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[Ensayo] «Broken Law»: El lugar sin límites del cielo

La ópera prima del realizador irlandés Paddy Slattery es una obra audiovisual de hermosas claves estéticas y existenciales, pese a que la sencillez de su formalidad artística podría inducir a despreciar o a subvalorar su profundo contenido tanto dramático como fílmico.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.11.2020

¿Es el orden que vemos, el orden que hay? Para muchos, entre las últimas corrientes filosóficas dentro y fuera del pensamiento científico, esta correspondencia es por lo menos dudosa.

En el marco de la lógica clásica, sabemos que una proposición o es verdadera o es falsa y que ninguna proposición puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo. Este principio pretende excluir todo tipo de ambigüedad.

Y descontamos que descartar ambigüedades es el ideal de los políticos, los médicos, los físicos… de todo aquel, en fin, que administra una complejidad con muchas variables que se pueden “descontrolar” en cualquier momento y arruinar un proyecto de control… en relación a nuestra idea de lo que es “controlar”, por supuesto, pero que siempre apuntará a acotar, definir, limitar, estructurar, rigidizar la realidad para asegurar el dominio de las variables que “interesan” a los orientadores de la vida ajena, aun al precio de cancelar la libertad propia… especialmente hablando en el caso de los políticos.

Esta visión, para los administradores, es, entonces y desde ya, la ideal. Pero en la vida real, no todo es blanco o negro ni verdadero o falso. Muchas proposiciones pueden ser parcialmente verdaderas y parcialmente falsas o, directamente, una proposición puede ser falsa y verdadera al mismo tiempo.

Las ciencias cognitivas, las de la comunicación, la teoría de sistemas, la mecánica cuántica, la biología, la psicología y toda la plétora de ciencias “blandas” que vienen naciendo desde hace más de un siglo, se orientan a desvirtuar esa fijación pétrea albinegra de las cosas que nos viene desde, por lo menos, Aristóteles.

La función de las ciencias siempre fue encontrar el orden subyacente a todo, es decir que el orden que vemos es el orden que efectivamente hay… y si hay algo nuevo, eso nuevo debe ser, en lo posible, anclado en este esquema de alguna manera. Pero desde que comenzó el siglo XX comenzó un acercamiento cada vez con menor claridad frente “a lo que hay”.

Todo se volvió probable, incierto: una nube de datos dispersos, probabilidades y relatividades. Los factores que influyen en la percepción (“No hay hechos, sólo percepciones”, supo decir Nietzsche) reinan confundiéndolo todo, y el manejo de la percepción se convirtió en la nueva administración de lo real.

En su tiempo, la modernidad había dado paso a la “ciencia dura” de Galileo y Newton. Ellos iban cimentando una certeza inductiva muy útil (para el control de la realidad), pero muy flaca desde el punto de vista de la lógica: decir que lo que hizo caer a la manzana en el jardín de Newton es lo que hace girar al Universo todo, no tiene ajuste lógico posible: aunque demos por descontado que eso es cierto, no hay forma de saberlo si no es antes de experimentarlo.

No podemos conocer a futuro: tenemos el tiempo en contra porque hasta que no pase el fenómeno no podemos decir nada de él. Exageramos nuestro uso de la inducción. Sin embargo, aun con esa fuerte inconsistencia, surgió el más impetuoso golpe positivista cuya onda expansiva todavía nos entusiasma. Pero también y como vimos, entre los siglos XIX y XX, empezaron a ser cuestionados estos ideales y de alguna manera se fueron colando en la lógica dura, palabras “blandas”, tales como “ideal” y “entusiasmo”.

Resultó ser un ideal, por ejemplo, el querer llegar a conocer las circunstancias totales de un momento y explicarlo todo a partir de ese instante. Con esto, la simplificación del mundo entusiasmaba, pero se trataba nada más que de eso, de un ideal… de una idea con —muchas veces— demasiado valor agregado para lo que requiere el método científico.

Por su lado, el término “entusiasmo”, que quiere decir, precisamente, “con el dios dentro” (en–theos) desenmascararía algo que se sospechaba: que el Hombre tenía escondida una pretensión de divinidad en esa, su herramienta, su ariete de autoridad, que era la lógica impiadosa y sin grises y que se proyectaba hacia el futuro con la libre inducción: dominar el devenir de los hechos…incluso los hechos humanos.

