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[Ensayo] «La boina del padre»: Ver aquello que nos duele

Este libro —el primero que como cuentista nos ofrece su autor, Adriano Améstica— está llamado a no pasar inadvertido, y eso, se insiste, hay que agradecerlo, más aún en un circuito literario donde el facilismo va unido a la inmediatez y a la banalidad.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 14.9.2022

Adriano Améstica (Talca, 1947), profesor de castellano y periodista maulino, ha cultivado desde siempre la palabra poética, como suerte de vínculo soterrado y preciso —en una ambivalencia necesaria— de lo que se dice y cómo se dice.

Por eso sus cuentos se impregnan, inevitablemente, de esa poesía narrada que hace del discurso un avance lento, pausado, meticuloso, que se va adentrando sucesivamente en una historia supuestamente estática, pero que deviene en una dinámica interna potente, vigorosa, que socava los cimientos de la memoria, de la evocación, del dolor, de las miserias y asperezas humanas por donde transitan sus personajes.

Personajes que se yerguen desde sus precariedades más íntimas y que arrastran sobre sí el peso del sufrimiento, en ocasiones directo, en otras oblicuo o asumidos con el sino de lo irremediable, de aquello que sobrevendrá porque no hay otra salida, sencillamente porque ya ocurrió o porque será algo que el lector procurará adivinar y que, paradójicamente, termina siendo sorpresivo.

Y ello, no obstante las pistas que el narrador otorga, sutiles, vagas, imprecisas incluso, pero que entretejen ese universo donde las formas hacen de sí mismas un puente misterioso para descifrar un contenido generalmente atroz, o al menos, cercano a ciertas perversiones humanas que nuestra historia —la de un territorio, un país o un continente como el nuestro— relega habitualmente a la trastienda de un olvido forzado en aras de un futuro que irónicamente carece de sustancia, precisamente por eso: porque el olvido deviene en una caricatura de lo que somos y la memoria persiste en hacernos ver aquello que nos duele.

Si la prosa de Adriano Améstica tiene un mérito —y decirlo no es restrictivo, sino ejemplificador— ella se vincula al rescate de una geografía sufrida y extraviada por la porfiada fuerza de los hechos. No es posible reconstruir el hoy sin algún antecedente. Lo previo hace que seamos lo que somos.

En efecto, y si varios de estos cuentos notables señalan claramente las contradicciones humanas, ello se asume de manera natural, luego no hay más que agradecer el que apunten a remecer nuestro espíritu de un modo inequívoco, haciéndonos patente que la realidad, por más que quisiéramos barnizarla o contenerla, ella —esa realidad desnuda— termina, irremisiblemente, por sobrepasarnos y emerge entonces nítida y cruel.

 

Según la óptica de la transitoriedad

De ahí que este texto contenga claves innegables que nos ayudan a descubrirnos tras nuestros mundillos individuales. No alcanzamos a esquivar el bulto.

El bulto está siéndonos arrojado sin misericordia por quien ha vivenciado no sólo un período histórico, cuestión de por sí valiosa, sino que además ha incursionado de manera incisiva en una naturaleza ciudadana desfigurada por la fuerza de los acontecimientos, que siempre termina con vencedores y vencidos y que, querámoslo o no, suelen alternarse en todas las épocas para escribir o describir al mundo según la óptica de la transitoriedad.

Por eso, estas narraciones parecieran observar esa dicotomía ya insinuada: por un lado, cuentos que apelan al espacio primero de las obsesiones personales y que, más allá de los ciclos, se inscriben en un universo traumático —situado en la infancia como rango general— allí donde las causas originales consolidan al individuo y hacen de su desarrollo al hombre —o la bestia— que será mañana.

Textos como «El Chano», «La Rústica» y «Poderosa voz del río», «El Polo» y, en cierta medida, «Mal bicho», apuntan en esa dirección. El indigente que baila en medio de su locura divertida para que los niños del entorno rían de su miseria y asocien un día que las desapariciones, obligadas o no, son vinculantes.

O bien, esa predestinación de quienes parecieran asumir la existencia con el trágico fin de los condenados: una muchacha que huye hacia la naturaleza para evadirse del drama incestuoso; el sujeto que ha violado y que tiene entre sus ropas el signo de la depravación absoluta como un estigma imposible de eludir; o ese «mal bicho» que traduce en el hijo la anticipación o el sello paterno cual huella digital que establece diferencias odiosas entre dos hermanos, marcando a uno de ellos para siempre.

Asimismo, el regreso tenaz y lapidario de un hombre que hurga en el pasado la figura de un duende sobre el hombro de su abuelo, en una casa humedecida y lúgubre donde la infancia pasa como una corriente de aire que enfría la madurez y que advierte que los espacios se anidan en la memoria como una tabla de salvación: «La casa del duende» y los «Tréboles africanos».

En tanto, el relato «El insecto» —de por sí fantástico y conmovedor— nos revela la misteriosa insignificancia de un bicho puesto sobre la hoja virginal de un escritor que revierte la realidad o es superado por ésta, como un mensaje de un mundo extraño, ajeno y propio a la vez, una realidad contradictoriamente única, plausible o esperable, donde el hombre yace agónico mientras el insecto regresa y vive…, o vive y muere en la quietud de una expiración no avisada.

 

La necesidad de auscultar

Y por otra parte, un universo narrativo preclaro, señero y lúcido en su esencialidad que abarca cuentos de una hondura temática y una perfección formal estremecedoras por su dureza y realismo transversal. Toda la segunda parte del libro constituye de por sí una unidad temática en la idea retrospectiva y presente de un período que nuestro país viviera en el pasado inmediato.

Así, «Cabos sueltos», «Sobre el peligro de los sueños recurrentes», «Solos en la Alameda», «La boina del Padre», «Se busca muchacha con mariposa celeste» y «Ese aire de baile tan liviano», tienen un denominador común: profundizan en la época dictatorial, pero al hacerlo incursionan de un modo diferente al relato plano y secuencial que apunta a un final porque ese desenlace es necesario.

En todos los relatos anotados se vinculan intensamente las historias narradas y la poesía en ellos contenida. Ni aún en los textos más dramáticos se pierde la perspectiva de lo dicho si no es en función de envolvernos en una atmosfera absorbente y opresiva que, a nuestro pesar, va contándonos con una belleza discursiva innegable.

La palabra cobra luego ribetes de ensoñación o de estilete que aguijonea o abre alguna emoción contenida. Por allí se desliza después el contenido a raudales. Pero, hay que estar prevenidos: se tiende a regresar sobre lo leído, no porque su lectura canse o se nos haga difícil; por el contrario: se vuelve porque hay armonía y belleza en las frases hilvanadas.

Eso hace que el recorrido sea siempre vivaz, aún en la reiteración, porque precisamente allí deviene ese universo paralelo que nos devela una historia de superficie aparente, pero que arrastra debajo sedimento expresivo, que se desliza por abismos que no vemos a simple vista y que sólo al reflexionar sobre lo leído podemos aprehender en su sentido más visceral.

Por eso y entre muchos otros méritos, este libro —el primero que como cuentista nos ofrece Adriano Améstica— está llamado a no pasar inadvertido. Y eso —se insiste— hay que agradecerlo, más aún en un espacio literario donde el facilismo va unido a la inmediatez y a la banalidad.

Sin duda, estos cuentos son fruto de una inspiración necesaria que nos advierte sobre la necesidad de vernos más que de mirarnos.

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«La boina del padre», de Adriano Améstica (Taller de Libros, Ediciones Inubicalistas, 2017)

 

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Adriano Améstica.

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