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[Ensayo] «Nunca subí el provincia»: Sobre el tiempo y el ejercicio documental

Una sugerente reflexión audiovisual y estética —en torno a las temporalidades propias del registro de la no ficción cinematográfica— es la que ofrece a través de su visionado el reciente título del realizador nacional Ignacio Agüero, y el cual constituye uno de los grandes estrenos de la plataforma Miradoc.cl durante esta temporada 2020 que ya se acaba.

Por Sofía Pradel

Publicado el 20.12.2020

El documental como proyecto en movimiento de principio a fin, es decir, en todo su conjunto creativo y realizativo, parece contener como dispositivo por excelencia la tensión entre la espera y la acción, el transcurrir del tiempo en un estado bruto, la contención de esa sensación prisionera de los segundos previos a salir corriendo.

Ahí, pudoroso, permanece un afán que debe tomarse su tiempo, la urgencia de documentar un germen particular, en un momento determinado.

El proceso digestivo que implica el ejercicio documental, es decir, la conformación de una idea, su asimilación y su proceso de degradación en miles de posibilidades, seguido del proceso enzimático, reaccionario e impredecible que nace de su contacto con las circunstancias ajenas a los deseos de su creador, tiene por eje central las formas en que el tiempo se manifiesta: el accionar, el transcurrir, el letargo, la quietud y el ajetreo.

Finalmente una dualidad yuxtapuesta, el ejercicio de mantenerse a la espera, vigilante respecto a los estados que adopta dicha temporalidad en dicha narrativa.

Estos cronotopos configurados en todos los géneros cinematográficos de forma particular, están intrínsecamente vinculados a la motivación comunicativa. Con qué velocidad vemos los acontecimientos en construcción es buena parte de lo que nos llama a evaluar la idea central del filme.

Cuando pensamos en las diferencias entre el cine de ficción y el documental, estando al tanto de la problematización de estas fronteras, las formas del tiempo son, sin duda, un indicador relevante.

En la tradición cinematográfica chilena vemos cercanía a la modalidad histórico–descriptiva, que implica desde su naturaleza una temporalidad pausada, un recorrido por los aconteceres que han compuesto los macro–discursos nacionales, tanto desde la tradición ficcional hasta el género documental.

Sobre este último, tenemos como gran referente la escuela de Patricio Guzmán y todo su imaginario abocado a “la búsqueda de las imágenes verdaderas” (Ruffinelli, 2013), en una temporalidad que responde a la incesante espera que el documentalista ha plasmado en su obra, una obstinación guerrera contra un contexto traumático, tendiente al olvido.

Esto nos remite a un estado contemplativo y expositivo que, entendido como la perpetuación de la imagen bidimensional a través de los años, parece ser la única posibilidad de movimiento en un contexto inmóvil.

El cine de Guzmán, sus obras desde La batalla de Chile (1975) y todos sus derivados teóricos —a fin de cuentas, su legado— se han convertido en estandarte de esta temporalidad en pausa en un lapso de tiempo cíclico y eterno.

Todas las acciones dentro del universo fílmico, una y otra vez representadas, son las que dan sentido a esta espera.

La trayectoria del cineasta chileno también opera conforme a las figuras tradicionales de articulación de discursos populares. En Teorías sobre el cine documental chileno (2017) se habla sobre una “inteligencia secuencial del relato”, la que se reconoce en todo orden de discursos en los que hay una permanencia semántica que destaca la figura de un héroe, corpóreo o no.

Comprendemos que en la obra de Guzmán esta figura está representada en la memoria, eje que justifica la acción en la inacción, ya sea aplicada a la representación de un centro humano u otro centro espacio/temporal.

Podemos ver, teniendo esto en cuenta, un conjunto de secuencias que dan vida a la espera de la caída del tirano, las que incluyen su exposición, la reelaboración del discurso histórico, la prueba de los remanentes, e incluso la proyección de esta intención en esferas más trascendentes que los planos terrestres, como ocurre en La nostalgia de la luz (2012), o El botón de nácar (2015).

Pero las notas sobre las temporalidades, que seguiremos considerando dispositivos base del proceso documental, son fácilmente estudiables no solo en cuanto a la imagen —y cómo lo que llamaremos eje protagónico se desplaza dentro de esta—, sino en elementos más concretos como el guión, o el tipo de vehículo semántico elegido, es decir, mediante qué premisa se dará inicio a la trama.

 

«Nunca subí el provincia» (2019)

 

El individuo y la construcción de su propia temporalidad

Sobre este tópico es que en búsqueda de una reacción variada de los referentes nacionales nos topamos con el cine de Ignacio Agüero, quien no solo juega continuamente con la delgada línea que separa lo privado de lo público, sino que elabora discursos que oscilan entre lo acotado y lo errático, especialmente abocados a asuntos de percepción.

Curiosamente, esta combinación logra construir una temporalidad más bien divagativa, un cronotopo inestable en cada una de sus obras. Quizá, una reflexión sobre lo efímero y multiorgánico de la espera.

Después de un pequeño paso por las tendencias nacionales respecto a este tema, es posible observar que la obra de Agüero se encuentra mucho más afín a los relatos relacionados a la definición de cámara–ojo que tuvieron algunos movimientos experimentales a fines de los años 50 (Corro, 2007), sumando como elemento sello una presencia narradora que, generalmente, vuelca un segundo conjunto de elementos referentes a los estados de las cosas, los personajes y el tiempo, no siempre acorde a lo que se ve.

Esta superposición de tiempos termina por desarticular y reconstruir el concepto de cine–realidad, de forma en que no puede desprenderse de este, dado que tanto guión como imagen están profundamente ligadas a lo cotidiano.

