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[Ensayo] «Tallar silencios»: El arte del funámbulo

El debut del joven Alfonso Matus Santa Cruz, en la incipiente e interesante editorial NoteBook Poiesis —proyecto liderado por el prolífico escritor Luis Cruz-Villalobos— tras un lustro de maceración de sus versos en el manuscrito, destila —como escribió Shakespeare en «Enrique V»— madurez para las hazañas y las empresas poderosas.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 1.9.2021

Un collage puede ser una pequeña puerta que abre y se abre en la percepción. La obra de Kim Jáuregui que recibe a las y los visitantes del primer libro de Alfonso Matus Santa Cruz (Santiago, 1995) contiene pedacitos de ruido que la tijera y la mano han dispuesto para prometer una écfrasis premonitoria de sentido.

Después de contemplar los detalles de la presentación, las manos se aprestan para ingresar en el libro como se ingresa en una casa. La casa no es una casa ideal. Es, exactamente, la casa que no se espera.

Aunque la dedicatoria y el preámbulo nos dicen que vamos a paso firme y no hay precipicios inesperados. La casa se vuelve cuerda, una de la que penden los ojos y el tiempo en que la mente ya no pertenece al lugar donde la carne está, sino que se fugó a surfear las olas hechas de letras y sintaxis.

La cuerda es arte y parte del funambulismo. Sin cuerda no hay caminata que desafíe al equilibrio. En los primeros metros, tres versos de Roberto Bolaño. Por ahora, rescato el primero: “la poesía entra en el sueño”. El poema se llama “Resurrección”, parte del libro Tres (2000). Seguimos en los accesos.

 

La fuga del arte

Al sueño se entra, sí. Sin embargo, ¿no estamos plagados de onirismos? Probemos la siguiente combinación: “el sueño entra en la poesía”. Rebobinemos un poco el casete del idioma: 1913. Rubén Darío publica un artículo en el diario argentino La Nación llamado “Onirismo tóxico”. Un título sugerente, con cierta intemporalidad.

En el texto, el escritor nicaragüense explora los límites del ensueño ocasionado por el consumo del opio. Y, contrario a esta química que altera el ánimo del escritor, se pronuncia en pro del funcionamiento craneoencefálico natural. En materia, dice: “el verdadero ensueño no se produce sino según los temperamentos y las organizaciones cerebrales”.

El cerebro como artífice del poema. Con la formulación “el sueño entra en la poesía”, el buzo —como sigue el poema de Bolaño— puede sumergirse ¿dónde? En apoyo de la fantasía y los desbordes que permiten los topos y tropos de la poesía, se sumerge en una poza profunda.

El hablante lírico ha visto que quienes se atrevan a tocar —y ser tocados por— estas palabras se reflejan como trozos de carne, hueso y experiencia. En Tallar silencios ideas iniciales son la distancia y los ejercicios poéticos que desfiguran el lenguaje.

Para el poeta, las palabras, como escribió Jean-Paul Sartre en ¿Qué es la literatura? (1948), se encuentran en estado salvaje. Matus Santa Cruz se encomienda, primero, a Henri-Frédéric Amiel, autor de un colosal diario de 17 mil páginas y que le reportó 40 años de trabajo.

Hasta aquí una lectura de los paratextos. Su elección no es casual. Lo deliberado es un misterio que ocurre al ensamblar una unidad que se llama tanto y que se relaciona con esto o aquello. Ese instante en que uno decide ser acompañado en el viaje creativo por una suerte de mantra o a su cuaderno íntimo pone un sticker de autor al que ser devoto. Algo nos dice la elección. Por sus paratextos es posible ir conociendo a unas y otras personas que escriben.

Unos pasos hacia atrás. En el preámbulo, Matus Santa Cruz nos advierte que hay una cuerda que atravesamos los desconocidos que nos convertiremos en lectores de Tallar silencios.

Es hora de volver a las cuerdas, pero antes ¿qué hacemos con eso que dice Sergio Pitol? Traigo a colación un fragmento de su El arte de la fuga (1996): “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes” (en Trilogía de la memoria. Barcelona: Anagrama, 2007, p. 42).

En el crisol de la lectura, ese espacio tan íntimo como público, es que nos encontramos en este poemario o en el siguiente. Tal vez al leer Tallar silencios, este pasa a ser parte de mí. Después de imágenes que van y vienen, toda vez que la metáfora juega con la permanencia de los significados.

