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[Ensayo] «Frankenstein»: El legítimo rostro del otro

La evidencia empírica revela que la calidez parental, las relaciones amorosas, el perdón y los actos de compasión favorecen la esperanza, reducen la depresión y promueven la salud. Sin embargo, pese a su importancia decisiva, el amor sigue ausente del discurso político y académico, como si fuera un lujo privado y no una necesidad pública.

Por Luis Cruz-Villalobos

Publicado el 13.11.2025

El sí mismo se constituye en el encuentro con otro. El modo de mirar al otro se convierte en la medida de toda humanidad. Emmanuel Levinas vio en esa mirada el nacimiento de la ética: antes del pensamiento, antes de cualquier idea de bien o de justicia, hay un rostro que me mira y me reclama.

Con todo, en esa interpelación silenciosa, el ser humano descubre su vocación más profunda: hacerse responsable de la existencia del otro. No se trata de una obligación moral dictada por la razón, más bien es una llamada que nace de la vulnerabilidad compartida. En el rostro ajeno me reconozco y me descubro, y cuando lo niego, me pierdo, me degrado a mí mismo.

Esa es también la tragedia que Mary Shelley imaginó hace más de dos siglos en Frankenstein, y que Guillermo del Toro ha devuelto a la pantalla con una renovada belleza y dramatismo. En su versión cinematográfica (2025), el director mexicano retoma el relato para explorar la condición contemporánea: la de un mundo que puede generar vida, pero ha olvidado cómo acompañarla y cuidarla.

Su doctor Frankenstein —interpretado por Oscar Isaac— es un genio atormentado que busca redimirse del fracaso paterno dando vida a la materia muerta.

Pero su criatura, encarnada por Jacob Elordi, no encuentra en él la mirada que humaniza, muy por el contrario, recibe el espanto que excluye y rechaza. Lo que en el experimento fracasa no es la técnica, sino por carencia de un vínculo afectivo estable y necesario.

La criatura de Frankenstein es una identidad compuesta, un sí mismo ensamblado de restos humanos. No posee historia ni lenguaje; es pura apertura.

Francisco Varela habría dicho que su mente «se enactúa»: no existe antes de la experiencia, sino que emerge de la interacción con el mundo, no es simplemente la mente del cerebro humano que se empleó en su construcción. Aprende a través del contacto interpersonal, del tacto, del sonido de la lluvia, de la ternura y amistad de un anciano ciego que lo escucha y acoge sin verlo.

Ese breve encuentro —una de las pocas miradas que no lo juzga ni rechaza— inaugura en él la consciencia de sí, como alguien legítimo. Pero el entorno rápidamente destruye esta imagen de sí mismo, tal como lo había hecho inicialmente el vínculo roto con «Víctor» (que era todo, inicialmente, para aquella criatura) y con ella, la posibilidad de una identidad percibida como querible o amable. Ante su necesidad, el mundo le devuelve miedo y rechazo en lugar de afecto y acogida.

La película de Guillermo del Toro recupera esa dimensión de aprendizaje y pérdida, mostrando que el sí mismo no es un dato biológico, sino un entretejido de vínculos. Víctor Frankenstein fabrica un cuerpo, pero la identidad personal de su creación surge del roce con los otros. Allí donde el con-tacto se vuelve posible, florece la humanidad; pero donde se interrumpe, suele surgir la violencia.

Humberto Maturana lo expresaba desde su concepción bilógica del amor: amar es aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia. La criatura no recibió al «nacer» esa amable aceptación y por eso su condición humana fue dañada desde el inicio, por el rechazo y la deslegitimación de parte de Víctor.

Lo que emerge entonces no es realmente maldad, sino desesperación —tristeza y miedo combinados—: un ser vivo consciente de sí que busca su identidad en la mirada de quienes lo niegan y repelen.

 

El rechazo del otro produce los monstruos que se temen

Pero la negación del otro no ocurre solo en los laboratorios de la ficción. Políticamente, vivimos entre criaturas que no son vistas. El rostro que no encaja en las categorías de una alteridad legítima se rotula de monstruo, de no-otro, de ilegal. Se le despoja de humanidad para poder prescindir de su existencia, en términos prácticos o absolutos.

