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[Ensayo] «Una batalla tras otra»: Una expresión descafeinada de Paul Thomas Anderson

El nuevo largometraje de ficción del insigne realizador estadounidense es sólo un alarde estético sin la rigurosidad de Kubrick, ni con la humanización absurda de los Coen, en definitiva, un capítulo como «Ozymandias» de la serie «Breaking Bad» posee más épica y relevancia que las casi tres horas de esta cita audiovisual.

Por Aníbal Ricci Anduaga

Publicado el 5.10.2025

Uno de los mejores cineastas estadounidenses tras la cámara, Paul Thomas Anderson (1970) nunca falla en sus planos secuencia, travelling virtuosos, picados y contrapicados para realzar un primer plano, el lenguaje cinético y el montaje de lo mejor.

Jonny Greenwood rememora esa excepcional partitura de Wendy Carlos, un antes y un después, un personaje más dentro de La naranja mecánica. Greenwood utiliza la música para referirse a los campos de deportados, tal como Kubrick para referirse a los logros del fascista método Ludovico.

Una batalla tras otra no toma partido en las luchas por los inmigrantes o por los derechos civiles.

El director es un poco tramposo al situar esa lucha en 2006, pero con la ferocidad y compromiso en los Panteras Negras en la década de los 60, donde el «black power» se articulaba contra el racismo de forma descarnada porque no existía otro camino.

Por esa época el control de la información era una consigna de las policías, iniciada por el macartismo (años 50) contra los simpatizantes del comunismo. Fueron dos décadas donde la represión policial, incluso desde grupos militares, defendía los intereses del hasta hoy llamado supremacismo blanco.

Paul Thomas Anderson se lanza de lleno a la historia y nos ofrece una introducción de media hora, donde Pat Calhoun (Leonardo DiCaprio) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) las emprenden contra los fanáticos imperialistas fuera y dentro del gobierno, encabezados en ese entonces por el capitán Steven Lockjaw (Sean Penn).

Triada de personajes angulares, ninguno muy simpático, pero las imágenes son apabullantes y la escasa profundidad no parece ser un lastre.

La primera hora del metraje es seria, aún cuando el salto de época (16 años después) pretende mostrar a nuevos revolucionarios (kilómetros de distancia con los Panteras Negras) esta vez con banderas de lucha identitaria.

Es bien forzado ese salto, porque para las antiguas minorías no existían derechos ciudadanos, se las veían frente a frente en una lucha armada, en cambio, estos «nuevos revolucionarios» operan gracias a esos derechos sociales (derecho a protesta, por ejemplo) ganados a punta de sangre por generaciones anteriores.

Nuevo revolucionario es aquel que protesta en forma pacífica y «cancela» a través de un nuevo instrumento: las redes sociales.

La lucha antigua era ideológica, de ideas; la nueva lucha son un montón de eslóganes defendidos por Twitter. Una batalla tras otra supone oleadas de revoluciones contra el supremacismo blanco.

La radicalización de estos últimos es una realidad muy actual, pero estos oponentes no están a la altura, son más bien revolucionarios de macetero, burgueses que se educaron en buenos colegios y que persiguen el poder omnímodo con las mismas armas de su contraparte.

Se transforma en una lucha de élites, y en ese aspecto toda su postura está viciada desde el origen.

 

El director no quiere a sus personajes

El gran nivel técnico de este nuevo filme de Paul Thomas Anderson, esta vez naufraga en un guion que no está a la altura, no se decanta tampoco por los revolucionarios, a quienes muestra histéricos (Di Caprio) o como testigo protegida de las autoridades (Teyana Taylor) tras traicionar a sus correligionarios.

Ninguno de ellos representa a un buen antihéroe, son más bien fruto de las circunstancias. Es evidente que el estereotipo del ahora coronel Lockjaw (ascendido por dar con los nombres de los terroristas) es para mostrarlo como un hombre visceral que casi no piensa, pero seamos justos, busca reconocimiento, aunque sea del grupo de supremacistas llamado Aventureros Navideños.