Así, es que se da paso a una nueva perspectiva aparentemente menos explorada en la producción nacional: la del individuo y la construcción de su propia temporalidad.

El cine de Ignacio Agüero ha incursionado indagando en esta corriente reflexiva sobre el paso del tiempo, lo que ha terminado en una seguidilla de documentales con un metalenguaje sobre todas las formas y espacios en los que este se manifiesta.

Esto, sumado a que el cineasta incorpora como parte de esta problemática el concepto de distancia, estableciendo una lectura profunda de estas variables, como si la resolución a este estado reflexivo se tratara de una simpleza matemática.

Su documental más reciente, Nunca subí el provincia (2019), relata los pequeños pero drásticos cambios de una esquina de la capital, la severidad de los años en el paisaje urbano y los rostros de quienes avanzan por él.

Sabemos, gracias a la voz narradora, que muchas de las vidas que rodearon la ciudad están muertas. También sabemos que, aún sin grandes pretensiones, sus historias fueron lo suficientemente importantes para ser contadas. Esta es, a todas luces, una película sobre el tiempo, que plantea varias interrogantes respecto a qué entendemos por tal.

¿Cómo se configura la espera? ¿Prima su representación pictórica o narrativa? ¿Es una certeza o una incertidumbre? ¿Cual es el rol de la distancia en esta materia?

Si quisiéramos hablar de constantes en el cine de Agüero podemos detenernos en su narrativa, en esa forma de comunicar los diferentes ritmos que adopta su propia historia entrelazada con la de la urbe. Es una resistencia, o quizá lo contrario, el avance de su naturaleza particular en el tiempo, un dejarse transcurrir a través de las palabras.

Toca, en este punto, preguntarse qué es lo que realmente causa el tiempo al ser relatado; en cierta ocasión, otro realizador chileno me aseveró que “el tiempo modifica”, pero, ¿realmente lo hace? Agüero nos dice en su última obra, en algún tipo de sarcasmo o una resignación lapidaria, “acá todo sigue más o menos igual”.

El tiempo, ciertamente, cambia algunas cosas mientras que perpetúa otras. Nunca subí el provincia establece este panorama como su mayor estandarte.

Y así, recordamos que las diferencias sociales se mantienen, mientras la historia particular, el paso de cada persona dentro y fuera del filme, cambia hasta volverse una inminente evaporación terrenal. Cabe preguntarse después de comprender que el tiempo no es más que un arma de doble filo en manos de la espera, ¿que se espera cuando se espera?

Respecto a esto, Agüero impone la más bella y preponderante lógica de todo ejercicio documental: lograr el extrañamiento de un presente, lograr derretir las objetividades.

La conciencia del tiempo que transcurre y la espera en que esta se transforma, sin darnos cuenta, es igual dentro y fuera del filme; nos disponemos a ver alguna genialidad, en alguna fracción, en algún recoveco de la pantalla, como paga por el tiempo que hemos invertido en esta reposada acción de contemplar.

Y no llega como estamos acostumbrados, ni en esta película, ni en general en el mundo cinematográfico de Agüero.

Los vecinos, los merodeantes del tiempo y el espacio de nuestras vidas, siempre presentes, siempre perpetuándose en el tiempo con diferentes formas y matices, ahora mismo son parte de las cosas que más podría asombrarnos visualizar en formato protagonista dentro de la gran pantalla, esto, especialmente si consideramos el contexto y la modalidad en que este documental ha sido liberado.

En medio de una era de plataformas que explotaron el concepto de lo espectacular, una temporada pandémica ha revalorizado lo esencial, y este filme, lo ha evidenciado.

Creo en esta suerte de taxonomía en que puede convertirse la espera, de forma que se vuelve un ejercicio que viene a reivindicar la experiencia, aún anclada a una forma que la vincula a la quietud, a lo particular, a lo que sigue de forma natural en el transcurrir humano.

En esta manifestación más “pasiva” del tiempo, encontramos un encuentro espacio–temporal más relevante que la teorización, que la idealización, el existencialismo y todo aquello vinculado al germen imaginario del éxito.

El provincia tapado, el panadero muerto, las personas que ignoran su existencia, el valor que le da el cineasta.

Las imágenes de la ventana en distintas estaciones, el cerro que ya no se ve, la casa de Sofi siempre cerca pero inaccesible, son evidencias de que estamos frente a un manifiesto sobre la materia que rodea una sola vida, materialidad que olvidamos es más cercana a nosotros que cualquier metafísica, y que en muchas ocasiones es disfrazada a través de producciones y terrenos creativos virtuosos, desde lo estético o académico.

“Nunca subí el provincia”, aseveración que nos hace pensar que su narrador nunca lo hará, que ya no queda tiempo.

“Nunca subí el provincia”, como una cadena lingüística que ata el futuro.

“Nunca subí el provincia”, aseveración para la que no hay respuesta escrita o sonora posible.

“Nunca subí el provincia”, como si los tiempos estuviesen medidos por las esperas y las imposibilidades de lo que está en el pasado y el futuro.

Este cruce de lecturas es el meollo del ejercicio documental, porque en palabras del propio Agüero, confundir los tiempos es para lo que está hecho el cine.

 

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Sofía Pradel Mondaca (1996) es licenciada en literatura por la Universidad Finis Terrae (Chile). Se especializó en el área de guionismo, y ha centrado sus estudios en corrientes cinematográficas e historia del cine. Siguiendo esta línea, colaboró con artículos para el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso, además de incursionar en la docencia.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Sofía Pradel Mondaca

 

 

Imagen destacada: Nunca subí el provincia (2019).

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