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[Ensayo] «La vida de los otros»: Un juez al borde de la cornisa

El texto de Gonzalo Garay Burnás debería engrosar las escuálidas bibliotecas de los tribunales, fiscalías, gobiernos y parlamentos, de un país que se ufana de un Estado de Derecho cada día más irreal, extraviado en sus relamidas componendas de cargos y repartijas, de exigencias ficticias, donde el empleo y el desinterés son parte indisoluble de la vieja comedia de existir.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 10.11.2025

«Para ser juez hay que acercarse a la sicología de las personas, adentrarse en la lógica de sus acciones y buscar respuestas en sus finalidades; para ser humano, un buen ser humano, hay que soltar los prejuicios, otear el horizonte en toda su dimensión y saber perdonar. Perdonar de verdad».
Gonzalo Garay

«Porque estos príncipes, o gobiernan directamente o por medio de magistrados».
Maquiavelo

Ya el título del libro nos remite a aquella afamada película de la Alemania Oriental intramuros de los años 80, en que un oficial de la policía secreta encargado de espiar a terceros, termina identificándose con ellos, en una paradoja existencial que lo humaniza, al tiempo que redescubre el entramado de poder en el cual se haya inserto y del que apenas es un engranaje destinado a que el sistema opresivo funcione como tal.

Se ignora si Gonzalo Garay Burnás (1973) tomó el título a sabiendas de su semejanza, lo que nos parece, en todo caso una obviedad necesaria y ajustada a la desinhibida trama que subyace en este libro cautivador, no exento de pasajes trágicos, de «con-fusiones» establecidas exprofeso entre el derecho y la literatura, aquel como sustrato objetivo y el otro como rediseño de una visión de mundo, que el juzgador coloca en el relato asumiendo la condición de un creador ecléctico, de un juez que al borde de la cornisa se esmera en no sucumbir ante los embates de un sistema detestable y que, a todas luces, coarta la función de quien ostenta la dignidad de un cargo que le pesa y cuyo esfuerzo es estar a la altura de sus requerimientos.

Pero claro, la empresa no es fácil. No lo ha sido ni lo es para quien reafirma como principio valórico la feble condición humana, por sobre las vicisitudes que devienen en que fulano o zutano delinca o que quienes son llamados a ejercer justicia desde «un estrado superior» pierdan, habitualmente, el sentido de las proporciones.

Para el neófito en materias judiciales, o sencillamente para quien descree de un sistema inentendible, cuyas causas no escapan al análisis concienzudo de los que si intentan ejercer la administración de justicia con ese sello de imprescindible valor ético asociado a una humanidad exigente, las páginas de este libro los ha de llevar, a pesar de las eventuales críticas o manifiestas molestias, a verse reflejados en una galería de espejos deformados, confrontados a una suerte de «yo desnudo», despojados de esos galones artificiales con que el poder se reviste en una galanura afín a la de «un circo pobre» (sic).

En el devenir de sus quince años como juez letrado Gonzalo Garay pretendió sustraerse de sus vestimentas ocasionales, de esa indumentaria que parte con la corbata y termina en un par de zapatos de marca.

Con todo, el hábito no hace al monje, pero en las gradas de la judicatura la persona entra por los ojos y este juez rebelde consigo mismo y su entorno, lo supo del momento en que ingresó al Poder Judicial, con un idealismo quijotesco merecedor de mejores causas, no sólo las que le tocó resolver, a costa de yerros y aciertos, sino de esa parodia absurda con que la estructura jerarquizada lo fue aniquilando —si es que el término cabe— en sus anhelos de ser mejor en su oficio y medianamente justo en sus decisiones.

 

Ese ser más íntimo

Pero no se trata únicamente de un relato desglosado en capítulos cortos, concisos, y de una precisión pedagógica certera, sino que, además, se evidencia de forma empírica, el funcionamiento de un estado de derecho que maneja a «príncipes y súbditos» tras bambalinas.

Aquellas vacilaciones, expresas o tácitas, con que el narrador invita a adentrarnos en sus disquisiciones filosóficas, sociológicas, en sus requiebres sicológicos y en esa imperiosa pretensión de conocer el alma humana, de los que sufrirán el peso de la ley por sus acciones y de quienes, circunstancialmente, ostentan el mallete que condena o absuelve, es —se reitera— una invitación que envuelve un profundo sentido de trascendencia: la justicia es un arma de doble filo, acerada e implacable, dócil o sumisa, conforme el ideario jurisdiccional intercede, sea individual o colectivamente.

Y esa intervención es claramente conocida, ya sea en la generación equívoca de los nombramientos judiciales o en el forcejeo vasallesco de quienes están llamados a trepar por los intersticios de una organización algo omnímoda, con el que se revestirán un día y desde el que hará surgir a ese «otro yo dominante» que todo ser humano —o la mayoría— lleva dentro como un animal agazapado, presto a saltar sobre la superestructura, que lo invoca con una tentación casi imposible de contrarrestar.

De ahí que —y es una suposición con visos de seguridad— que el juez que ejerciera por quince años sus labores un día se sustraiga de su investidura semisagrada, le dé un soberano puntapié y extraiga desde su interior a ese ser más íntimo que lo reconcilie consigo mismo y con el mundo.

Es verdad: se opta por retomar ese altruismo primigenio, la necesidad de superar sus dudas y su desconcierto, para entrar de nuevo a ser parte real de «esa vida de los otros».

Y ello, también como otra paradoja que lo motivó por tres lustros y que ahora, mimetizado en una calle cualquiera, el supuesto azar lo hará encontrarse con un indigente, «un viejo condenado» y su perro como mascota, y no tiene más elección que acariciar al perro y asumir el silencio con el anciano cartonero, en un intento casi sagrado de mutuo reconocimiento. Y es la síntesis perfecta en una imagen llena de reconciliador simbolismo.

Un texto que debiera engrosar las escuálidas bibliotecas de los tribunales, fiscalías, gobiernos y parlamentos, de un país que se ufana de un Estado de Derecho cada día más irreal, extraviado en sus relamidas componendas de cargos y repartijas, de exigencias ficticias, donde el empleo y el desinterés son parte indisoluble de la vieja comedia de existir.

En suma, Gonzalo Garay, expone con una sinceridad inusual desde su propia desnudez personal y expuesta sin tapujos hacia el desnudo general, para que un baño de honestidad embargue a quienes son o hemos sido parte de lo mismo, con cierta e incómoda vergüenza, como si la vida del derecho no sólo fuera una exigencia per se, sino y, sobre todo, una escueta y desequilibrante narración sobre los conflictos terrenales del alma humana.

 

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).

Entre sus obras destacan las novelas El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024), Útero (Zuramérica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

 

«La vida de los otros», de Gonzalo Garay (Editorial Trayecto, 2023)

 

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Gonzalo Garay.

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