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[Ensayo] La bengala de Chile en 1989: Una topología del descrédito

El modelo de gobernabilidad que emergió de aquella farsa ocurrida el domingo 3 de septiembre de ese año en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro, consistía en ofrecer sucedáneos emocionales a cambio de derechos sustantivos: pasión futbolera en lugar de participación política, fervor nacionalista en reemplazo de soberanía popular, consumo crediticio en vez de redistribución económica.

Por Mauro Salazar Jaque

Publicado el 22.12.2025

Para Javier Agüero Águila

Genealogía y simulacro transicional

Habría que preguntarse, con cierta maldad epistemológica (y no poca náusea), qué tipo de «bautismo» requería el Chile amañado que emergía del régimen militar para consagrarse como vitrina predilecta del neoliberalismo triunfante (1989).

El escenario previo no carecía de presagios. En 1986 el gobierno había sido humillado internacionalmente con el embargo de las uvas envenenadas, aquella paranoia fitosanitaria que dejó pudriéndose en los puertos de Filadelfia la fruta de exportación y, con ella, el mito del «milagro económico», mientras un senador norteamericano (Ted Kennedy) hacía de la causa chilena su cruzada personal contra las dictaduras incómodas.

Con todo, el 5 de octubre de 1988, el plebiscito había certificado la derrota de Pinochet, aunque no su defenestración.

El fraude del Maracaná no fue, en rigor, el primer escándalo fundacional de la transición chilena: apenas un mes antes, el 27 de noviembre de 1988, el «Carmengate» había desnudado la textura tramposa de las propias fuerzas democráticas.

Las primarias internas del partido que se autoproclamaba custodio de la ética pública terminaron manchadas por irregularidades que beneficiaron al candidato que la cúpula había ungido de antemano.

En efecto, si el plebiscito de octubre certificaba la derrota de Pinochet, las primarias de noviembre certificaban que sus herederos democráticos habían aprendido la lección: el fraude no era patrimonio exclusivo del régimen militar, sino una gramática compartida.

La lengua franca de unas oligarquías que, independientemente del color de sus banderas, coincidían en un único principio operativo: ganar a cualquier costo. El «Carmengate» fue el ensayo general de nuestra clase política; la farsa del Maracaná, su proyección internacional.

Así, la farsa deportiva de 1989, perpetrada ante 120 mil testigos en el templo futbolístico brasileño, no fue un mero accidente de la competencia eliminatoria: fue la performance inaugural de una «modernización carnavalesca» que haría del fraude su gramática secreta, del arribismo su pulsión rectora y de la impostura su único talento verificable.

Chile había hecho trampa y el mundo lo sabía. Para una oligarquía cuya autoestima dependía del reconocimiento internacional, esa mirada del amo metropolitano (ranking colonial) que certifica el valor del subordinado, la condena fue experimentada como una herida narcisista de proporciones catastróficas.

Lo que aquel escándalo inauguró no fue simplemente un episodio deportivo, sino la matriz operativa de la gobernabilidad neoliberal chilena; la gestión fraudulenta del consenso y la administración del entusiasmo colectivo como recurso de desmovilización política.

Si la dictadura había gobernado mediante la represión, la postdictadura gobernaría mediante el simulacro (anestesia); si el régimen militar disciplinaba los cuerpos con la tortura, la democracia tutelada los sedaría con el espectáculo.

El Maracaná fue el laboratorio donde se ensayó una alquimia política: transformar la derrota en triunfo mediante la pura voluntad de impostura, convertir el fraude en gesta nacional mediante la saturación mediática.

Las oligarquías que perpetraron el fraude comprendieron, con esa astucia para el pillaje que sustituye en ellas cualquier otra forma de inteligencia, que el pueblo podía ser gobernado no ya por la fuerza sino por la ilusión, no ya por el miedo sino por la euforia administrada.

