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«Desobediencia», de Sebastián Lelio: Una mirada cinematográfica de la transgresión

El director chileno y la guionista Rebecca Lenkiewicz adaptan la novela de modo que se nota el eje argumental entre las decisiones y costos. La dirección, la fotografía (Danny Cohen) y la música (Matthew Herbert), así, se encuentran en progresivo despliegue a favor del libreto.

Por Cristián Garay Vera

Publicado el 8.7.2018

Estamos aquí frente a una película que trata sobre la libertad, la generosidad, la moral estricta, y la duda, basada en la novela de Naomi Alderman. Su ambiente es el del mundo judío ortodoxo, que no por reducido está exento de cierta prescripción moral y del entorno que generan las comunidades cerradas, religiosas o laicas.

El filme comienza cuando la protagonista Ronit Kruska (Rachel Weicsz), es avisada de la muerte de su padre Rav Krushka (Anton Lesser) un eminente rabino en Londres. Así, viaja, dejando su interés por la fotografía y el registro audiovisual, para volcarse en la rutina de una comunidad a la que abandonó hace muchos años. No se adelanta nada de porqué, pero es evidente que, tras la frase usual, que “vivas largos años”, se esconde una frialdad que presagia que el motivo de su ausencia la enfrenta con su comunidad.

La llegada para el funeral tiene una recepción fría. Solo el heredero espiritual del rabino, Dovid Kuperman (Alessandro Nivola), alguien a quien conoce de antes, se diferencia -junto con una tía de la protagonista- del ambiente entre sorprendido y despectivo de sus parientes y cófrades, y cuyos diálogos entre mujeres son lo más incisivos.

El ajuste de cuentas con la protagonista es lento, pero se evidencia en las tensas relaciones con su tío y las esposas (Moshe Hartog, Allan Corduner; Rivka, Alexis Zegerman) de sus allegados, con las cuales los diálogos son tensos y llenos de significados. También, en la evidencia de la distancia que se deja entrever el gran rabino y su hija.

La sorpresa de su arribo se va aclarando: la recién llegada fue descubierta en un romance con la actual esposa del heredero del rabino, Esti Kuperman (Rachel Weisz). El padre de la protagonista es además coherente y entregado al ejercicio espiritual, pero inflexible frente a su hija. Dovid va a ser ungido como su sucesor espiritual. La parte restante del metraje va narrando de modo gradual un final que no se adivina, menos cuando el romance entre ambas mujeres se reactiva sorpresivamente con el interés de la esposa del rabino, ahogada en esa pequeña comunidad donde cada cual es el censor del otro.

A pesar de la modernidad y de la ciudad, la comunidad, como reconoce la protagonista, no ha cambiado nada. Tampoco el eco de la queja de su padre, que la ha desheredado, y menos la disputa por los dos candelabros que representan un hito sentimental de anclaje padre-hija. La relación de un amor filial desastrado sigue ahí pendiente del hilo, mientras se hace evidente la crisis matrimonial en el hogar que la acoge.

Las figuras de ambas mujeres revelan que la pasión no se ha extinguido, y que la recién llegada se interpone entre el matrimonio y la huida a Nueva York. Entretanto, la tensión se acrecienta con la familia, amigos y admiradores del rabino frente al atrevimiento de una mujer que no se siente destinada al matrimonio y que no ha dejado de amar a su amiga. Por otro lado, su amiga ha sido comprometida con tal de olvidar su transgresión, algo que sabe su marido y con lo cual debe lidiar.

Así, las idas y venidas con su pasado y lugares muestran que las heridas no se han calmado, y que el espacio en que se mueven es reducido como las exigencias de la comunidad ortodoxa. El funeral, y sobre todo el panegírico, es el punto de inflexión, para el joven rabino, la esposa y la protagonista. Y sobre eso se desata el misterio de la paternidad, que en este punto aparece justo en el momento en el cual se quiebran las relaciones.

La resolución del conflicto revisita todas las decisiones de personas que no son, como decía la predica del rabino, ni ángeles ni bestias, según el Torá. Aquí se agiganta Dovid, que abandona lo que es su carrera. La mujer retiene su decisión de quedarse con su creatura. Y la hija se reconcilia con su padre en el cementerio. Todos han perdido algo, y dentro de todo, hay generosidad entre todos. Tampoco la comunidad es incoherente, sino sencilla. Seguirán sus vidas de otras formas, pero al menos están saldadas las cuentas del pasado.

Lelio y Lenkiewicz adaptan la novela de modo que se nota el eje argumental entre las decisiones y costos. La dirección, la fotografía (Danny Cohen) y la música (Matthew Herbert) están en progresivo despliegue a favor del guion. El marido paga las cuentas de algo que no puede controlar, pero que entiende y afronta. Y la conexión entre su pasado y los tres no desaparece, como lo revela la entonación de su melodía favorita al final y los planos, y que resumen la nostalgia de ese amor y de esas pasiones, resueltas según cada cual, sin respuestas preconcebidas, mientras el curso del relato de la comunidad judía ortodoxa sigue, como ha sido por siglos, indefectible.

 

Desobediencia (Disobedience). Dirección: Sebastián Lelio.  Guión: Sebastián Lelio y Rebbeca Lenkiewicz. Música: Matthew Herbert. Fotografía: Danny Cohen.  Reparto: Rachel McAdams, Rachel Weisz, Alessandro Nivola, Allan Corduner, Anton Lessser, Allan Corduner y Alexis Zegerman. Estados, Unidos, 2017. 114 minutos.

 

Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.

 

Los actores Alessandro Nivola y Rachel McAdams en una escena de «Desobediencia» (2017), de Sebastián Lelio

 

 

 

 

Tráiler:

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