Si la política representativa es imposible y no responde a las «formas de vida», Franco Parisi es el síntoma de que algo fundamental se ha roto en la capacidad de la multitud para imaginar una experiencia compartida, pues en esta ocultación mediante la revelación reside la estructura del sistema de representación: la imposibilidad de saber si lo que se dice es verdad o su simulacro.
Por Mauro Salazar Jaque
Publicado el 19.11.2025
El análisis que ofrece la izquierda progresista y la derecha institucional sobre Franco Parisi revela, con una transparencia patética, el verdadero objeto de su pánico: la precarización de la creatividad («lo político») cuando irrumpe el comentario aporofóbico —gestional— y la reactividad ante toda forma de populismo que envilece elites, que han devenido «gente con dinero».
No hay proyecto hegemónico —ni de derecha ni de izquierda—, solo administración técnica de la crisis. La bio-familia del PDG no es una amenaza real en el sentido tradicional, sino una «policía» anoréxica que escinde la política del juego de las metaforizaciones. El pánico es mucho más profundo cuando se desliza una lengua transparente que articula sin pudor aquello que la izquierda y la derecha utilizan como mediaciones para adormecerse a sí mismas.
Las ritualidades funcionales al poder, los acuerdos tácitos, todas las formas mediacionales comprenden una elitización de la transición. Asistimos a un revival de la Concertación centrado en la «razón gestional» como un lugar oracular. Entonces, administración, tecnificación y gobernanza comprenden un argot de acuerdos manageriales que erige el dogma institucional sin salivar pavloviano, y sus prescripciones estéticas.
En las últimas horas Hugo Eduardo Herrera, en un medio de la plaza, destilaba un texto que habita la penumbra entre la decencia y la astucia. El abogado divulgó un comentario que podría llamarse —con la precisión de un pasquín—, «Usos de la república».
Con todo, el texto de Herrera, propagandístico hasta en sus silencios, abraza una operación particularmente insidiosa: invoca los «soviets» como espectro, como si el PC, en tensiones con su identidad, tramara en la sombra la reposición (sutil y soterrada) de modelos autoritarios que ya nadie quiere.
Pero aquí está la trampa: Herrera llama «consenso» a la identificación de la democracia con la administración ordenada del Estado, vaciando precisamente aquello que la define ontológicamente, borrando el antagonismo que es su sustancia misma.
Cuando el autor opone al PC «leninista» un concepto puro de «república» —esa palabra de aire limpio, de intención clara— no hace sino reproducir la ficción policial de que existe un orden transparente hacia el cual aspirar, como si la política fuera asunto de higiene administrativa.
La democracia no es un estado de cosas sino una disrupción continua de los repartos, un desgarramiento incesante de lo que se creía decidido. El argumento sobre las «reservas mentales» del PC funciona como mecanismo de exclusión del litigio político legítimo: patologiza el conflicto inherente a toda política para reinstituir la «paz» oligárquica bajo el pretexto elegante del republicanismo.
Así, la exigencia de «compromiso con la no violencia» oculta una petición más profunda que circula de contrabando: que ciertos actores renuncien a su capacidad de interrumpir el orden, que cesen de verificar (obstinadamente) que la igualdad no existe sino en la disputa por hacerla visible.
El PC, en medio de sus contradicciones —que nunca son pocas, que son abundantes—, mantiene abierta la pregunta sobre quién cuenta, quién es visible, quién tiene derecho a ocupar la escena común.
Y Herrera lo niega radicalmente, clausura esa pregunta con la solemnidad del republicano. Silenciar esa pregunta bajo el nombre de la república es cercenar la única posibilidad de transformación genuina, es amputar lo político de su condición de posibilidad.
Quizá, en un inconsciente que no cesa, Herrera reproduce la visión que, durante años, sostuvo sobre otros nombres y otras figuras, entre ellas el propio Jaime Guzmán.
Herrera, entonces, se ve obligado —no por virtud de brújula moral alguna, sino por el hecho de haber prometido garantías democráticas a su propio sector político— a interpelar aquello que defiende tenazmente. Un gesto de lucidez tardía, acaso la más amarga, que reconoce la letra aventurera que ha dejado escombros donde debiera haber solidez.
Pedir garantías democráticas al sector de Kast, como si la cuestión fuera meramente de procedimiento, de promesas públicas suscritas en actas notariales, implica una ingenuidad política de proporciones.