Matus Santa Cruz escribe, en calidad de primeros versos, dígase “Preludio”: “Desgajar máscaras / tal y como / las gotas de lluvia / hienden hebras de humo: / apuñalando con delicadeza / esparciendo transparencia / entre la contaminación” (p. 17).

 

Las palabras en estado salvaje

¿Máscaras? ¿Cuerdas? ¿Funambulistas? Como si el poemario fuese un circo. Y no como se suele usar esa palabra —adjudicada a la forma en cómo se lleva la política o la gestión de un país— sino en lo que representa en su sentido más luminoso. No quisiera retrotraerme a la conocida expresión panis et circenses (pan y circo), sino al circo en sí.

A mí me parece un espectáculo hermoso, un brillante ejercicio de autoría colectiva, sin individualidades que mermen el trabajo en conjunto. En la preciosa novela Cirkus Humberto (1941) de Eduard Bass, Carlo Humberto, un funambulista retirado cumplió su sueño de tener un circo (el que bautiza con su apellido).

El hablante lírico que nos presenta Matus Santa Cruz es un funambulista retirado dedicado a cazar y domesticar esas palabras en estado salvaje. La función es para nosotros que, en lugar de ser meros espectadores, somos parte de la cuerda en que nos ponen las palabras organizadas, a veces, en enumeraciones caóticas y barroquismos rutilantes.

La lluvia limpia el ambiente, el cielo, ¿se la imaginan cayendo sobre un funambulista? Precisamente, la segunda edición de Cirkus Humberto, ilustrada por František Tichý, muestra —entre sus dibujos— a un funambulista vestido de gala y sujetando un paraguas. La imagen fija y puede más que un conjunto de palabras.

No obstante, el poeta detiene la caída del agua: “Algo piensa en el silencio, / alguien balbucea las palabras” (Ibíd). En adelante, la impersonalidad de las referencias de los poemas a veces adoptará un arrojado “nosotros”, en otras, un puntiagudo tono de pregunta.

Así es como Tallar silencios se abre paso: en plural y preguntando. Ambas son formas de invitación a seguir ingresando en la gran parcela del lenguaje. En cada paso que da, el poeta nos va poniendo un trozo de cuerda para seguir hasta el final. Podemos hacer el trayecto sin ruidos alrededor o adornado por un “silencio tallado / con nuestras ruinas” (p. 18).

De tallar a talar, una letra que hace la diferencia de grafía y significado. Esa “l” que parece, escrita, un árbol egregio oteando las alturas a donde quiere llegar el poema. Un árbol de un bosque en Punta Arenas que sirve como el madero que pone en la vivencia, una forma de acceso al lenguaje. Y, a la vez, el uso del árbol talado, fuente de la obligación de llenar la página.

Un árbol, un tronco puede también ser tallado. ¿Y un silencio? Modulado por los nervios que implica el arte del equilibrismo. En un libro afín —Funambular (2017)— el poeta Reynaldo Jiménez escribe: “La telaraña inhóspita del yo recuerdo. / ¿Es un lugar común? Es una pita”. La imagen de la pita es maravillosa —además de una planta xerófita— reconduce a un ovillo, también como la red que teje la araña en su rincón.

El tránsito por el yo, la primera persona singular, en Tallar silencios es más bien reducido. Cuando leemos el título, se nos presenta un gerundio. Y qué es sino el trabajo en poesía un gerundio perpetuo, un “seguir siendo”. Con las ruinas de uno, las del tiempo, el silencio va tomando forma como si fuera un sonido perdurable —al que damos significado— que entra y sale de distintos puntos y conforma una escultura más transitoria que permanente.

¿Qué pasa con esa frase egopoética de Friedrich Hölderlin: “lo que perdura lo fundan los poetas”? Y qué nos diría en tiempos que lo efímero reina y la cultura puede ser un vaivén de la imagen, de la palabra, de los artífices. En alguna perspectiva, puede el poeta alemán tener razón.

Ok. Tallar silencios es un atrevido movimiento, de ritmos frenéticos y excesos que van y vienen. La poesía de Matus Santa Cruz rompe con la servidumbre semántica a que refieren otros ejercicios poéticos versificados, pero ¿no ha pensado devenir prosa?

