Icono del sitio Cine y Literatura

[Ensayo] «El sueño del marido propio»: Un extenso despertar

Lectura íntima —tanto que incomoda a ratos— esta obra confirma la poderosa capacidad de la escritora chilena Natalia Berbelagua a fin de conmover las expectativas de sus audiencias, y donde su profundidad narrativa, lejos de anunciarse, sabe tocar silenciosamente a quien la aprecia.

Por Carlos Henrickson

Publicado el 31.12.2023

Al leer Fíbula (Aguarosa, 2021), se hacía inevitable constatar la lógica diversa con que Natalia Berbelagua (Santiago, 1985) presentaba su mundo literario, una lógica de deriva a la manera de los sueños.

Sacar a la luz esa fantasía interna se hacía inevitablemente doloroso, y la densidad de imágenes con que invadía al lector era capaz de transportar a este al ámbito incómodo de estar en presencia de un mundo interior que también debía compartir y habitar.

Ese mundo interior aparece a surcos en El sueño del marido propio (Aguarosa, 2023), y en alguna medida no extraña que diversos indicios señalen que el punto de partida geográfico y vital de ambos relatos sea el mismo. Sin embargo, este sueño ya no es acá la realidad mental torcida por el deseo y el pavor inconsciente que podemos afirmar dentro del libro de 2021.

Acá, el sueño es precisamente lo opuesto: la proyección del ideal sobre la realidad. Lo narrado en esta ocasión desea ser presentado al lector como realidad en sentido estricto, hasta llegar a plantearse más acá de la literatura, como una escritura testimonial que desea abdicar de la belleza y la transformación artística de lo que existe.

Desde el principio, en el instante en que desde una narrativa tradicional esperamos la descripción emocional o visual de la situación del protagonista, se nos viene la voz del narrador en una partida sin pretensión, una pura y abierta obviedad en la presentación:

Vine a vivir al campo para cumplir el sueño del marido propio: conocí a un hombre hace un mes y acabo de instalarme en su casa, a seiscientos kilómetros de mi ciudad (p. 9).

No es ingenuo en absoluto este modo de situar la novela. Con ello Berbelagua nos plantea de inmediato el deber de leer su escritura como un testimonio que no desea aspirar a la belleza, sino a la presentación abierta e impúdica de una experiencia. Incluso, sabe en la misma página anticipar una característica central de la narración, como si quisiera evitar cualquier tipo de expectativa en su lector:

Esto es lo más parecido a cumplir el sueño de la casa propia pero esta vez con un hombre. Dándole rienda suelta a toda la fantasía del cuento de hadas, a las historias de Corín Tellado, las novelas inglesas del siglo XIX, los dibujos animados. Como todo sueño que se materializa, implica la destrucción de un ideal (p. 9).

Vale decir, si en Fíbula el sueño que se resiste a hacerse materia puede terminar en la transformación del protagonista dentro del sueño, como dominando su no regla derivada, acá se nos anticipa que se trata del fin del sueño, de un despertar que es la muerte de una ilusión.

 

Vidas que están marcadas por la soledad y la muerte

La muerte es aquí, de hecho, un elemento persistente y hasta obsesivo. Pareciese incluso que se hace imposible reconciliarse con la idea de morir, de que la muerte está dentro de uno. La narradora está íntimamente aislada del resto de los habitantes del pueblo —incluyendo al marido propio—, ante la absoluta banalidad que no puede evitar tener permanentemente al frente.

Parece haber dos escapes a esa banalidad: las amigas que están lejos del lugar, con que puede aún comunicarse con real intimidad —Florencia, especialmente— y Cristina, la loca del pueblo:

En su penúltima ida al consultorio saludó a las personas, les dio besos a los enfermos y la trataron de loca. Dice que les respondió que por ser domingo, el día del señor, había que saludar. Me preguntó si voy a misa y le dije que no. No le causó curiosidad, dijo que besa a todo el mundo en el momento de la paz.

Después me hizo tocarle la hendidura del cráneo y mencionó que le gustaría ir a ver a mi suegra, que casi ya no abre los ojos en su lecho de moribunda. Me preguntó si en esa casa hay perros, porque no le gustan los que no son suyos.

Se levantó entonces el pantalón y me mostró las marcas de unos colmillos. Envió un mensaje a la madre del marido propio: Dígale que yo, la hija de Valentín, la que se cayó en la terraza cuando era chica, la quiere ir a ver. ¡Ahora voy a lanzar mis palabras al mundo!

Me quedé pensando en que yo también debiera ir a sentarme al escritorio y ‘Lanzar mis palabras al mundo’. Es lo que estoy haciendo ahora mismo (p. 49).

El que la fantasiosa Cristina quede, de manera indirecta, como quien incita al acto de escritura de El sueño del marido propio, es decidor: no extraña que la narradora le regale ropas que después ella estará usando cuando la encuentre, ya que de manera latente Cristina se refleja en ella.

