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[Ensayo] El árbol como símbolo y celebración de nuestra humanidad

A esta planta de la naturaleza se le ha asociado tradicionalmente con la vida misma, con la longevidad, con la fuerza persistente y a la resistencia: por ese gran poder se le ha respetado y honrado en las distintas culturas y tiempos de la civilización al modo de un arquetipo cósmico que conecta el cielo y la tierra.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 20.12.2022

Navidad, tiempo de celebración en muchos países de un mundo el nuestro cada vez más occidentalizado. Una festividad que como tantas otras —más allá de la connotación cristiana— se arraiga en los cultos paganos de las distintas tradiciones que han poblado y pueblan nuestro planeta.

Desde tiempo inmemorial se ha honrado el poder fertilizador del Sol mediante ceremonias rituales, especialmente durante los solsticios y los equinoccios como momentos clave en el ciclo de las estaciones que rigen la vida de la Tierra.

Toda ceremonia ritual tiene sus símbolos y figuras arquetípicas, en el consumista solsticio de Navidad que hoy en día celebramos uno de los más representativos y poderosos es el árbol, habitualmente un pino o un abeto.

Un arquetipo heredado de las religiones nórdicas europeas en las que para obtener buenas cosechas se honraba al astro rey durante su «renacimiento» anual a través del engalanamiento de un fresno —su árbol sagrado de rica simbología— del cual colgaban velas, metales brillantes e incluso símbolos fálicos.

En el siglo VII durante la evangelización cristiana de esas tierras frías y como consecuencia de la imposición de la nueva religión se llevó a cabo la apropiación del símbolo adaptándolo a los cánones evangélicos.

Así, se substituyó el fresno pagano de hoja caduca que evocaba los ciclos naturales y el politeísmo asociado a ellos por el abeto de hoja perenne como imagen de la supremacía del Dios único y adornado con velas que representaban la luz de Cristo (los símbolos fálicos fueron suprimidos, pasaron a la oscuridad de los que se creen herederos del mesías pero reprimen la sexualidad).

Luego, a partir del siglo XVII el abeto navideño fue ganando protagonismo en la Europa nórdica cristiana convirtiéndose en toda una moda tanto en las cortes reales como en los hogares pudientes y con la colonización americana el nuevo viejo mito cruzó el Atlántico.

Ya con la expansión posterior de la cultura occidental, el árbol de Navidad se fue imponiendo por casi todo el mundo —también en el inverso hemisferio Sur— perdiendo progresivamente su simbolismo ritual en aras del mercantilismo consumista que tiende a desvirtuarlo todo.

 

Riqueza simbólica

Más allá de este simbolismo ritual concreto, el árbol se ha asociado tradicionalmente a la vida misma, a la longevidad, a la fuerza persistente y a la resistencia; por ese gran poder se le ha respetado y honrado en las distintas culturas y tiempos de la humanidad como símbolo cósmico que conecta cielo y tierra.

El árbol como cosmos vivo en perpetua regeneración es un potentísimo símbolo que emana de la protohistoria humana. Los sumerios hablaban de un árbol cósmico ubicado en el centro del mundo. Y en el Atharva Veda aparece representado el cosmos en forma de un gran árbol, el árbol de la Vida.

Son muchas las tradiciones en las que este arquetipo es protagonista: la azteca, la maya, la hebrea y su árbol Sefirot, la cristiana en el paraíso bíblico.

El árbol cósmico o el árbol de la vida como figura simbólica que pone en comunicación el mundo subterráneo, la superficie terrestre y las alturas celestes: «poza en el más acá y sube hasta el más allá. Va de los infiernos a los cielos como una vía de comunicación viva», según se expone en el excelente Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant.

Un árbol simbólico cuyos frutos dan la inmortalidad, inmortalidad entendida como el retorno al centro trascendente del ser. En este sentido en muchas tradiciones se ubica en el centro de sus espacios sagrados y habitualmente del árbol cósmico central nace una fuente que fluye en río abastecedor del mundo entero. Al árbol sagrado se le compara por su tronco erguido con los pilares arquitectónicos y con la misma columna vertebral humana.

