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[Ensayo] «El cartero de las noches blancas»: Retrato de un pueblo desolado

El filme del realizador ruso Andrei Konchalovsky —ganador del León de Plata al mejor director, en el Festival de Venecia 2014 por este largometraje de ficción—, es una obra audiovisual profunda y  minimalista, que recoge al modo de un documental la belleza natural de las ambientaciones en la cual fue rodada.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 15.7.2021

¿De dónde sale esta música?
¿Del aire o de la tierra?
Ha cesado.
William Shakespeare en La tempestad

El que fuera colaborador del mítico Andrei Tarkovski nos ofrece una bella película de ritmo reposado que es un retrato de la desolación de una pequeña comunidad asentada en plena naturaleza. Un entorno salvaje y bellísimo, presidido por el imponente lago Kenozero ubicado al norte de la gran Rusia.

A pesar de esa paz idílica allí viven en guerra consigo mismos hombres y mujeres con pocos medios, muchos de ellos pensionistas que parecen añorar tiempos que ya se extinguen en la “modernidad” del mundo globalizado en el que vivimos todos.

Konchalovsky se vale de actores no profesionales —gentes del lugar que aportan una autenticidad casi documental— para retratar a esos personajes en sus claroscuros con voluntad de crítica al sistema y al Estado al que pertenecen.

La desolación que vivencian como reflejo de la desolación del pueblo ruso, la desolación de la que fuera potencia puntera mundial y que —al igual que su eterno enemigo EE. UU.— se ve día a día más desplazada por potencias emergentes como China.

El protagonista de esta ficción que rezuma verdad es el bonachón Lyokha (Aleksey Tryapitsin, espléndido en su interpretación) quien se entrega a todos en su compromiso como cartero multiusos de esa reducida comunidad.

Lo vemos al inicio repasando diversas fotografías de toda una vida, los amigos y la familia son evocados a través de esas imágenes sobre el colorido hule de la mesa del hogar. Un hule en el que se observan conejos blancos en un campo florido junto a un río, todo a mi entender como reflejo de la esperanza que en él anida a pesar de su desolación. Porque tal y como podremos comprobar al verlo junto al chaval de una amiga, Lyokha afortunadamente tiene a su niño interior muy a flor de piel.

Y en la última de esas fotografías, en la imagen donde se le ve acompañado en una cena, nos confiesa un mal habitual entre esas gentes y que él ha podido dejar atrás: “Aquí estaba peleando contra el vodka. Pudo conmigo”.

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Frustración, el vodka

Ante la frustración generalizada de esas gentes desubicadas y aisladas, el fácil recurso de evadirse ahogándose en alcohol. La estereotipada y triste imagen del ciudadano ruso borracho de vodka que encarnó como nadie el expresidente Borís Ieltsin.

Así se vio Lyokha en el pasado y así se ven algunos de esos aldeanos, especialmente Kolobok quien siempre espera ansioso la llegada de su amigo el cartero con su pensión para comprar nuevas provisiones de ese líquido que lo desvanece.

La autodestrucción por el alcohol, el pasar de ser persona a ser poco más que nadie.L yokha tuvo la voluntad de dejarlo sin grupos de ayuda ni terapias lo que dice mucho de su fortaleza interior. Y mantiene esa fuerza para no recaer aún en los momentos difíciles que se le presentan.

Es significativa la confesión de uno de esos hombres al omnipresente cartero. Le habla de que siente dolor en su corazón, un dolor del alma que soporta mejor trabajando pero que sólo logra acallar con el alcohol. Y evoca una vida mejor de color rosado, un deseo al que nunca puede llegar porque al acercarse se torna del mismo gris de siempre sumido como está en la frustración depresiva.

Y en general esas pocas ganas de vivir, esa frustración que se respira en el ambiente pese a la contundente belleza del entorno los aboca a todos ellos a un dejarse llevar que los despersonaliza. Así, los vemos —especialmente por las noches— aislados en sus humildes casas conectados a la televisión, hipnotizados por sus programas.

Y a menudo llorando por las historias que allí se muestran como proyección de sus propias vidas, es el caso de un hombre que se conmueve al visionar un programa sobre orfanatos en el que se habla de que se pretende que esos niños tengan una “vida normal” y “les vaya bien”.

En el fondo son todos niños huérfanos de un Estado fallido que se erigió como falsa familia.

La televisión como objeto de culto en esos hogares con tan poco —no hay agua potable, tienen que cargar cubos del lago—. En este sentido sorprende que muchos aldeanos —también Lyokha— tengan diversos aparatos apilados, una imagen que evoca la idolatría hacia la “caja boba”.