El modelo de gobernabilidad que emergió de aquella farsa consistía en ofrecer sucedáneos emocionales a cambio de derechos sustantivos: pasión futbolera en lugar de participación política, fervor nacionalista en lugar de soberanía popular, consumo crediticio en lugar de redistribución económica.

La bengala iluminó así el camino que la modernización chilena seguiría durante tres décadas: una política del simulacro donde las victorias se fabrican, los consensos se escenifican y los malestares se mediatizan.

El pacto entre oligarquía económica, casta militar y clase política civil que se selló en aquella cancha brasileña no fue un accidente de la transición, sino su acta fundacional secreta, el protocolo no escrito de una democracia que nacía ya cifrada en el fraude originario.

 

La colusión programada

¿El fraude del Maracaná es a Chile lo que la «mano de Dios» fue a la Argentina? Sí y no.

Cabría revisar el punto. Existe una diferencia decisiva que desnuda la textura moral de cada nación: mientras el gesto rioplatense fue una astucia que devino épica popular, y que un pueblo celebró como astucia del débil contra el poderoso, el fraude chileno fue una impostura oligárquica urdida desde arriba que la chilenidad debió padecer como vergüenza colectiva.

La «mano de Dios» inscribió a Argentina en el registro de la viveza criolla triunfante; el bisturí del Cóndor inscribió a Chile en el registro de una oligarquía que no podía modular su retorno a lo reprimido (1973).

Aquella fue la «acumulación originaria» de nuestra modernización: no la acumulación primitiva del capital mediante el despojo de tierras y cuerpos, sino la acumulación primitiva del fraude como modo institucional.

La bengala que cayó en las inmediaciones del arquero no exigía aproximación alguna; cualquier gesto de supervivencia elemental habría dictado la huida. Pero el personaje, cuyo apodo evocaba con ironía macabra las operaciones de exterminio del Cono Sur, decidió acercarse con esa solemnidad de quien cumple una misión patriótica, extraer la navaja oculta en el guante y lacerarse el rostro ante las cámaras del mundo.

He aquí el genio criollo en su máxima expresión: convertir la automutilación en gesta, el bisturí en bandera. La sangre autoinfligida en sacramento de la patria. El «guante sucio» de los militares, esa metáfora que condensaba tortura, desaparición y muerte, se transfiguraba ahora en guante deportivo manchado de sangre propia: la dictadura ensayaba, con torpeza de debutante, su metamorfosis en democracia tutelada.

Lo que las crónicas deportivas insisten en narrar como la «locura» de un arquero desesperado constituye, en rigor, el primer acto de gobierno de la subjetividad neoliberal chilena.

No se trataba de la teatralidad de un personaje, sino de una trama de intereses, corporaciones, dispositivos de prensa y aparatos de seguridad que articulaba al Estado dictatorial con sus herederos civiles en una comunión de propósitos: obtener la clasificación mundialista a cualquier costo, incluyendo el costo de la verdad. La única institución que funcionó con eficiencia ese día fue la colusión programada.

Las presiones para que la empresa estatal del cobre generara incentivos usureros, las negociaciones clandestinas de premios imposibles, las militancias serviles hacia el régimen, los parlamentarios gestionando prebendas en embajadas extranjeras: todo este entramado de complicidades revela menos una «falta ética» de individuos aislados que el modo de operación normal de una oligarquía cuyo único saber consiste en repartirse el botín.

El bisturí, los guantes extraviados por el utilero, los aparatos de seguridad custodiando la operación: una coreografía de la impostura que desnudaba que estas oligarquías solo saben organizarse para el pillaje. Para todo lo demás —educación, salud, dignidad— invocan el mercado. El fraude de 1989 fue el borrador de todas las trampas futuras, el manuscrito original de una literatura del fraude.

El Chile de aquellos años transitaba entre dos escenas que nuestros señores administraban con esa habilidad para el simulacro que constituye su única competencia genuina: el plebiscito que formalizaría la salida pactada del régimen autoritario y las eliminatorias mundialistas que prometían la redención deportiva.

