que es terminar con ese tipo de relaciones, sobre todo para mujeres más católicas y de derecha que siempre van a justificarlo todo…

–¿Se acuerda cómo era la hija…?

–Yo no la vi, pero debe haber tenido cinco años. Dicen que era bonita, que se parecía a él. Compadezco a su familia. Debe ser terrible para ellos saber todas estas cosas…

–Es probable. ¿Cómo podría describir la personalidad de Kopp- man?

–Un tipo soberbio, mentiroso, mentiroso; ya sabe, con pequeñas mentirillas, cambio de datos, cifras, exageraciones. Distorsionaba la realidad. Intenso. A veces violento. Otros días más lacónico. Muy inseguro. Y de una vanidad suprema. Cada vez que pasaba frente a un espejo se tiraba el pelo para atrás y cerraba un ojo. Creo que físicamente era un hombre atractivo, fuerte, musculoso. Me acuerdo que salía a correr después de las sesiones de tortura. Antes de irse se duchaba. A veces pedía meter a una detenida con él, que tuviera los ojos vendados. La gente lo recordaba por su voz, por su canturreo. Cantaba en inglés, en francés. A veces hacía interrogatorios en otro idioma y decía que todos eran una sarta de ignorantes. Siempre lo vi con un libro en las manos. Y hablaba de sus hijas. Que tenía hijas que para él lo eran todo.

–¿Hablaba de su hijo?

–Sí, decía que pesaba menos que cualquier cosa. Que era un huevón.

–¿Por qué cree que hizo lo que hizo?

–Por ideología y por locura. Creo que es una persona emocionalmente inestable. Mala, quizás. Cero empatía con el otro. De una violencia suprema. Baja autoestima. Creo que él se quería también muy poco. Su padre era un coronel retirado y contaba que cuando él era chico le sacaba la cresta. Al mismo tiempo se reía cuando decía que su padre se metía con todas las mujeres, hasta con las nanas: «Mi viejo es un cabrón», le gustaba repetir, y sonreía como si eso le produjera cierto orgullo. Era un psicópata, un hombre sin conciencia.

–¿Nunca lo vio nervioso porque lo fueran a pillar?

–Sí, la vez que pasó todo el escándalo con su mujer. Ella quiso hablar con él y él estaba torturando a una chiquilla, muy joven, de dieciocho años. Amparo se llamaba su esposa. Ella fue hasta el centro de tortura. Fue enfática: no se iba a ir hasta hablar con él. Tuvieron que ir a buscarlo. Él la zamarreó. Era violento con ella. No estaba enamorado. Creo que su relación era más de apariencia. Era una señora de buena familia, alguien de la cual estar orgulloso, pero nada más que eso. Él contaba que no tenían sexo desde los veinte. Probablemente era una broma, pero a ella no se le veía muy apasionada. Era gélida. ¿Quién se puede enamorar de un hombre así? Es difícil. Hay que estar dividida, como él… dudo que hayan podido tener algo limpio, puro… un buen amor.

–¿Cómo sabe eso?

–Uno sabe esas cosas. Era un hombre enfermo, un hombre infeliz… decía que le daban asco las comunistas, pero violó a todas las que pasaron por Costa Verde… era así, contradictorio. Los milicos de la dictadura eran unos canallas, desadaptados, muertos en vida. A mí él me tuvo detenida en Costa Verde. Me amarró varias veces a una silla. Me pegó. A veces se ponía a llorar. Un día me dio un beso en la boca. Yo lo escupí. Él me pegó una cachetada. Me torturó casi diez meses. Dicen que ahora tiene Alzheimer… mejor para él. Que se olvide de todo. No hay nada bueno que recordar.

Me temblaban las manos. Necesitaba ver a mi viejo aunque fuera para gritarle en el silencio que da el olvido. Ese mismo día fui al asilo. Me senté a su lado. Me sonrió. Parece que me sonrió. Me apretaba la mano. A ratos se alteraba un poco y perdía el hilo… no decía nada coherente. Papá, ¿tú hiciste eso que dicen? Tenía los ojos vidriosos. Repetía nombres sueltos: Pablo, Juan, Carmen. La vecina de arriba.

Palabras inconexas que anoté en algún lugar. Soy de las pocas que siguen viniendo, como si con esas visitas se me aclarara algo o pudiera reconciliarme con toda la rabia que tengo. Tomás nunca fue. Mientras estuvo vivo decía que no quería saber nada de él. Que se iba a cambiar el apellido. Lo entiendo. Fue difícil ser hijo de mi viejo y sentir que nunca estuvo orgulloso de nada… Aunque Tomás tuviera mil atributos para brillar, mi papá no se los veía y nunca se los vio. Quizás no quería que los tuviera. Eso le podía generar, probablemente, más rabia.

La relación de mi papá con los hombres es o fue extraña, y me doy cuenta cuando me detengo en sus dudas respecto a su masculinidad, en sus dudas sobre los hombres que lo rodeaban (su papá y su abuelo), y sus dudas respecto a cómo este dolor, el del hijo gay, vino finalmente a reforzar todo lo que ya sabíamos. Era extraña la familia de mi viejo. Mis abuelos eran personas muy frías y distantes, bastante estrictas, que terminaron creando a esta máquina de dolor que fue mi papá. Caigo en cuestionamientos gigantes, en preguntas sin respuestas, en dolores que no tienen nombre.

