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En su nombre. Diamela Eltit, Premio Nacional de Literatura de Chile 2018

La emotiva crónica que festeja desde la Argentina la obtención, por parte de la autora de «Lumpérica», de un reconocimiento que certifica (y legaliza) la sobrevivencia de la comunidad, que con sus obras, ha construido la creadora santiaguina: la dignidad escritural de una insurrección genuinamente estética, frente a la moral utilitaria de una Sudamérica flagelada por el neoliberalismo.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 13.10.2018

La confirmación es un sacramento que administra la Iglesia Católica. Es recibido por el creyente luego del bautismo y la eucaristía.  De manera tal que las personas, luego de recibirlo, se integran de forma plena como miembros de la comunidad. En la iglesia cristiana oriental se administra de forma conjunta con los otros sacramentos, ya que en tiempos antiguos y en esos parajes, la guerra y la persecución asolaban constantemente y, por lo tanto, junto con el bautismo también se confirmaba y se ofrecía la extremaunción.

Hace unos días Diamela Eltit ha sido premiada con el Premio Nacional de Literatura de Chile para el año 2018. Y su premio ha sido una gran alegría para los escritores y escritoras de este Sur. En cuanto a mí, a la alegría del premio se suma cierta plenitud por lo que ese galardón confirma.

Hace un tiempo que vengo pensando que nuestra época se conocerá por una escritura, por una sensibilidad que dé cuenta de las capas de ficción que se adosan sobre cada una de nuestras subjetividades. Una mirada que adquiera el espesor de una lupa detenida sobre cada íntimo extravío, sobre ese punto vulnerable de cada vitalidad justo a riesgo de ser quebrada.

Fue Hobbes, en su Leviatán, quien observó que el Pentateuco no podía haber sido escrito por Moisés, con observaciones de pasajes como: “la luz que ha de guiarnos en este problema ha de ser la que irradian los mismos textos, aunque esta luz no nos muestre al autor de cada libro, no será de provecho, porque da a conocer la época en que fueron escritos”. Más tarde Spinoza llegó a la misma conclusión, y tuvo que someterse a una excomunión. Se llaman fuentes bíblicas a las contribuciones de varios autores a lo largo de períodos de tiempo muy prolongados, incluso para cada uno de los libros que la componen. La escriturística o ciencia bíblica ha identificado varias fuentes mediante la crítica documental. El Libro, ese texto sagrado, es una compilación de fuentes escritas u orales que le otorgaron historias, personajes, metáforas.

La geografía contemporánea, estas coordenadas de tiempo marcadas por el consumo, por políticas que estallan en los afectos de las personas arrasándolas y cosificándolas, tienen una contadora que deshilacha las madejas de crueldad que sostienen la trama social. Porque la violencia también puede ser un elemento que construye lazos. Esas relaciones tejidas desde la perversión de lo cruel no sólo desarman un entramado, sino que elaboran otro.

Y allí está Diamela Eltit, la contadora. Frente a sus textos uno se puede preguntar cómo se reproduce una cierta legalidad del cuerpo. Y no hablo de una literatura menor, al decir de Gilles Deleuze, en contraste a la creación  administrativa de un arte oficial. Hablo de los libros como modos de ensayar el texto del deseo. La puesta en escena del otro para que goce en un cuerpo es teatral, y Diamela Eltit lo pone en evidencia.  No hablo de una literatura menor, marginal, extraña, extranjera dentro de esa norma que en Occidente marca un modo de decir sustentando una doctrina del alma o, desde otro modo de enunciar, una codificación de los gustos. El cuerpo es el emblema de los sistemas donde se constituyen las creencias. La literatura de Diamela Eltit no sobrevuela la abundancia de sentido (como lo hace la denominada literatura llamada “mayor” según el orden deleuziano), ni huye extranjerizada por una utilización “menor”  de esa lengua del sistema. No “inventa un pueblo” (otra vez, Deleuze y su clínica). Sino que su acción consiste en confiscar la palabra del deseo dentro del sistema imperante. En esa confiscación no mitifica un colectivo, a ella se le suman inflamados, como un incendio, aquellos escritos/ escritores facinerosos, maleantes, cuatreros que no se ponen en el corazón de la discusión canónica, sino que requisan lo decible a la tecnocracia gestionadora.

Como en rituales paganos, Eltit no “inventa”, ella, la contadora, llama a danzar. No hay huida, no hay extranjería, porque requisar y confiscar son verbos que se amalgaman con nacionalizar. Un ritual, una ceremonia, no aquella museográfica y rentable, no aquella del entretenimiento post industrial, sino ésa de rasgos paganos, ésa que trata de otro modo al sujeto erótico. “Cuando los negros acaben con su danza, estarán maduros para la industria” así citaba Pierre Legendre a un especialista de Naciones Unidas.