Quiero, sin perjuicio de la duda, destacar el siguiente trozo de cuerda que el poeta pone al funambulista: “No las obligaciones sino la fuente de las / obligaciones, oí a una voz dictarle a otra / presurosa bajo las nubes. Esa fuente, / entre enjambres y zumbidos, confiesa: / nosotros, o tememos amar / o amamos con coraje” (p. 21).

Es un set de versos que nos coloca frente a la potencia del amor, tal vez uno de los motores del deseo que miles —si no, millones— de escrituras tienen.

 

Poesía de aprendizaje

El amor rocía el poema, tersa o tensa la página. Franz Kafka y sus investigaciones autobiográficas, nos arriman en la burocracia para encontrar el poema preciso: pormenores sobre pormenores. Y luego caben los lugares tangibles, más allá de cualquier sueño que ingresa y egresa.

Un hotel en llamas, las Torres del Paine, un mapa achicharrado. Y una sugerencia que lo zurce todo a una poética de escombros: “Peldaño a peldaño desbrozamos los restos: / soldamos otra mañana en la memoria” (p. 29).

La alternancia de los tropos y la reminiscencia —con dosis de nostalgia— a un tiempo pretérito posible instala al poemario en una ruta firme pero endeble que lo hace un hábitat para un poeta que no es solo, sino que sutura su propia geografía a una película imaginaria con un inicio feliz. La poética de los escombros es un caudal intenso. Y la esperanza no se oculta: “también seremos alimento de raíces” (p. 28).

En efecto, la resurrección vive en esta chance que tienen los pronombres y los nombres propios que no se explicitan —sino solo se reflejan por acto de la lectura, en privado— de seguir con una vida en el gran juego que es la vida.

En ese sentido, Tallar silencios es una suerte de Bildungsgedichte —parafraseando el ruido que patentó el filólogo Morgenstern con la novela— es decir, un poema de formación. Sin perjuicio de las estaciones que colocan al lector-funambulista en paso firme por un conjunto de versos que es un pretexto para traducir los encuentros de la vivencia con la palabra y la emoción.

Algunos delatores: “Describir una excursión ha vertebrado al poema, / el reciclaje de vivencias ha sido su alimento” (p. 33); “Aún no hay códigos de barra para el alma. / Aún cruzamos puentes sin reparar en los cimientos. / Aún hay lugares en que respirar no es un acto suicida” (p. 46).

En lo impersonal-personal, una suculenta mixtura, estallar en la coraza del verso, dejar al descubierto lo frágil que es la cuerda floja para diseñar y modular el silencio. El poema es víctima y verdugo del hablante lírico que solo pide la alianza para transitar hasta que los lectores ya no tengan sus nombres.

Ya llegando al final de la cuerda —de la que es posible sospechar que el poeta, ex funambulista cayó— una repasada a quien yace en las páginas: “¿Aficionado a la taxidermia, al orgasmo, al algoritmo o la plegaria? (p. 52).

La gestión de los tropos y las pizcas de humor pone al primer poemario de Matus Santa Cruz en la órbita del estilo que ha marcado el tránsito de la poesía chilena, pienso en algunos guiños de curso y avance símiles a los de Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Nicanor Parra y Enrique Lihn.

Respecto del primero, luces de la Residencia en la tierra, Estravagario y del bello catálogo que compone El libro de las preguntas. Es probable que el manantial de influencias y conexiones del autor esté también en los diarios, los aforismos y las novelas. Es equívoco afirmar de donde bebió el poeta, me interesa más lo que comparte para beber en comunidad.

Tallar silencios, con todo, despliega una poética inteligente, una inestabilidad inestable de significados, donde la poesía es el oficio de resonar y, por lo mismo, otra teoría de cuerdas. Con lo último, quiero decir, un conjunto de estados vibracionales de un lenguaje personal desplegado para la lectora o el lector por venir y cuya distancia con el autor es inusitadamente corta. Aquí no hay distanciamiento social para y con el poema.

El debut del joven Alfonso Matus Santa Cruz, en la incipiente e interesante editorial NoteBook Poiesis —proyecto liderado por el prolífico escritor Luis Cruz-Villalobos— tras un lustro de maceración de sus versos en el manuscrito, destila —como escribió Shakespeare en Enrique V— madurez para las hazañas y las empresas poderosas.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Tallar silencios», de Alfonso Matus Santa Cruz (NoteBook Poiesis, 2021)

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada: Alfonso Matus Santa Cruz.

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