Pero Nietzsche, el psicoanálisis y los variopintos movimientos de los estructuralistas y los posmodernos, fueron enseñando a dudar de la existencia de un sujeto único del conocimiento de una vez y para siempre. La intelectualidad comenzó a ver al sujeto y su conocimiento como un proceso, como un cambio continuo. Cambio inducido por el mismo devenir de lo humano, de sus instituciones y luchas de poder social, tal como propusieron Nietzsche o Foucault: he ahí el diablo que aparecía en el Hombre como voluntad de dominio de la verdad.

La ciencia se ha dado cuenta de lo borroso que puede ser todo para una conciencia tan limitada como la nuestra y trata, ahora, de enseñarnos que no podemos definir nada. La “cosa” terminó siendo una unidad de límites indefinibles, vibrantes, aleatorios, incontrolables.

Todo puede ser 1 y 0 al mismo tiempo: el iraní Lofti Zadeh de la Universidad de California, enseñó que nuestras viejas “cosas”, las que nos tranquilizaban, eran “conjuntos borrosos”, que pertenecían a una “lógica borrosa”… y con esta realidad ahora disuelta, sin límites definidos, el desafío es asumir el ínsito “nerviosismo” que la imprecisión nos genera como especie que le teme a lo probable…

El problema es que estas abstracciones tan alejadas de lo cotidiano, igual se derraman sobre nosotros y acaban afectándonos. El factor político de control social —nacido y buscado por nuestro natural miedo al descontrol— hace que los esquemas de gobierno y sus estrategias políticas sean las que terminen demarcando una construcción de la realidad que “quiere” ser “controlable” a través de la simplificación… y esa comodidad es fácilmente comprada por la gente… y el uso del término “comprado” no es arbitrario: la política, el poder y el dinero han diseñado el mundo cotidiano que compra el Hombre con esa visión de la realidad y el modo en que interactúa con ese fantasma.

A su vez, ese todo borroso que no somos capaces de enfrentar, es dejado de lado y armamos a despecho de las evidencias, nuestra red de significados, lógicas y hasta sentires. El mundo rígido de aquella lógica inicial hizo de nosotros —a través de los diferentes aparatos fabricantes de deseos— que sospechemos siempre del otro. Lo sentimos más allá de nuestros valores y esquemas. Allende nuestras maneras. Y hasta podemos empezar a odiarlo: mi vecino o yo. Dios o ateísmo. Trump o Biden. Enfermedad o salud. Lo mío o lo tuyo…

Paradójicamente, este marasmo de resquemores, nacidos de una estructuración rígida a base de límites incuestionables, vuelve borroso al entorno y nos enreda entre inacabables juicios y prejuicios. Se desdibujan las cosas a nuestro alrededor y todo se convierte en oposiciones, en alteridades, en otras cosas que, en vez de ser una continuidad indivisible de nosotros, nos descomponen en pasiones inútiles y esfuerzos sin sentido.

Esfuerzos existenciales que sólo logran que cada individuo deje de fluir hacia el otro y se convierta en un compartimento estanco que se enceguece ante la luz del otro. Puros límites, puras limitaciones.

Un Universo de definiciones, de fines, de acabamientos mentales en los alcázares de la ciencia que terminaron fragmentando, por las vías del control social, la unidad natural del Hombre.

Un mundo preestablecido que nos acorrala con su existencia y su insistencia y que, dotado de una mismidad invasiva, victimiza al ser humano y le hace creer que lo real limitante es inviolable. Y como espontánea y naturalmente queremos expandir nuestra existencia, acabamos siendo verdugos del otro.

Tal el camino que siguió la lógica del límite. Tal el peligro que ella encierra cuando florece en la vida de los seres humanos comunes…

Tanto daño tiene, sin embargo, sus vías de escape. Pero estos caminos de escape revelan, además de la trampa, el dolor que ellos causan al volvernos conscientes del engaño: el escape mismo de la trampa siempre será algún tipo de patología de verdad punzante.

Y tal el tema que nos presenta Broken Law (2020), la ópera prima de Paddy Slattery, al desnudar el mecanismo perverso de límites y cómo el dolor puede emerger de la misma libertad, cuando la libertad está diseñada en el Hombre para su disfrute y alimento.

En Broken Law los personajes irán descubriendo la progresiva y lacerante verdad que sigue al desmoronamiento de una realidad confiable y asimismo fingible… Esta es su historia.

 

«Broken Law» (2020)

 

Revelaciones

Un hermano es el ladrón. El otro hermano, es el policía. Bajo esa tajante división inicial comienza Broken Law (algo así como “Ley quebrantada”), película irlandesa dirigida y guionada por Paddy Slattery, hasta este largometraje, autor de una interesante saga de cortos.