Esa es la lógica imperante de nuestro tiempo: la que separa a los «humanos con plenos derechos» de los ilegales, ilegítimos o descartables. Los discursos del miedo y la violencia necesitan monstruos para justificarse. Así funcionan el racismo y el clasismo, como también el fascismo: reducen al otro a un no-otro y lo instauran como una amenaza biológica, cultural o territorial.

De esta manera, en los lugares donde los migrantes son vistos como «ilegales» para la convivencia por líderes como Trump, o en la devastación impune de Gaza bajo Netanyahu, el rostro del no-otro-ilegítimo se convierte en un blanco, en enemigo, en un objeto o dato irrelevante que hay que eliminar.

La criatura de Shelley es un espejo de esos exiliados del reconocimiento: seres sensibles cuya vida ha sido declarada prescindible. Del Toro lo intuye cuando muestra al monstruo vagando entre aldeanos que lo atacan irreflexivamente, sin mediar palabra.

Solo por su apariencia «bombardean» su barca y aplican pena capital sin juicio ni debido proceso. En ese gesto brutal se resume toda política del miedo y la violencia hacia el otro-anulado: excluir antes de acoger, para luego destruir antes de comprender.

Frente a esa ceguera, el pensamiento de Levinas adquiere una fuerza profética. Para él, el rostro del otro pronuncia sin decir el principio: «No matarás». Esa frase no es un mandato religioso, sino el requerimiento ontológico básico del encuentro.

La criatura de Frankenstein no pide compasión, solo pide ser visto, ser reconocido como alguien, pues él no se considera a sí mismo un algo (tal como lo explicita en una escena diseñada por Del Toro). En cada intento por acercarse —cuando alimenta a un ciervo, cuando observa a los campesinos— recibe a cambio violencia.

No hay diálogo posible porque su rostro ha sido clasificado como ilegítimo, y por lo mismo, ilegal. Su sufrimiento no cuenta, su palabra no alcanza a tener sentido. Shelley anticipa así la paradoja moderna: el progreso técnico sin la ética fundamental del reconocimiento y la compasión.

Paul Ricoeur lo habría explicado desde su concepto de identidad narrativa: sin ser escuchado, el otro no puede contarse; sin relato, no hay sujeto posible. La criatura encuentra por un instante su sentido de sí cuando se enfrenta a su creador y le narra su historia —posibilidad dada por las palabras enseñadas por el anciano que se declaró su amigo.

En ese momento deja de ser objeto para convertirse en alguien. Pero Víctor, atrapado en su culpa y su soberbia, lo escucha demasiado tarde. Del Toro introduce allí una inflexión redentora: en su versión, el creador al fin pronuncia palabras que restauran el vínculo —»perdóname, hijo»— y muere reconociendo a quien había negado sistemáticamente.

Con todo, el monstruo llora porque al fin se ha reconocido su dolida existencia y ha sido nombrado, reconocido, legitimado. El nombre recibido es una primera forma de amor.

Sin aceptación del otro no hay fenómeno social, nos dirá Maturana. Todo vínculo humano nace del reconocimiento. Frankenstein, como nuestra civilización, quiso generar vida sin asumir la responsabilidad de convivir amablemente con ella.

El resultado fue una criatura condenada a vivir sin comunidad, una especie de Adán sin Edén ni Eva. Y, como ocurre en nuestras sociedades, el miedo al diferente termina generando violencia. El rechazo del otro produce los monstruos que se temen. Pero, finalmente, siempre el monstruo no es el rechazado sino quien rechaza.

Cada frontera cerrada, cada discurso de supremacía, cada bombardeo sobre civiles indefensos, es una repetición moderna de la tragedia de Frankenstein. Vivimos rodeados de «criaturas» invisibles/invisibilizadas —migrantes, disidentes, enemigos— que piden el mismo reconocimiento que el hijo del doctor.

Y tal como Shelley lo advirtió, cuando negamos esa demanda, nos transformamos en aquello que tememos. El verdadero monstruo no es el que carga las cicatrices visibles, sino el que renuncia a verlas y rechaza con ello su condición humana, junto con la necesidad fundamental de afecto.