A la dialéctica de ajuste con lo «otro radical» que veíamos en Fíbula, acá tan solo está el seco desajuste, y un refugio dentro de sí misma que a la narradora ya no le es útil. En la curva final de la escritura resalta su búsqueda de explicaciones en terapias alternativas, y es particularmente notorio que el fragmento sobre vidas pasadas no logre presentar soluciones ni puntos de fuga: todas esas vidas están marcadas por la soledad y la muerte.

¿Cómo se redime una narradora que desde ya ha planteado como programa del libro que el sueño se destruiría inevitablemente? Precisamente asumiendo que este libro deje de ser una novela, y no cumpla las expectativas de nudo y solución de una obra artística.

Al terminar el libro, me doy cuenta que el libro entero es en sí la descripción extensa (que no desea ser intensa) de un duro despertar, y que su «Epílogo» no está determinado a sobre explicar lo que el texto ya nos dice, y acaso acentúa el carácter de testimonio más acá de la literatura.

No pude dejar de recordar el abrupto final de Cléo de 5 à 7, de Agnès Varda (guion y dirección). En la película, los últimos veinte minutos son ocupados por el diálogo entre Cléo y Antoine, un soldado que está en el último de sus tres días de descanso durante la guerra de Argelia.

Al verla de nuevo, no puedo dejar de reconocer que ante la pregunta de Antoine sobre qué es lo que ella teme, la protagonista responde que de un posible cáncer y de la tirada de cartas que tuvo en el día, que pareciera confirmar que lo padece, para después decir:

Oui, j’ai peur de tout. Des oiseaux, de l’orage, des ascenseurs, des aiguilles et puis maintenant cette énorme peur de mourir. [Sí, tengo miedo de todo. De los pájaros, de la tormenta, de los ascensores, de las agujas, y ahora este enorme miedo a morir] (1h 13).

A lo que el soldado le responde que si estuviese en Argelia con él, estaría asustada todo el tiempo, y que allí se muere por nada, cuando sería preferible morir de amor. Y es este encuentro el que produce una transformación íntima que la película no nos dice de manera abierta.

¿Cuál sería el encuentro con el soldado en El sueño del marido propio? ¿Qué es lo que suspende la inquietud?

Precisamente la conciencia de un mundo exterior en que el protagonista tan solo existe, y en que la ilusión personal es materia de una interiorización que casi no significa reflexión, sino un acto de forzosa integración profunda de la experiencia.

Esta conciencia del mundo exterior es aquí el estallido del año 2019.

 

Un grano de arena más en esta tierra negra

El país entero está ardiendo, no han parado las movilizaciones, el energúmeno del Presidente sacó a los milicos a la calle y hay toque de queda. En cosa de tres días volvimos a la dictadura. Esto me tiene revuelta e infeliz. No dejo de pensar en los heridos y en la violencia policial.

Hay muerte, desazón, inestabilidad. Se les ve sedientos de sangre. Los milicos de hoy son hijos de otros milicos, lo que habla de una lealtad tan profunda, que da miedo. Me duele ver todo esto.

Al ver la maldad afuera, el contraste es tan grande, que dudo de mi propia oscuridad. Mis tormentos se domestican ante la barbarie ajena. Hay una sensación rara en el ambiente, que no puedo describirla. Pero es conocida (p. 119).

Al fin, al dejar el pueblo como consecuencia indirecta de la crisis, la narradora, junto con resaltar el lugar emocional del pueblo en ella, ejerce con en un poderoso golpe retórico la operación inversa: la inquietud sobre el lugar emocional que de ella quede allí:

¿Las plantas y los pájaros acusarán mi ausencia? Seguramente no. Solo fui un grano de arena más en esta tierra negra (p. 128).

Es precisamente la afirmación de esa no pertenencia la que llega a definir la verdad de la protagonista, que es la verdad y el motor de su narración. Acabado el sueño se abre la libertad, penosa pero verdadera, y acaso la posibilidad de leer por debajo e íntimamente los signos de ese lugar de supremo riesgo (lo que bien puede ser, creo, el origen de Fíbula).

Lectura íntima, tanto que incomoda a ratos, El sueño del marido propio confirma la poderosa capacidad de Natalia Berbelagua de conmover las expectativas del lector. Su profundidad no se anuncia, sino que sabe tocar silenciosamente a quien la lee.

 

 

***

Carlos Henrickson (Santiago, 1974). Escritor, traductor y ensayista, ha publicado entre otros los libros de cuentos En tiempos como estos (2002), y Siete pagos (2019).

 

«El sueño del marido propio», de Natalia Berbelagua (Aguarosa Lab, 2023)

 

 

 

Carlos Henrickson

 

 

Imagen destacada: Natalia Berbelagua.

Salir de la versión móvil