Dave Connolly, interpretado por Tristan Heanue, es el policía (el “garda”, como es llamado en Irlanda) y es la honradez personificada. Astuto, valiente, observador e incorruptible. Su modelo es su padre: un héroe para la policía local. No acepta ningún desvío de la verdad y ni siquiera cede al más fácil y seguro cohecho, aunque esté apretado económicamente. Su hermano, Joe Connolly (Graham Earley) es el ladrón que ha sido recién liberado.

Inaugura el filme la imagen del primer gran límite que plantea la historia y que inscribe en la sociedad al sistema legal: la muralla de ladrillos de la cárcel, con sus púas y más arriba un cielo luminoso, blando y nuboso, tan dinámico e indiferente como inalcanzable.

El portón de la cárcel se cierra, y Joe queda en libertad: así de simple y esquemático: nadie que lo despida, nadie que lo reciba: está instalado en el mundo de las definiciones tal como un trebejo lo está en su escaque, y al verlo vestido de negro, sabemos que juega con las negras.

El portón que se le cierra por detrás nos deja su imagen de total desolación. El mundo del hermano ladrón se convierte en una vereda que le estalla sin límites y, por lo mismo, sin rumbo. Una ligera mirada al cielo le da la clausura simbólica al encierro que presupone, paradójicamente, su flamante libertad.

Una larga caminata por las afueras de Dublin nos va adentrando a la escenografía vulgar de los suburbios que es el ambiente de Joe: fábricas, suciedad y grafitis. La calle abierta al encierro. Pronto entrará en contacto con dos matones de su antigua vida: Wallace (un perfecto John Connors) y Pete (Ryan Lincoln) que rápidamente lo involucran en sus antiguos vicios y que —según apreciamos— Joe se había propuesto en abandonar.

Pero su resistencia dura poco. Alcohol, drogas y mujeres se desprenden de la imagen en rápida sucesión. Primer encuentro con los límites: callejón y paliza. La ficción evoluciona con agilidad a partir de sólo dos casualidades iniciales que atrapan firmemente el hilo de la historia y que, de hecho, es la base más maciza de esta película: su solidez narrativa.

Decidida y delicada, la historia evoluciona desde la presentación hacia un drama familiar y a una leve trama romántica que incluye a Amia McNamara (la bella y talentosa Gemma-Leah Deveraux) como la cajera de un banco asaltado, que se integra a la historia de un modo violento y que deriva a lo romántico.

Esta transformación en conjunto de la trama se produce de manera realmente magistral: orgánica y balanceada y que en ningún momento compromete la calidad de la película. Todo lo contrario: este cambio en el tono del filme la pone siempre al borde de la melange confusa y antiestética, sin embargo, en Broken Law, la mezcla de géneros se convierte en la pieza de resistencia de la obra.

Los giros del guión vuelven a aquello que es una filmación simple, sin mayores fiorituras técnicas, en algo atractivo que desliza la enseñanza que hemos encarado desde el comienzo de este escrito: que los claros límites racionales, morales y espirituales, tanto públicos como privados —los muros de lo real, en definitiva— no son nunca tan claros.

Y que estos límites axiológicos son simplificaciones en las escalas de valores que maneja el poder, generando y apañando esta ingenuidad. Que la trampa de lo objetivo —de aquello que no me incumbe y contra lo que no puedo hacer nada— puede comenzar a caerse en cualquier momento, y que deberemos aprender a vivir de nuevo con caras nuevas… incluyendo la dispersión de nuestra propia cara ahora revelada, sin máscara alguna, hacia el prójimo.

Todas las historias personales de la película deberán reajustarse, y ese futuro impreciso —tan alejado de la certidumbre lógica—, termina siendo un enigma que deja vibrando en el público la cinta de Slattery en la escena final, cuando el grupo familiar y otros policías posan ante la mentira de una placa que recuerda al padre.

El conjunto de Joe, Dave y la madre de ambos —Ally Ni Chiarain como Irene Connolly— se muestra como una familia que hubo de vivir entre engaños y mentiras: todos enfrentados por primera vez a la emancipación de la verdad que se abría ante ellos tras los límites disueltos y a través de muros demolidos…

Como Joe al comienzo, la familia posando para la foto se siente encandilada por la verdad revelada… casi como si se tratara de un cielo luminoso, blando y nuboso, tan dinámico e indiferente como inalcanzable.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Broken Law (2020).

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