Las oligarquías que gestionaban ambos procesos comprendieron que el fervor futbolístico podía funcionar como cloroformo colectivo. La «patria eufórica» que se construía en torno a la selección nacional operaba como anestésico: mientras el pueblo celebraba goles imaginarios, las negociaciones de la transición sellaban impunidades y perpetuaban enclaves autoritarios.

El apedreamiento de la embajada brasileña y las declaraciones que rotulaban de «primitivo» al pueblo de Brasil, proferidas por un almirante del régimen, exhibían la textura profunda de ese nacionalismo instrumental: un chauvinismo de opereta que combinaba la rabia periférica del Sur, el capitalismo popular de bota militar y esa saturación mediática que sería el verdadero partido de gobierno.

La «bancarrota ética» que el episodio desnudaba no era un accidente, sino la condición de posibilidad de una modernización que requería la suspensión de todo juicio crítico.

Que el pueblo deje de pensar: para eso están los matinales.

 

Economía libidinal de la modernización chilena

El arcoíris concertacionista, con su estribillo de alegrías inminentes, fue la perpetuación de este axioma oligárquico. La selección nacional, rebautizada décadas después como «La Roja de Todos», funcionaría como el dispositivo más eficaz para producir esa subjetividad neoliberal, plástica y ludópata, que alcanzaría su apoteosis en las jornadas del Rechazo constitucional.

Las mismas capas medias que aplaudieron el fraude de 1989 votaron, 33 años después, por perpetuar la Constitución de 1980. El nacionalismo deportivo no era el opio del pueblo, sino su manual de instrucciones para la servidumbre voluntaria.

Con todo, la frustración se metabolizó en frenesí compensatorio, si no podíamos competir en las canchas sin apelar al dolo, competiríamos en los mercados, donde la trampa se llama «desregulación». El trauma deportivo se sublimó en tratados de libre comercio, y la humillación internacional se reconvirtió en genuflexiones ante el FMI.

Las oligarquías apoyaron la masificación del crédito: la plebeyización carnavalesca en consumos debía hacer olvidar la vergüenza. El mall como terapia, el endeudamiento como ciudadanía, la tarjeta de crédito como documento de identidad.

En efecto, lo que el escándalo desnudó era precisamente aquello que preferían mantener oculto: la textura tramposa de una modernización construida sobre el despojo y la impunidad institucionalizada. El «Chile tramposo» no era una anomalía, sino el modus operandi de unas oligarquías que, en su anatomía de la vergüenza, habían hecho del fraude su gramática constitutiva.

La suspensión impuesta por la FIFA funcionó como una guillotina simbólica que marcó el «karma generacional» de la postdictadura chilena. La posterior gestión para que el presidente de la FIFA visitara Chile, las negociaciones para que la Copa América de 1991 se realizará en territorio chileno: todo este despliegue de genuflexiones institucionales buscaba «rehigienizar» a unas oligarquías ensombrecidas por el fraude originario.

Así, el fantasma de la transición pactada servía para blanquear las manchas del pasado dictatorial; el presente tramposo destilaba una modernidad periférica.

El formato televisivo que se consolidaría en los años 90 puede leerse como la continuación del fraude por otros medios. La misma lógica del espectáculo que neutraliza lo político, la misma producción de una «patria eufórica» desconectada de su historia.

De esta manera, el matinal fue concebido para masificar los simulacros de la pureza deportiva y mediatizar los deseos de las capas medias: esas capas que, educadas en el fraude, votan religiosamente por sus defraudadores.

La masificación populista de las oligarquías, esa democratización del pillaje que hizo de cada pequeño burgués un aspirante a defraudador, no fue sino el suplemento obsceno de una complicidad originaria con la milicia rancia, con esa casta de uniformados que confundió la patria con la hacienda y el fusil con la escritura de propiedad. Gente con dinero, desde luego, pero sin ningún otro atributo: sin lengua, sin memoria, sin capacidad de duelo.