¿Qué garantía puede ofrecerse cuando el candidato que aspira a la presidencia es hijo de una genealogía que no cesa de nombrar lo innombrable? Kast no nace de la nada: es el hijo que hereda literalmente los archivos de una cercanía incómoda, la amistad con Miguel Krasnoff, su defensa de los torturadores que el Estado chileno avaló mediante el olvido institucionalizado.
Porque Kast, en su forma más brutal, es el resultado de esa sutura fallida: el hijo del neoliberalismo pinochetista que dice en voz alta lo que Herrera intenta administrar en silencio.
Un precariato sobre el cual Herrera y sus pares no dicen nada
En un artículo titulado en La Segunda, «Kast y la República Democrática», Hugo Herrera ha arriesgado una fábula de república que solo se sostiene mediante la represión de aquello que la contradice: la presencia de Kast como síntoma de su propia imposibilidad.
Pero en ese acto de nombrar-ocultando, en esa prosa que se enreda en sí misma buscando escapar de su propia verdad, aparece la huella de lo que el republicanismo debe silenciar: que la diferencia entre Kast y el orden que Herrera pretende defender no es una diferencia de principios sino apenas una diferencia de grados en la administración de la exclusión.
El pánico de Herrera revela así que la república democrática ha dejado de ser un proyecto político para convertirse en una ceremonia donde se invoca el nombre de la igualdad para perpetuar la desigualdad que la define ontológicamente.
La historia tiene estos pliegues irónicos: el anticomunismo se parece demasiado a aquello que combate. Lo aporofóbico se mantiene en vilo respecto al lodo de la Familia Parisi con sus marginalidades mediáticas en la revuelta de 2019.
Esto es una afrenta a toda lógica del simbolismo —acá, en Parisi, habría puro porno, cuando los modos del cortejo son mediación, cuando la seducción requiere diferimientos, de rituales que la gestión consagra—. Lo político es aquello que introduce la igualdad como presupuesto, que cuenta a los sin-parte como parte.
Pero el orden policial de Parisi se ve excedido con el 60% de sus votantes —cuerpos pobres cuyo salario no alcanza los $600 mil mensuales—, un precariato sobre el cual Herrera y sus pares no dicen nada, salvo el rictus de salón.
El resultado es que lo político, como irrupción de lo igualitario, ha sido reemplazado por la «gestión consensual de poblaciones precarizadas». Esta es la biopolítica de Parisi.
Con todo, el Partido de la Gente (PDG) —sin gente— esto es lo verdaderamente pavoroso. Ha nombrado sin velos lo que todos saben, pero nadie puede decir públicamente en los espacios de legitimación: que el sistema político es una «máquina vacía», que todos los candidatos son intercambiables, que la diferencia entre izquierda y derecha es únicamente cosmética, que gobernar es administrar el consumo de masas mientras se asegura la acumulación de capital (informalidad, migración y seguridad) para unos pocos elegidos.
Parisi lo dice, e incurre en un aserto doloroso que revela el verdadero error de la política institucional chilena: no es que haya elegido mal, es que ha dejado de elegir. Ha aceptado que la política es imposible y que lo único que queda es la «administración consensual (enfermiza) de la crisis».
El intento del PC, situando como punto nodal el rechazo a Kast, sería captar el voto diaspórico y atmosférico del PDG, como si tales antagonismos pudieran ser fácilmente integrados.
Con todo, la estrategia del comando de Jeannette Jara intentaría reabsorber el disenso manteniéndolo dentro del orden de la representación, como si la «política representativa —cadena de equivalencia rota—» que ha agotado su capacidad de absorber la multiplicidad de demandas, aún fuera viable.
La estrategia no es simplemente comunicativa, sino una operación de «injusticia radical» que pretende tomar votos que expresan rechazo a la máquina representacional (voto de explotación, descontento, cólera) e incorporarlos mediante la promesa de «soluciones inmediatas» y «lenguaje sencillo». Pese a ello, Parisi trabaja con población en estado de subsistencia y Jara debe evitar una dialéctica simple al acercarse al electorado de Kast.
Cuando la bio-familia (Parisi) es una subjetividad perpendicular, transversal y oblicua, significa que el texto orquestal (institucionalista) ha sido reemplazado por tácticas individuales, que la responsabilidad mutua ha sido sustituida por pactos de conveniencia. Pero esta promesa contiene su propia negación. Porque prometer es reconocer que lo prometido está en peligro, que la pérdida es inminente, que el robo es la verdad fundamental del sistema.
La soledad compartida no parece familia. La familia Parisi navega. ¿Y si lo que llamamos familia Parisi no es sino el reconocimiento de que la navegación es el único movimiento posible?