Estoy pololeando. No puedo quejarme. Matías, así se llama el nuevo, se preocupa por mí, hace presencia, tiene presencia en mi vida. Le sobran las ganas y los proyectos. No está conmigo por lo que yo puedo representar, por la imagen que podemos transmitir a los demás. Nunca había sentido ese compañerismo, esa devoción necesaria, esa fe ciega. Me detengo. A veces sospecho de mis juicios porque creo que pueden estar distorsionados. Quiero pensar que no me equivoco cuando creo que nunca antes me había sentido querida por un hombre. Quizás Samuel, pero fue hace tres vidas. Lo bonito de todo esto es que es recíproco, es único. Me hace feliz. He pensado en irme a vivir con él. Dice que lo de mi papá no tiene nada que ver con nosotros, pero no le creo. Es antropólogo, le da vueltas a las cosas; sé que a veces piensa más de lo que dice sobre el tema y de todas las implicancias que puede tener para nosotros esta marca.

¿Cómo enterrar a alguien que fue tu vida, tu eje, tu silencio? Yo adoraba a mi papá con todo el corazón.

El otro día estaba viendo una película de Almodóvar, que siempre me ha gustado por sus personajes y figuras femeninas que están tan rotas, pero que te desarman con sus luces de esperanza, y en una parte, en un monólogo, el de la Agrado, ella gritó: «una es más auténtica cuanto más se parece a lo que soñó de sí misma». La frase me dejó pensando. ¿Realmente yo estaba satisfecha o iba en dirección a ser la mujer que quería ser cuando todavía era una niña? No sé… veo a tantas mujeres de mi edad empecinadas con casarse y defender esa idea, la del matrimonio, incluso aunque sepan en su fuero interno que esas relaciones por dentro terminan siendo siempre una basura. Me niego a vivir relaciones de plástico, de mentira, donde haya infidelidad, trampas, violencia soterrada. Me niego a conformarme con un alfeñique, a construirme y definirme por otro que no sabe qué hay adentro mío. Me niego a sobre valorar la vida en pareja… es triste o más curioso que triste el hecho de que mis amigas que ya están casadas, con hijos, se sientan mejor que las que seguimos solteras, aunque lo de una haya sido una opción, aunque una haya querido quemarse las pestañas estudiando y estudiando posgrados y viajando sola y no conformándose con peleles. Es agobiante y violenta esa superioridad moral por tener pareja. Y es extraño. Porque mientras más avanzamos, menos deberíamos depender de esas cosas, y sin embargo, como mujeres, seguimos ahí, víctimas de un patriarcado que nos hace elegir hombres que realmente no nos aman y que nos quieren sólo para ser un fragmento de ellos mismos, de lo que ellos quieren transmitir a ese otro espejo que es el mundo. Y qué importa lo que diga ese espejo. Y qué importa lo que quiera o no quiera yo. Y qué importa.

Llego al punto final. A esta larga historia que es la carta que voy a dejar aquí, en el cementerio de Valparaíso, mientras las olas se rompen entre las piedras, mientras las olas se rompen entre mis palabras y mi corazón canta por esa libertad que intento conseguir y que a ratos está tan lejos de mí misma.

Quizás un homenaje para decirle que lo quiero, a pesar de todo. Que lo odio, a pesar de todo. Que sigue siendo mi papá. Mi bipolaridad. Mi llama eterna. Mi esperanza encendida. Mi anhelo de lucha y de trampas que yo misma me pongo para ocultar mis demonios. ¿Papá, qué hiciste?

Sé que su alma está ahí, refugiada, quizás repartida entre todas las otras almas que él mató, esas muertes que son parte de mí,de mi vida, de todo aquello que creía y que no creo y que hoy me sirven como reflejo del cementerio, de un desconocimiento íntimo, sobre un eco abierto de quiénes somos y dónde están nuestras relaciones.

No vislumbro el final porque el Alzheimer se llevó a mi padre, y mi padre se llevó en su cabeza a miles de corazones que le deben gritar en silencio. Por eso no quería recordar ni pensar ni ver a nadie.

Ahí, debajo de toda la tierra, está su cuerpo, dos meses desde que se fue. Hay una flor chiquitita al lado de esta carta que quemaré sobre su tumba, sobre su rostro que ya no tiene rostro, sobre la carne que ya no es carne, sobre la culpa que ya no es culpa, y que deja por fin en blanco las penas y las preguntas, asumiendo que el olvido es la fábrica que nos inventamos para seguir viviendo, para seguir saludándonos en las calles, en las esquinas, en los barrios del oeste; para buscar excusas que nos hagan creer en esta falsa intimidad en la que nos anunciamos permanentemente, en este grito, en este desgarro, en esta copla que tiene el sabor de la ausencia de algo que nunca supe bien dónde terminaba.

 

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Antes del después, de Montserrat Martorell: Replantar el árbol.

 

Montserrat Martorell Colón (1988) es periodista y comunicadora social de la Universidad Diego Portales, máster en escritura creativa y candidata a doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es académica en distintas universidades chilenas, dirige un taller literario y escribe su tercer libro. Es autora de las novelas La última ceniza (Oxímoron, 2016) y Antes del después (LOM Ediciones, 2018).

 

Portada de la novela «Antes del después»

 

 

Montserrat Martorell Colón (1988)

 

 

Crédito de la imagen destacada: Montserrat Martorell Colón.

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