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[Ensayo] «Las brujas de Salem»: Las vorágines del miedo y el rencor, en versión catalana

El montaje del mítico título dramático del autor estadounidense Arthur Miller se exhibió a inicios de 2017 en el Festival Griego de Barcelona —en una puesta en escena dirigida por el actor español Andrés Lima (el hermano de la famosa Lola Dueñas)—, y la cual puede apreciarse gratuitamente por streaming, desde el catálogo de la excelente plataforma Teatroteca.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 8.9.2021

«En el fondo sabemos que al otro lado de cada miedo está la libertad».
Rabindranath Tagore

Andrés Lima dirige este clásico del neoyorquino Arthur Miller estrenado en Broadway en 1953 que fue galardonado con el prestigioso premio Tony y que ha sido representado desde entonces en múltiples idiomas y países. En su día fue dirigida por grandes talentos como Laurence Oliver o Luchino Visconti.

Y así mismo ha sido llevada al cine y a la televisión en numerosas ocasiones, destacar la de 1957 dirigida por Raymond Rouleau a partir de la adaptación de Jean Paul Sartre con Simone Signoret e Yves Montand, y la de 1996 conducida por Nicholas Hytner y la cual fue trasladada por el propio Miller e interpretada por Daniel Day-Lewis y una jovencísima Wynona Ryder.

Se narran los cruentos hechos que acontecieron en la ciudad de Salem (Massachusetts) en las postrimerías del siglo XVII. Una reunión nocturna de algunas jóvenes lugareñas provocó un tsunami de acusaciones y venganzas entre vecinos que en su mayoría se declaraban “buenos cristianos” repudiando al “maligno demonio” que sólo veían en el otro.

Este texto teatral nació como reacción a la tristemente famosa caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy. Miller como tantos otros del mundo de las artes escénicas fue acusado de simpatizar con el comunismo y en consecuencia de ser antiamericano, pero se mantuvo firme ante las presiones y jamás delató a ningún compañero. Con su actitud demostró valentía e integridad, muchos otros se dejaron llevar por ese ambiente de sospechas y falsas acusaciones.

Eran los años más duros de la llamada Guerra Fría y en EE. UU. planeaba una atmósfera asfixiante que amenazaba seriamente las libertades básicas.

De ahí que poner luz a la cruenta historia de la caza de brujas ocurrida en la ciudad de Salem allá por el siglo XVII fuera una necesaria denuncia a la sufrida en su propia piel. Y por extensión a las cazas de brujas quizás más disfrazadas que lamentablemente siguen entre nosotros hoy en día, esa es la pedagogía de esta excelente obra teatral más allá de esos dos lamentables sucesos históricos.

La versión analizada aquí fue adaptada por el escritor barcelonés y Premio Cervantes de Literatura Eduardo Mendoza. Se estrenó en catalán en 2017 en el marco del Grec, el excelente festival veraniego barcelonés y posteriormente se representó en castellano en Madrid.

La protagonizan excelentes actores como Nausicaa Bonnín, Borja Espinosa, Carme Sansa, Anna Moliner, Carles Martínez o José Hervás. Junto a ellos, uno de los mejores intérpretes españoles en activo, el barcelonés Lluís Homar quien es miembro fundador del Teatre Lliure (toda una institución que ha albergado y alberga grandes de la escena), entidad nacida en el popular barrio de Gràcia de la capital catalana y que él mismo acabaría dirigiendo a finales del siglo pasado.

La obra pertenece al catálogo gratuito de Teatroteca.

 

Miedo y resentimiento a la desnudez

En escena unas jóvenes débilmente iluminadas simu lando una hoguera en la noche cerrada del bosque. Allí bailan desnudas su ansiada liberación y —sabremos— conjuran a los mayores de su comunidad, conjuran al fundamentalismo cristiano que las asfixia en insoportable represión.

Mujeres en la noche, en el bosque, junto a la hoguera y despojadas de ropajes o la combinación asociada a la condición de brujas en tiempos de oscuridad como aquellos. La mujer liberada mal entendida como la encarnación del demonio para la mentalidad puritana fundamentalista, la desnudez del cuerpo y el alma vista como gran “pecado” a los ojos de los que no viven ni dejan vivir en su rígida desconexión.

Y el pastor de esa comunidad y padre de una de esas jóvenes descubre —linterna en mano, la obra se expande así en el tiempo, también el vestuario es actual—esa danza ritual pagana. Como consecuencia, su hija cae desmayada.

Esa chica que no despierta atrae a muchos de los feligreses que pronto murmuran afirmando que su mal es brujería y atribuyendo al demonio ese repentino desmayo. No es la única que se comporta de modo extraño, las jóvenes ansían libertad y ya no soportan más esa comunidad de mandamientos e intolerancia.