Porque el duelo exige reconocer la pérdida, y estas oligarquías jamás perdieron nada; solo acumularon, solo extrajeron, solo heredaron lo robado como si fuera blasón de nobleza. El espectro de los vencidos, ese resto inasimilable que retorna en cada revuelta, es precisamente lo que la alianza entre oligarquía y botas militares intentó conjurar mediante el fraude convertido en institución. Pero el espectro no se exorciza: se hereda, se transmite, se multiplica.

No se trata de que el fraude del Maracaná haya ocurrido «durante» la transición, como si fueran dos procesos paralelos que coincidieron por azar en el calendario. La relación es más íntima y más perturbadora: el dolo deportivo fue la puesta en escena, la performance visible, de una estructura dolosa que constituía el núcleo mismo de la modernización chilena.

El fraude en la cancha brasileña no ilustraba la transición; la revelaba en su verdad más profunda, en esa verdad que los discursos oficiales debían mantener oculta para que el proceso pudiera presentarse como tránsito hacia la democracia y no como lo que efectivamente era: la institucionalización del engaño como forma de gobierno.

Nadie quiso verse en el espejo que el hito proyectaba. Quizás lo que aquel fraude inscribió en la gramática política chilena es que el poder puede funcionar perfectamente desacoplado de todo fundamento, que la autoridad no requiere legitimidad para ejercer sus operaciones de dominio, que el lugar del soberano puede estar constitutivamente vaciado.

Esta es la lección más perturbadora: no que las oligarquías fueran fraudulentas, sino que el fraude bastaba, que la impostura resultaba suficiente, que se podía administrar indefinidamente el país desde un lugar estructuralmente inexistente.

Hoy, el espectro sigue recorriendo la escena chilena con esa insistencia de lo no tramitado, recordándonos que habitamos un territorio gobernado por fantasmas institucionales, gestionado por impostores con credenciales.

 

Del bisturí hasta la revuelta: cosas del realismo

«El espectáculo como producción de entusiasmo compensatorio»: esta fórmula condensa la paradoja constitutiva de la transición chilena. Puede traducirse como la producción farmacológica de presencia mediante la gestión espectacular de la ausencia.

Sin ir más lejos, el entusiasmo es «compensatorio» porque viene a llenar un vacío —el vacío de legitimidad, el vacío de democracia real, el vacío de justicia— que no puede colmarse mediante compensación sino solo mediante transformación estructural.

Toda fundación política arrastra consigo la marca de una violencia originaria, un acto instituyente que instaura el orden desde una exterioridad que ese mismo orden no puede legitimar retroactivamente.

El golpe de Estado de 1973 fue, evidentemente, ese momento de violencia fundacional cuya cicatriz ninguna operación narrativa posterior lograría suturar del todo: resto traumático que insiste bajo las capas de consenso con que la transición intentó sepultarlo.

Pero la ingeniería transicional pretendió resolver este exceso mediante una operación de sustitución simbólica: desplazar la violencia visible hacia las zonas opacas del consenso administrado, reconvertir el terror en dispositivo espectacular, transmutar la imposición militar en escenificación de legitimidad electoral.

El fraude del Maracaná, como genealogía de nuestro presente, vino a desnudar que esta sustitución era ella misma voluntad de impostura en su núcleo constitutivo: el consenso estaba fabricado, la legitimación descansaba sobre una farsa burda, la democracia se inauguraba lacerándose a sí misma.

La vergüenza oligárquica —siempre temporal— se metabolizó mediante el espectáculo. La respuesta de las élites fue convertir la vergüenza en olvido farmacológico, transformar el trauma en orgullo consumista, sustituir la elaboración por la sedación de las capas medias.