Diamela Eltit es Premio Nacional de Literatura de Chile. ¿Pero qué significa nacional? Del calificativo, de cierto orden del gentilicio al verbo. Transformar la propiedad. Nacionalizar el enmascaramiento del erotismo y su negación dentro de la lengua, lengua a la altura de los modelos ya no industriales, sino propios del capitalismo informacional. Desapropiar. Ni una lengua perdida, ni una lengua del paraíso cuya mano tienda a una profilaxis estética. Una desapropiación, un desvío. Tramar un pensamiento del archipiélago que haga estallar la legitimación de una frontera. La contra- lengua, la lengua de la trans- nación, la trans- lengua. Nacionalizar la gramática del desorden. Circunscribir, ir por el contorno. Parábola. Elipsis. Hipérbole. Detonar los diversos centros de dominio de la cultura nacional, entre ellos la familia como espacio de afirmación de un poder homogéneo.

Nacionalizar los artificios de la imaginación donde la comunidad toma cuerpo para vivir y amar, esos patrones discursivos donde las personas se dejan agotar, extenuándose. Y cuando parecía que la historia ya había decretado que nosotros debíamos ser unos consumidores de la modernidad, nos disponemos a expropiar ese pronombre. Un nosotros que canta el himno de una comunidad fuera de los formatos modulares propagados por el Occidente moderno.

Aquella jornada de la premiación yo estaba en un café bullicioso de la calle Broadway, era viernes. Apenas un día antes habíamos pasado la mañana y las primeras horas de la tarde conversando juntas, caminando por los alrededores de la Universidad de New York, en la University Place donde se encuentra el departamento de español. Diamela y su entrañable calidez teñía de pensamiento cada anécdota, extendía su sensibilidad sobre las dinámicas de un mundo que en el mismo acto que tiende a globalizarse, se atomiza.

Estaba en un café bullicioso de la calle Broadway. Me conecté a las redes sociales, leía: Diamela Eltit, Premio Nacional de Literatura de Chile. Dejé el teléfono sobre la mesa, miré alrededor, todo el mundo hablaba en ese tráfico incesante de gente que entraba y salía del café. Busqué un rostro que se detuviera en el mío. Alguien a quien no tuviera nada que contarle, alguien que viniera a abrazarme como modo de compartir un universo. Nadie se detuvo. Volví al teléfono, registré el lugar y dejé un mensaje hablado: “-Diamela, siempre pensé que sobreviviríamos en tu nombre. Hoy, con este premio, siento que se ha confirmado la comunidad que has construido. Te celebro.”

Salí a la calle, en una ciudad de la que pronto partiría para mi Sur, tan al sur. Sobreviremos dignificados en la escritura de Eltit, pensaba, insurrectos frente a una moral utilitaria montada para rendir. Si alguna frase quedara, alguna imagen escrita en la urgencia de un decir frente a un poder que intenta regir sobre un vacío, en una América sin mestizos, sin indios, ni hambre, se sumaría a la obra de Diamela Eltit, llevaría su nombre.

La actualización por la escritura de un ritual, la reiteración deseante de un sentimiento de lo eterno en el territorio mismo de la lengua. El premio nacional de literatura a Diamela Eltit certifica (así como los escribanos certifican bienes del derecho real con su nombre), hace constar la fidelidad de un papel otorgándole efectos legales. La legalidad consistirá en ser el libro que hable de las tierras del neoliberalismo y su fetiche tecnológico, de la configuración tanática de los modos del capital en el interior mismo de la máquina social, de manera de poner en cuestión quién habla y a quién recuerda.

Allí, nuestras palabras, no en una proxy representación, o actuación por poder, sino “en su nombre”, dentro de sus imágenes como nadadores de mares placentarios; viviremos en su obra.

 

«Lúmperica» fue la primera novela publicada por Diamela Eltit (Ediciones del Ornitorrinco, Santiago, 1983)

 

 

La novelista y poeta argentina, Ana Arzoumanian

 

Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962. De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: «Labios”, “Debajo de la piedra”, “El ahogadero”, “Cuando todo acabe todo acabará” y “Káukasos”; la novela “La mujer de ellos”; los relatos de “La granada”, “Mía”, “Juana I”; y el ensayo “El depósito humano: una geografía de la desaparición”. Tradujo desde el francés el libro “Sade y la escritura de la orgía”, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, “Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto”, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem para realizar el seminario “Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión”, en Jerusalén, el año 2008. Rodó en Armenia y en Argentina el documental “A”, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera, y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela “Mar negro”, por el sello Ceibo Ediciones.

El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Crédito de la imagen destacada: Diamela Eltit.

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