Un narrador —Lluis Homar en esa función hasta que encarne a mitad de la representación al temible gobernador Danforth— nos va ampliando información de lo que allí ocurrió y reflexiona sobre el miedo: “Era una época en la que reinó un profundo miedo, y con el miedo pasa lo mismo que con el amor, una vez pasado casi no puede explicarse”.

En esa comunidad reprimida se teme a la feminidad salvaje que las chicas encarnan, al alma y el cuerpo libre que ellas sienten en su juventud. Y para ellas esa liberación fugaz supondrá dar paso al gran miedo —propio de ese microcosmos cerrado y del que no pueden liberarse—a ser señaladas y castigadas por “malignas poseídas por el diablo”.

 

«Las brujas de Salem» en la versión de Andrés Lima (2017), protagonizada por el actor Lluís Homar

 

Miedo y resentimiento al otro

Es un pastor foráneo que acude en “ayuda” de esas jóvenes quien les ofrece una peligrosísima salida a su comprometida situación. Salida que desencadenará en una espiral de acusaciones entre los miembros de la comunidad, el miedo y el resentimiento —antes escondido en el conveniente disfraz de hermandad— al otro afloran con fuerza.

La salida ofrecida a las chicas es aceptar la culpa, rechazar al “maligno” y señalar a otros seguidores suyos. Así, Abigail (Naussica Bonnín) la más combativa de ellas delata a la mujer del hombre al que ama y a partir de aquí la espiral de acusaciones que evidencian la realidad de esa comunidad que presume de condición cristiana.

Nadie se salva de la quema, ni los que buscan conciliación. Afloran viejos rencores personales y también afanes posesivos dado que los condenados por herejes pierden derechos sobre las tierras. Así nos lo explica el narrador de lujo: “se disfrutó del placer de la venganza. Las sospechas y las envidias que el desgraciado sentía por el que era feliz pudieron estallar”.

Salem está ya en boca de toda la región y allí acude a poner orden el implacable gobernador Danforth (Lluís Homar ya en acción demostrando su grandeza actoral) a quien no le tiembla la mano al firmar condenas de muerte en sus juicios y prejuicios.

Ante tanta mezquindad, sobresalen algunos lugareños de principios y dignidad como John Proctor (Borja Espinosa) quien pese a las presiones prefiere morir acusado a ser acusador de otros. Un hombre que les espeta: “Desde cuando el que acusa es sagrado” y lanza un duro alegato destapando la gran mentira que encarnan todos: “arderemos juntos en el infierno”, sentencia.

Presenciamos su ejecución en la horca cuyo mástil se confunde con el gran crucifijo que preside el escenario (la escenografía de la obra es espléndida, una estructura cambiante a base de tablas de madera que es patíbulo al final). La ejecución —para nada cristiana— entre cánticos y rezos “cristianos”. Triste y doloroso amén(azar) para nada azaroso.

 

El crisol

«Soy hombre de bien, aunque no siempre ha sido así: conozco, por desgracia, las dos caras del crisol, si la metáfora es válida».
Eduardo Mendoza

El responsable de esta adaptación catalana de la obra, puso en boca de uno de sus personajes el simbolismo del título original de Miller. Fue en su El misterio de la cripta embrujada y continuaba la frase afirmando que en realidad su personaje no conocía el auténtico significado de la palabra.

The Crucible o el crisol, es la resistente cavidad de los hornos en la que se depositan los metales allí fundidos —tales como el simbólico oro— a altísimas temperaturas. Y también se denomina así a un recipiente de laboratorio cuya función es extraer los elementos puros de las imperfecciones a través del calor extremo.

Simbólicamente el crisol como receptáculo de la —entiendo— necesaria gran obra alquímica en uno mismo.

En esta línea, el calor extremo en la obra es el fuego desbocado no asumido de esa hoguera femenina a la que se le ha privado de aire, esa identidad salvaje asfixiada por el corsé del puritarismo que fabrica maldades en su intolerante acusación disfrazada de salvación de almas.

Ese fuego no entendido ni individualmente ni grupalmente acaba abrasando a toda una comunidad y a la vez se torna agente realmente purificador para los pocos seres íntegros de alma desnuda, para los pocos auténticamente humanos y en consecuencia realmente cristianos —crean o no en ese hombre ejemplar que es arquetipo de amor verdadero—.

Ahí está Proctor y en él tantos a lo largo de los tiempos que a menudo sin querer se han convertido en héroes por actuar conforme a su sentir solidario.

En tiempos como el nuestro en el que se tiende a poner el foco en los intolerantes Danfort de todos los colores como “solución” a la a menudo compleja diversidad humana, entiendo muy necesario revisar historias como esta en las que se retrata las consecuencias de dejarse llevar por sus postulados y se ensalza el valor de quienes se niegan a derretirse en su absurdo fanatismo manteniendo su brillo inmortal como necesario faro para navegantes futuros.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Las brujas de Salem (2017).

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