El amor, como necesidad universal, constituye el núcleo invisible del florecimiento humano. Más allá de lo afectivo, es una fuerza que sostiene la identidad, el bienestar y la convivencia. Estudios recientes del Programa de Florecimiento Humano de Harvard, muestran que amar y ser amados no solo otorgan sentido a la vida, sino que impactan profundamente en la salud física, emocional y social.

La evidencia empírica revela que la calidez parental, las relaciones amorosas, el perdón y los actos de compasión favorecen la esperanza, reducen la depresión y promueven la salud. Sin embargo, pese a su importancia decisiva, el amor sigue ausente del discurso político y académico, como si fuera un lujo privado y no una necesidad pública.

Por ello, hoy desde Harvard, inspirados en un concepto desarrollado en la Doctrina Social de la Iglesia, se propone una «civilización del amor»: integrar la empatía, el cuidado y la ternura en las políticas sociales, la educación, el trabajo, la medicina y la vida comunitaria.

Reconocer el amor como determinante social de la salud —como energía unificadora y contributiva— sería, quizá, el paso más urgente para restaurar nuestra humanidad cada vez más fragmentada.

En esta línea, la lección del Frankenstein de Guillermo del Toro es más urgente que nunca. Cada vez que una sociedad fabrica enemigos para proteger su identidad, está repitiendo el gesto del creador que huye y rechaza su obra. Cada vez que un pueblo niega el sufrimiento del otro, está mutilando su propia humanidad.

Así, el amor —esa biología profunda que nos constituye de la que hablaba Maturana— no es sentimentalismo: es la condición de posibilidad de lo humano. Sin amor no hay convivencia, y sin convivencia, lo que queda es miedo, conflicto y profunda soledad.

Del Toro, al igual que Mary Shelley, no desarrolló simplemente una historia de terror, sino una parábola sobre el reconocimiento. La criatura que abraza a su creador en el hielo del fin del mundo es la imagen de lo que podríamos ser si nos atreviéramos a mirar desde el afecto, superando nuestro miedo al otro.

En nuestros actuales tiempos de algoritmos complacientes con fines de lucro, donde se sueña con subir la consciencia humana a una nube digital o sustituir cuerpos de modo sintético, Frankenstein nos recuerda que el sí mismo no puede existir sin el otro, que nos ve y nos acoge.

Quizás la pregunta fundamental de la criatura —»¿Quién soy?»— no busca una respuesta conceptual precisa, sino más bien un encuentro. Porque la identidad, en última instancia, no se descubre de modo abstracto, sino que se construye en compañía con otros. El sí mismo nace y se desarrolla desde un otro que lo legitima en la convivencia.

Cierro esta breve reflexión con un gran poema del dramaturgo alemán Bertolt Brecht, a modo de epílogo:

La piel, de no rozarla con otra piel
se va agrietando…
Los labios, de no rozarlos con otros labios
se van secando…
Los ojos, de no mirarse con otros ojos
se van cerrando…
El cuerpo, de no sentir otro cuerpo cerca
se va olvidando…
El alma, de no entregarse con toda el alma
se va muriendo.

 

 

 

***

Luis Cruz-Villalobos es un escritor, editor, poeta y psicoterapeuta chileno.

Especialista y posgraduado en psicología clínica de la Universidad de Chile, y doctor en filosofía por la Vrije Universiteit Amsterdam (Países Bajos).

Creador de una amplia obra literaria, con más de 50 libros de poesía publicados, además de varios ensayos sobre afrontamiento postraumático, hermenéutica aplicada y estética, el director titular del Diario Cine y Literatura también ejerce como académico de posgrado en la Universidad de Chile (en el programa de magíster en psicología clínica) y de pregrado en la Universidad de Talca (en la Facultad de Psicología).

Luis Cruz-Villalobos también es el autor de la reciente versión hispanoamericana del protocolo SPIRIT para terapia espiritualmente integrada, y cuyo texto original es usado en el McLean Hospital de la ciudad de Belmont, en Massachusetts, Estados Unidos, y el cual es un establecimiento de tratamiento psiquiátrico asociado a la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard.

 

 

 

 

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Luis Cruz-Villalobos

 

 

Imagen destacada: Frankenstein (2025).

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