Pues la detención significaría el hundimiento; la promesa de seguridad mediante la acumulación es la única ilusión que nos mantiene a flote en un océano donde ya no hay tierra ni horizonte, solo el pánico de continuar.
La estructura del pánico
La teoría del «voto rabia» como categoría clínica —como diagnóstico que presume entender qué quieren realmente los votantes de Parisi— es el primer mecanismo de defensa que despliega el establishment.
El discurso progresista sobre Parisi tiene una estructura precisa: sus votantes son sujetos dignos de comprensión (no son fascistas irascibles, sino personas con legítimas preocupaciones); se identifica de dónde viene su indignación (abusos del sistema, promesas incumplidas, oligarquías); por fin, se propone que esta indignación pudiera canalizarse hacia opciones progresistas «reales», opciones que ofrecerían soluciones «verdaderas».
Lo que se oculta bajo esta operación es el presupuesto fundamental: que existe una solución, que el sistema es reformable, que la indignación puede ser productiva si se dirige hacia los canales de la «modernización terciaria».
Parisi ha cometido el error de nombrar lo innombrable: que no hay solución dentro del sistema, que los canales progresistas y conservadores son dos brazos de la misma máquina. Por eso hay que humillarlo, descalificarlo, hacer evidente que sus votantes son irracionales, que su presencia en la política es patológica.
En efecto, porque si Parisi tiene razón —si realmente no hay diferencia, si realmente estamos todos atrapados— entonces toda la estructura de legitimación del analista colapsa. Ya no puede hablar desde la posición del experto que viene a ofertar soluciones. Ya no puede pretender que su análisis es neutro, que su voz viene de un lugar de verdad.
La derecha despliega una estrategia diferente pero homóloga. Reconoce en Parisi algo peligroso porque encarna lo que siempre ha sabido, pero nunca ha querido admitir: que el poder no se funda en principios, sino en la capacidad de control, en la gestión técnica de poblaciones.
Parisi es peligroso porque es demasiado honesto al respecto. Simplemente dice: «yo estoy aquí, tengo votos, puedo hacer que los candidatos bailen a mi ritmo». Es el cinismo en su forma más pura, y la derecha institucional no puede permitir que se vuelva legible, porque revelaría la verdad de su propia estructura de poder.
Lo verdaderamente perturbador para ambas máquinas es que Parisi no ofrece nada: ni proyecto alternativo, ni visión de futuro distinto, ni promesa de mundo mejor. La operación que ambas máquinas (progresismo y derecha) despliegan es un acto de «denegación».
Niegan que Parisi articule una verdad. Niegan que su discurso sea razonable. Niegan que sus votantes sean sujetos políticos legítimos. Y en esta negación triple revelan la estructura del pánico.
Porque si aceptaran que Parisi habla una verdad razonable articulada por sujetos políticos legítimos, tendrían que aceptar que están todos comprometidos, que todas sus soluciones son parciales, que toda su retórica de transformación o conservación es apenas ruido sobre un sistema que continuaría produciendo sus efectos de control, precarización, acumulación.
Lo que el progresismo y la derecha no pueden tolerar es que Parisi hable desde una posición de completa escisión respecto a su propio acto enunciativo. No pretende que sus promesas transformen el mundo. Sabe que está jugando un juego donde lo único que importa es la acumulación de poder para negociar dentro de los límites que el sistema permite.
Esta «des-honestidad radical» es lo que produce el pánico. Porque mientras Parisi pueda hablar, mientras pueda ocupar un lugar en el espacio político diciendo sin filtro que todo es ficción, el sistema pierde su capacidad de auto-legitimación.
La falla de la socialización neoliberal
Habría que preguntarse —y esta pregunta no es inocente, nunca lo es— qué se juega en la intersección entre «los Parisi» y la revuelta. Ambos fenómenos hablan de la misma falla: la falla de la socialización neoliberal, que no es accidente ni contingencia, sino constitutiva e inherente a un orden que produce sistemáticamente la imposibilidad de lo comunitario.
El votante de Parisi y el manifestante de octubre son figuras especulares de una misma carencia: la carencia del significante que permitiría inscribir el deseo en un orden simbólico compartido. El parisista goza de esa carencia, la celebra, la vuelve programa: el otro como ajeno hostil, lo social como pura restricción, el Estado como enemigo, la comunidad como impostura.
Así, el manifestante del estallido, en cambio, sufre esa carencia, la denuncia en el acto mismo de reunirse —aunque sea ilusoriamente, en lo imaginario— en la plaza. El 2019 no fue sino el intento desesperado de producir comunidad allí donde el orden neoliberal la ha vuelto imposible.