El bisturí del Maracaná produce literalmente un injerto: la herida autoinfligida viene a injertarse en el cuerpo del arquero como signo de una agresión externa inexistente.

Pero este injerto literal funciona como alegoría de un injerto más vasto: el injerto del neoliberalismo en el cuerpo social chileno, el injerto de la democracia en la estructura autoritaria, el injerto del consumo en el lugar de la ciudadanía.

Cada uno de estos injertos —y habría que leer aquí la metáfora quirúrgica en todo su espesor, en toda su violencia de corte y sutura, de ablación y trasplante— produce lo que Derrida llamaría una contaminación originaria: no hay estado puro previo a la contaminación, no hay cuerpo social íntegro que el neoliberalismo habría venido a corromper.

La corrupción es originaria; el fraude, constitutivo. No hay un «antes» del mercado, un «antes» del espectáculo, un «antes» del simulacro al que pudiéramos retornar mediante alguna operación de descontaminación nostálgica: el origen está ya diferido, ya espaciado, ya trabajado por la diferencia que lo constituye como origen retroactivamente postulado.

Así, lo que llamamos «transición» no sería entonces el pasaje de un estado a otro —de la dictadura a la democracia, del terror al consenso, de la violencia a la ley— sino la puesta en escena de una diferencia en la repetición, de una contaminación que no tiene afuera.

La transición no interrumpió la violencia fundacional; la desplazó, la maquilló, pero mantuvo intacto su núcleo de usurpación.

El fraude del Maracaná, perpetrado en el corazón mismo del proceso transicional, en ese interregno donde la dictadura ensayaba, revela esta continuidad que los discursos oficiales del consenso preferían mantener forcluida: la misma lógica del engaño, la misma estructura de la impostura, la misma gramática del pillaje que había operado durante la dictadura se itera ahora bajo los ropajes de una democracia que exhibe sus credenciales precisamente allí donde debería exhibir sus heridas.

No hay corte, esa fantasía quirúrgica de la separación limpia entre un antes dictatorial y un después democrático que las narrativas de la transición necesitaban producir para sellar el pacto de gobernabilidad; hay repetición alterada que desplaza las superficies mientras requiere para funcionar como dispositivo de legibilidad y control.

El ranking, entonces, no captura presencias —como pretende la retórica tecnocrática de la medición objetiva, de la evaluación transparente, del indicador neutro— sino que produce efectos de presencia mediante la represión sistemática.

Clasificar es siempre violentar la singularidad de lo clasificado, forzar lo heterogéneo en categorías homogéneas que lo domestican y lo neutralizan, suprimir (mediante el bisturí epistemológico de los criterios estandarizados) las diferencias que no caben en el ordenamiento previsto, los restos que desbordan la grilla clasificatoria, las opacidades que resisten la pulsión de transparencia con que el ranking pretende administrar lo social como inventario exhaustivo de posiciones asignables.

El dolo de 1989 y la revuelta de 2019 son dos manifestaciones de la misma archi-huella. El bisturí sigue cortando, no ya la carne del arquero sino el tejido social entero: esa herida institucionalizada que son las AFP, el CAE, las isapres, los casos Johnson, Ripley, La Polar, Penta, SQM, la colusión del confort y las estafas piramidales. Todo ese arsenal de instrumentos de autopunición erigidos en sacramento patriótico.

Tal economía sacrificial fue la forma perversa del duelo imposible: el duelo que no puede realizarse y que por eso se convierte en repetición compulsiva del daño.

El espectro sigue rondando con esa obstinación de lo no sepultado que es la condición misma de la justicia.

Y seguirá rondando, insistiendo, hasta que Chile sea capaz de heredar su dolo originario, no como vergüenza auscultada tras la máscara del jaguar, sino como herida que supura, que no cesa de sangrar.

 

 

 

 

 

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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

 

Mauro Salazar Jaque

 

 

Imagen destacada: Roberto Rojas el 3 de septiembre de 1989.

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