También se representa este potente arquetipo como un árbol invertido para expresar la fuerza generadora cósmica solar, las raíces divinas del mundo. En el Islam, por ejemplo, a ese árbol invertido cuyas raíces se hunden en los cielos se le conoce como Árbol de la Felicidad.

No acaba aquí la rica simbología del árbol, muchos más son sus significados asociados, para aquellos interesados el diccionario citado anteriormente dedica nada menos que doce páginas para enumerarlos.

Quizás el más presente de todos ellos en nuestra cultura —además de lo expuesto— sea el árbol ancestro, un arquetipo que vincula al ser vegetal enraizado en la tierra con nuestros muertos a lo largo de los tiempos. De este modo el árbol es miembro omnipresente en los cementerios y en el árbol se evoca la genealogía familiar que nos vincula: con el árbol genealógico honramos a nuestros antecesores.

 

El valor del árbol

Más allá de sus simbolismos, el árbol ha sido siempre y es aún hoy en día a pesar de tanta artificialidad un ser de gran valor para el género humano. Los árboles son los mejores depuradores naturales del aire que contaminamos y de ellos obtenemos muchos productos básicos, especialmente frutos y madera.

Además, el rey vegetal nos protege de los rigores del sol y la lluvia. Nos cobija ante las inclemencias meteorológicas y en ese cobijar nos brinda sosiego. Bajo los árboles se siente menor tensión lo que favorece el diálogo humano, hecho este conocido por nuestros sabios antepasados que vivían en mayor armonía con la naturaleza.

Esa paz emanada por el árbol está en la esencia del espíritu navideño. Junto al árbol se reúnen familiares y amigos para celebrar el poder estar juntos (aunque lamentablemente en demasiados casos es más una obligación que un júbilo). Y bajo él se depositan los regalos que en esencia —y sin la artificiosidad del consumismo— son expresión de afecto entre personas que gozan del compartir.

A mi entender lo de menos es el valor económico de esos regalos, el valor está en el amor del que conoce al otro. Así, un poema o un dibujo que emanan del corazón son verdaderas joyas preciosas.

En esa belleza se enmarca la moderna tradición —al menos en Catalunya— de «l’arbre dels desitjos»: en las calles y plazas se disponen árboles expositores en los que niños y mayores pueden colgar tarjetas —habitualmente en forma de bola navideña— en las que exponen sus deseos más inmediatos.

O el expresar la fe en la vida a pesar de tanto, cada bola como luz que busca desvanecer la amenazante oscuridad de nuestro mundo, un cúmulo de buenos deseos clamando ser reconocidos desde el corazón desnudo.

De esta forma y en el ámbito de la poética, Filón de Alejandría ya en tiempos de Cristo entendía que el árbol designa el corazón del hombre. Siglos después Víctor Hugo expresó bellamente ese paralelismo:

«El amor guarda semejanza con el árbol, se inclina por la fuerza de su propio peso, se arraiga de forma profunda muy adentro de nuestro ser, y entre las ruinas de un corazón sigue reverdeciendo».

 

A modo de conclusión

En efecto, los árboles nos ofrecen su ayuda desinteresada en distintos ámbitos y nos evocan potentes simbologías de lo cosmogónico y de lo humano. Los árboles son nuestros compañeros y también nuestros maestros, el silvicultor Peter Wohlleben autor del best-seller, La vida secreta de los árboles, nos detalla cómo se comportan en comunidad y en ese descubrir su sabiduría se nos brinda la posibilidad de aprender de ellos, de recordarnos todos como compañeros. Así lo explica:

«Los árboles igualan sus debilidades y sus fuerzas. A través de las raíces tiene lugar un intercambio activo, el que tiene mucho cede y el que tiene poco recibe ayuda».

 

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El arbre dels desitjos (2012).

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