Pero sorprende aún más si cabe que nadie lea o escuche música. Y que en ese entorno paradisíaco sólo interesen la caza y la pesca dando la impresión de que poco se aprovecha y valora ese tesoro natural.

Un paraíso al que Konchalovsky nos sumerge probablemente para que lo apreciemos en su estremecedora belleza. Así, acompañamos al bueno de Lyokha en sus navegaciones en las aguas tranquilas del lago, en sus mañanas solitarias junto a los árboles mecidos por el viento…

Pero esos aldeanos parecen ser incapaces de valorar la vida —ese paraíso—. Y especialmente parecen no saber encontrar y asumir su diferencia, su individualidad.

En este sentido entiendo significativas las palabras que le dedican a una anciana que ha fallecido, palabras que podrían ser las que se dirían a un soldado. Es como si la mayoría de esos lugareños fueran soldados de la gran Rusia que esperan ser llamados para servirla de nuevo añorando viejos tiempos.

Y de hecho los militares están bien cerca —algunos acuden allí para pescar— en una base aeroespacial muy bien equipada y que contrasta significativamente con el descuido de la aldea del lago en la que se observan algunos edificios abandonados como es el caso de la antigua escuela.

 

«El cartero de las noches blancas» (2014)

 

Esperanza, un gato

Pero no todos son así en esa comunidad desolada. Irina está bien viva, su casa lo refleja: es un acogedor hogar que invita a entrar ya en su exterior gracias al ramo de flores frescas que siempre tiene junto a la puerta de acceso.

Allí vive con su pequeño Timka y allí acude a menudo nuestro cartero en su sentirse atraído por ella. Y es con ese niño con quien Lyokha satisface su propio niño compartiendo recuerdos de su infancia. Y sin proponérselo se convierte en el referente masculino que Timka necesitaba —por eso este le llama tío—.

Irina quiere marchar de allí por ella misma y por su hijo, se sabe encerrada en ese ambiente desolado. Es simbólica la imagen que se nos muestra cuando Irina y Lyokha hablan del tema: una mosca que intenta salir infructuosamente por la ventana debido al cristal.

La mujer finalmente logra liberarse dejando atrás ese lugar de gentes que «le odian» —le odian como proyección de se odian, entiendo— según confiesa a Lyokha a quien besa como despedida. Lo logra gracias a su fuerza vital innata y a su esperanza que mucho tiene que ver con la de un buen futuro para Timka.

Fuerza vital y esperanza que también anidan en nuestro protagonista. Lyokha aunque siente la desolación en su propia piel (lo vemos cabizbajo en sus despertares solitarios mirando sus pies desnudos) y sufre reveses (le roban el motor de su barca y comprueba que ni la policía ni la empresa estatal de correos le dan soluciones) que le tientan a recaer en el alcohol, sigue sonriendo y entregándose a su labor que va mucho más allá de lo profesional.

Sonríe el adulto y sonríe con él el niño que fue y sigue siendo. Ese niño adulto que conecta de forma natural con el pequeño Timka. Ese niño adulto que en ocasiones ve como un “imposible” —no es propio del lugar y nadie tiene uno así en el pueblo— gato british le acompaña en su hogar o en la vieja escuela de su infancia.

Una raza que parece un peluche, un gato tranquilo de carácter alegre y juguetón que se lleva bien tanto con otros gatos como con perros. Una raza amante de las personas, especialmente de los niños. En definitiva, la viva imagen de Lyokha.

Ese gato gris de brillantes ojos amarillos que él ve en sus espacios interiores, es visto al final del filme en el gran exterior. Un gato gris, el matiz comúnmente asociado a la tristeza y a la depresión que ese aldeano evocaba en su frustración. Y sin embargo con unos ojos que irradian luz dorada.

Todo como esperanzadora imagen —entiendo— del modo de ser de nuestro protagonista: Lyokha se reconoce vestido del gris ambiental pero mantiene la luminosa mirada inocente de su niño interior.

La escena final en la que aparece el felino junto al cartero y a un aldeano tiene también significado simbólico. Allí están sentados a orillas del lago hablando de la frustración y el estrés en el que viven y de lo poco que valoran lo que tienen.

Y observamos cómo surge a sus espaldas del fondo de ese paisaje un cohete espacial lanzado en la base militar vecina que va cobrando el protagonismo mientras aparece la cita shakesperiana del encabezado:

¿De dónde sale esta música?
¿Del aire o de la tierra?
Ha cesado.

Ese costoso cohete al espacio exterior, propaganda del aparato estatal en contraste con los humildes hogares de esa gente desolada —el espacio interior— o los “daños colaterales” históricos del empezar la casa por el tejado. Una potencia —no es la única desafortunadamente— con pies de barro.

 

***

Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: El cartero de las noches blancas (2014).

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