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El filme japonés “La mujer de la arena” y su relación estética con la historieta «Mafalda»

Ambas expresiones artísticas -el largometraje de Hiroshi Teshigahara y ciertos dibujos dramatizados del personaje inventado por Quino- tienen en común representar gráficamente como tantos seres humanos son explotados hasta más no poder (pero no los matan porque los necesitan) en la sociedad capitalista e hípertecnologizada de la posmodernidad.

Por Alberto Ernesto Feldman

Publicado el 29.9.2018

Varios años atrás escuché por radio una grabación de la entrevista hecha por un periodista a Joaquín Lavado, Quino, con motivo de los 60 años de su carrera de dibujante e historietista, y el cumpleaños  Nº 50 de su personaje Mafalda.

Ésta se hizo presente en este trabajo, a través de un recuerdo del periodista, en función de lector.

Lo que recordó, era un cuadrito que pintaba al padre de Mafalda volviendo del trabajo hecho una piltrafa y a ella haciendo un comentario irónico acerca del estado en que lo devuelve a casa la Sociedad, después de la jornada laboral.

No pude evitar asociar esa “tira” de Mafalda con el tema de una vieja película japonesa que vi en 1965 o 1966, La mujer de la arena (1964), del realizador Hiroshi Teshigahara.

En la obra audiovisual, el tema de la explotación humana era muy simple y muy terrible. Comienza con un estudiante de ciencias naturales observando, recogiendo  y clasificando insectos entre las dunas de un arenal inmenso y desierto en algún remoto lugar de la costa nipona.

Una banda de delincuentes que opera en la zona, lo captura y lo baja mediante una grúa a un pozo de gran diámetro en el fondo del cual, en una casucha de madera, se aloja una joven mujer, capturada antes que él, y juntos, deben embolsar arena continuamente para no ser cubiertos y asfixiados por los granos que el viento barre de las dunas y arroja al fondo del pozo.

La arena, así embolsada, es izada por los  delincuentes, que la cargan en un carro y la venden para la construcción.

Desde arriba proveen agua, alimentos y cigarrillos para sus  esclavos, y están muy tranquilos porque no hay fuga posible, basta con imaginarse a alguien escalando una pared vertical de arena de quince o veinte metros de altura. De todos modos, semanas  más tarde, después de varios inútiles y desesperados intentos, el muchacho reduce a tiras una manta, fabrica una cuerda y ata un gancho en un extremo. Arrojándolo al voleo, consigue engancharlo en la base de la grúa, y trepando por la cuerda se escapa, corre desorientado en la oscuridad, y extraviado, se acerca a la guarida de sus captores, que alertados por los ladridos de los perros, salen en su búsqueda .

La angustiante huida termina cuando el desgraciado comienza a hundirse en arenas movedizas y  es socorrido por quienes lo necesitan  vivo para que trabaje para ellos y lo devuelven al pozo.

Los verdugos no se privan de nada, instalados en el borde de la excavación, como en un anfiteatro, obligan a sus prisioneros  a tener sexo bajo sus miradas, bajo la amenaza de privarlos de agua, para disfrutar perversamente de esos dos cuerpos desnudos en la arena.

La película termina tan terrible y drásticamente como fue su desarrollo. En una oficina de una gran ciudad, un empleado del Registro de las Personas pone un sello en el  documento que certifica el término del plazo legal de espera  para convertir la desaparición del estudiante en su muerte civil. Imagino que  ocurrió lo mismo con la vida de la mujer, y posiblemente, de otros esclavos en otros pozos.

Hasta aquí lo que recuerdo. La película era muy buena, excelente fotografía, una acción lenta hasta la exasperación, diálogos escasos  y quizás, ojalá, todo simbolismo, como cuando al inicio, el estudiante encierra a los insectos en tubos de vidrio, después de todo, el vidrio es arena fundida.

Junto con el dibujo de Mafalda y su comentario, ambas expresiones artísticas tienen en común  representar gráficamente, como tantos  seres humanos  son  explotados hasta más no poder pero no los matan porque los necesitan.

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Alberto Ernesto Feldman nació en Buenos Aires, en 1941, y abandonó estudios de medicina cuando cursaba cuarto año y a partir de allí se desempeñó como chofer en el transporte de pasajeros y de carga. En el año 2006, al jubilarse, tomó clases de clarinete y por sugerencia de su esposa y de su hija, quizás cansadas de escucharlo, se anotó en un taller literario municipal, lo que a los 65 años le abrió las puertas del quehacer literario. Escribe cuentos cortos y relatos, algunos de ellos han sido premiados o mencionados en la Capital y en las provincias de Buenos Aires, Jujuy, Mendoza, Misiones, Chaco y Santa Fe. Intervino en las antologías El diálogo nos amontona de Editorial Dunken, y en la editada por el Centro Vasco Francés , ambas en Buenos Aires; Cada loco con su temaGula, e Ira editadas en México por el Grupo Editorial BENMA, y en España, participó en Escenarios editada por la Asociación Española de Neuropsiquiatría en 2013, y en las antologías Facer Españas editadas en 2014 y 2016 por la Editorial Orola, de Madrid. A comienzos de 2013, ha editado por primera vez en forma individual, un volumen de cuentos y relatos titulado Castillos reales, castillos mentales; a principios de 2014 su segundo trabajo: Tango final en Saavedra y otros 36 cuentos y relatos, en febrero de 2015 su tercer volumen, Un caballito en el rincón y otros 33 cuentos y relatos. A fines de ese mismo año, su cuarta obra, Miss Alice al mediodía, 28 cuentos, relatos + un poquito de teatro. La obra, Tomando café frente al Obelisco y otros 32 cuentos y relatos, en tanto, su quinto volumen, fue editado en agosto de 2016.

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