Ambos, parisistas y manifestantes, testimonian el fracaso del proceso socializador: mientras uno responde con el cinismo del «sálvese quien pueda», el otro ensaya, precariamente, la utopía de «salvarnos juntos». La revuelta fue el síntoma de la misma enfermedad que Parisi celebra: la destrucción de todo lazo social que no sea instrumental.
Los candidatos que pasan a segunda vuelta necesitan que el espacio político continúe siendo un espacio de creencias. Necesitan que la gente siga creyendo que es posible hacer una diferencia, que sus votos importan, que los políticos están comprometidos con soluciones reales. Kast destruye esta creencia cada vez que habla.
Y por eso todos, izquierda y derecha, buscan sus votos, pero lo rechazan como candidato. Porque necesitan su voto para legitimarse, pero no pueden permitir que su voz continúe denunciando la futilidad del juego.
La aporía que Parisi introduce en el sistema político es que ha descubierto algo que todos saben pero que la máquina ha invertido enormes recursos en mantener oculto: que la política moderna es un «dispositivo de gestión de poblaciones», que la democracia liberal es un teatro donde se simulan decisiones, que el precariato implica el 60% de la población que gana $600 mil mensuales, que la diferencia entre candidatos es puro marketing aplicado a la gestión del estado.
Parisi no propone una alternativa, sino el síntoma que debe ser leído políticamente: el factor de que esa transparencia está ocurriendo, de que la máquina ya no puede ocultarse completamente. Y por eso todos, con toda la sofisticación discursiva que pueden desplegar, buscan silenciarlo, marginalizarlo, demostrarlo irracional.
Franco Parisi abre la puerta a una verdad, pero esa verdad abierta —sin mediaciones, sin ficción legitimadora— puede convertirse en el terreno donde germinan nuevas formas de dominación. Y esto quizá sea aún más peligroso que la farsa que pretendía reemplazar, pues hoy se ausculta como la hegemonía de una «lengua única», que rechaza las oscilaciones de toda política creativa. Un nuevo desfonde que no es sino «policía» en el lenguaje de Rancière.
Cada enunciación clara sobre la máquina vacía introduce una opacidad más profunda: la imposibilidad de saber si lo que se dice es verdad o su simulacro. La claridad de Parisi oculta precisamente lo que pretende revelar. Y en esta ocultación mediante la revelación reside la estructura del sistema post-político.
Si la política representativa es imposible y no responde a las «formas de vida», Parisi es el síntoma de que algo fundamental se ha roto en la capacidad de la multitud postfordista para imaginar una experiencia compartida.
Por las dudas, en una reciente nota, «Un futuro tuneado», Juan Pablo Luna ha desarrollado la lectura de la narco-estructura hacia lo que Rancière llamó el orden de la policía: esa distribución de lo sensible que fija quién habla y quién es visible.
La «languidez democrática» que Luna diagnostica (radical y sobria) es precisamente la captura de lo político por esta máquina policial que, ahora, toma el rostro del narcoestado, los mercados ilegales, las bandas y los especuladores digitales.
De esta manera, las fuerzas de seguridad como «árbitros de gobiernos» no son sino la cristalización de un monopolio que cierra toda posibilidad del desacuerdo, de la irrupción de la no-parte. Pues lo político, en Rancière, era (cual adiós) justamente eso: la ruptura de la policía por quienes no tienen parte. Aquello que irrumpe cuando la distribución de lo sensible es cuestionada radicalmente.
Luna observa o desliza (solo policías, cuestión que compartimos) y un pacto desde abajo que rompe con esta policía neoliberal, que abre el espacio donde lo reprimido emerge y la igualdad de cualquiera con cualquiera se reafirme como fundamento. La tarea es ardua: permitir que la voz sofocada encuentre, finalmente, lugar en lo común.
Jeannette Jara enfrenta un desafío que implica capturar ese electorado híbrido que no es ni parisista ni institucionalmente progresista. No se trata de reabsorber ese voto mediante promesas de «soluciones inmediatas», sino de reconocer que, en ese electorado, pulsa una verdad que el progresismo debe encarar sin disfraz.
La candidata de izquierdas debe navegar entre cementerios y manicomios (convocando a Abelardo Ramos. De un lado, el cinismo transparente de Parisi; de otro, el institucionalismo ciego que obvia los cuerpos pobres).
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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).
Muaro Salazar Jaque
Imagen destacada: Juan Eduardo Herrera.