El personaje de Sean Penn resulta el más logrado y a pesar de ser un estereotipo, tiene más profundidad que sus contrincantes revolucionarios. Ese es el problema, en todas las películas de Paul Thomas Anderson hay amor por sus personajes, en cambio, para el espectador resulta muy difícil abrazar a estos protagonistas.

Incluso la hija, Willa Ferguson, aparece poco en pantalla y fuera de no ser tonta, no sabemos de su calidad como mujer contracultural.

El director no quiere a sus personajes y el conflicto ronda el secuestro de Willa, díganme que es por llevar la contra, pero todo parece bastante desmesurado para toda la acción que despliega la cinta.

Como manifiesto político, la cinta parece encaminarse a que la lucha («una batalla tras otra») no tiene ninguna importancia, son simples seres humanos unos contra otros. Por ejemplo, el tema de los inmigrantes está presente para que lo emparentemos con la era Trump, quizás el personaje de Benicio del Toro es genuino, pero el director lo utiliza como contrapunto humorístico. Parece que la vida de los inmigrantes es algo para no tomarse en serio.

Una batalla tras otra no toma partido ni por los movimientos ni por sus artífices, sólo es un derroche de preciosismo técnico. Paul Thomas Anderson se nos aparece como un director timorato, no se muestra mejor que sus nuevos revolucionarios, sino que filma sin fuerza como ellos.

Las referencias del director son obvias: Kubrick, los hermanos Coen y Vince Gilligan con su fabulosa serie Breaking Bad.

Así, Una batalla tras otra es sólo un alarde estético sin la rigurosidad de Kubrick, ni con la humanización absurda de los Coen, en definitiva, un capítulo como «Ozymandias» de Breaking Bad posee más épica y relevancia que las casi tres horas de esta ocasión.

Jugar contra Trump con una tibia versión de revolucionarios de macetero es lamentable: hasta Trump queda mejor parado y cresta que eso es difícil.

Una batalla tras otra terminará siendo una correcta película de Paul Thomas Anderson, pero este flojo guion no está a la altura de sus obras maestras: Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Embriagado de amor (2002) y Petróleo sangriento (2007).

El director, en esta ocasión, nos brindó un guion sin mucho amor por sus personajes y líneas bastante vacías.

Hay demasiados críticos que catalogarán esta cinta como la mejor del siglo XXI. Para este servidor, una película que mejora conforme avanza el metraje, pero sin duda alguna es una expresión descafeinada de Paul Thomas Anderson.

 

 

 

 

 

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Aníbal Ricci Anduaga (Santiago, 1968) es un ingeniero comercial titulado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, con estudios formales de estética del cine cursados en la misma casa de estudios (bajo la tutela del profesor Luis Cecereu Lagos), y quien también es magíster en gestión cultural de la Universidad ARCIS.

Como escritor ha publicado con gran éxito de crítica y de lectores las novelas Fear (Mosquito Editores, 2007), Tan lejos. Tan cerca (Simplemente Editores, 2011), El rincón más lejano (Simplemente Editores, 2013), El pasado nunca termina de ocurrir (Mosquito Editores, 2016) y las nouvelles Siempre me roban el reloj (Mosquito Editores, 2014) y El martirio de los días y las noches (Editorial Escritores.cl, 2015).

Además, ha lanzado los volúmenes de cuentos Sin besos en la boca (Mosquito Editores, 2008), los relatos y ensayos de Meditaciones de los jueves (Renkü Editores, 2013), los textos cinematográficos de Reflexiones de la imagen (Editorial Escritores.cl, 2014), y las historias ficticias de Pensamiento replicante (Editorial Vicio Impune, 2025).

Otros libros suyos son las novelas Voces en mi cabeza (Editorial Vicio Impune, 2020), Miedo (Zuramérica Ediciones, 2021), Pensamiento delirante (Editorial Vicio Impune, 2023), Vivir atormentado de sentido (Editorial Vicio Impune, 2024) y la recopilación de críticas audiovisuales Hablemos de cine (Ediciones Liz, 2023).

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Aníbal Ricci Anduaga

 

 

Imagen destacada: Una batallas tras otra (2025).

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