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[Ensayo] ¿Universidad distópica?: Entre la huella humboldtiana y el algoritmo

Contra esta glosa se podrá decir, cual guardián del templo, que existe un rechazo homogéneo a la modernización, y que existe un dramatismo veloz, y propio de la nostalgia de intelectuales que pierden su reino. Algunos pondrían a Joseph Alois Schumpeter: destrucción creativa, estasis del capital. Quizá tengan razón. Pero quien suscribe estas notas no abjura de nada y abraza la fértil distopía. Lo que importa, no es sino, la diagnosis vital que incómoda (vitalidad). Los guardianes pueden seguir guardando, custodiando.

Por Mauro Salazar Jaque

Publicado el 6.11.2025

«Abandonad toda esperanza, vosotros que entráis»
Dante

En nuestra parroquia, sin obviar los años 80 como herida sin cauterizar, ocurrió algo de lo que aún no podemos liberarnos, aunque tampoco retenerlo completamente. Una composición cuya rareza —heteróclita— derivo en la tercerización de la educación. Súbitamente irrumpió algo que podemos nombrar como «renta infinita».

No fue un tránsito gradual, sino una fractura. Un hito mixturas que mitigaran —convocando a Patricio Marchant— el golpe a la lengua. Y aquí irrumpió, con la precisión de quien nombra lo que otros prefieren dejar en la penumbra, lo que cabe llamar neo-extractivismo educacional.

Bajo la «Nueva Gestión Pública», ese eufemismo generoso que encubre la soberanía de la técnica se suturó, algo que quizá ya estaba suturado, sellado. La «Universidad republicana» se retiró —hace décadas— como un personaje de ficción que abandona las páginas de la vida cultural: sin hacer ruido, dejando tras de sí apenas una cicatriz.

Y aquí hay tristeza que no debe disimularse: la Universidad ha sido capturada, in toto, por aquello que la niega. La palabra científica, esa que aún guardaba cierta distancia del cálculo, fue siendo inscrita en un lenguaje que le es radicalmente ajeno. El lenguaje de los «indicadores». El imperio de lo que debe medirse, contabilizarse, como si el ser mismo pudiera reducirse a cifra.

No hay inocencia en tales gravámenes. Una visión que es, al mismo tiempo, una ceguera: aquella donde lo que no puede medirse simplemente no existe. O peor aún, como quien expulsa un espectro de la casa propia sin preguntarse —y es esta la pregunta que nadie se atreve a formular— si ese espectro no es, acaso, lo único que la hace habitable. Como si la casa fuera, en verdad, la morada del espectro.

Las humanidades, aquel espacio donde el ensayo y la imaginación aún respiraban, fueron confinadas a la letra burocrática. El pensamiento fue confiscado, lentamente, como un robo que se comete sin testigos. Las mallas curriculares devinieron artefactos donde cada nudo responde a cálculos de «productividad» preestablecidos. La monotonía se impuso y la imaginación fue expulsada en favor de una certificación sin fin.

El modelo chileno se mueve —¿o es empujado?— hacia CFT-College e IP, traducciones corporativas de la vida académica en sesiones prácticas que generan «perfiles operacionales». ¿Operacionales? Y sí: que operan, que funcionan, que producen output sin interrogar jamás el orden factico.

Con todo, estos perfiles son necesarios, dentro de la lógica del índice. El sistema requiere estos trabajadores cognitivos desprovistos de pensamiento crítico como un jardín requiere flores sin fragancia. Hoy los «árboles semánticos» y esa acumulación de recursos supletorios (PPT-Tiktok) que llaman «retroalimentación» ha consumado la indigencia simbólica de la nivelación.

Debe decirse, pero con cierta levedad: la noción de «calidad» es un constructo ingenioso que encubre una racionalidad depredadora de tecnólogos. Con todo, se nos promete «excelencia» —palabra mágica—, se nos habla de «estándares» con la solemnidad de quien pronuncia verdades eternas.

Pero lo que ocurre, y aquí radica el reconocimiento que no podemos eludir, es que la institución es atravesada por una lógica de serialización donde cada profesor, cada investigación, es medida contra un régimen que es, por definición, extranjero a la particularidad que mide. Un metadato que no tolera lo que se resiste a la estandarización, homogeneizar es siempre, expulsar, exiliar.

El régimen de educación superior enfrenta —¿abraza?— una transformación que ya no es amenaza, sino presencia. Pero la literatura académica nunca sincroniza con el fenómeno que describe. Siempre llegamos tarde, como alguien que intenta retener agua en las manos. Siempre pensamos après coup, cuando ya la palabra ha sido capturada por aquello que pretendía nombrar.

Y en esta tardanza constitutiva abre una disyunción donde debe inscribirse algo que compartimos sin lenguaje: una nueva organización del trabajo científico está siendo instaurada. Las disciplinas lo saben, quizá. O prefieren, simplemente, guardar silencio, porque los flujos de las mercancías prometen.

Además, el aprendizaje, esa capacidad de llegar a ser, eventualmente, propietario del propio pensamiento, aunque toda propiedad sea ya usurpación, toda posesión esté marcada por la huella del otro, es en su textura misma, un entrenamiento que se despliega.

La IA puede, acaso, ofrecer cierta retroalimentación. Puede incluso sugerir, sorprendentemente, cómo mejorar sustantivamente lo escrito. Pero aquí se abre no una brecha, sino una aporía, no puede habitar ese espacio donde el estudiante se confronta, lentamente, con sus propios desafíos. Con esa singularidad que no puede ser completamente calculada, como si existiera en los límites del algoritmo.

Con todo, lo que los estudiantes podrían aprender de una máquina es, en último término, cómo ser máquina. Cómo reproducir y devenir serie. La escritura, cuando la IA interviene en ella, cuando la máquina deviene suplemento y, al completar, reemplaza, es aquí particularmente instructiva. Que los sistemas generativos escriban tan bien nos seduce a creer que aprender a escribir es ya innecesario.

Una conclusión reconfortante, verdaderamente. Pero esto olvida y reprime, ipso facto, algo fundamental, la escritura no es inscripción de pensamientos preconstituidos, sino el movimiento mediante el cual aquello que pensamos se diferencia de sí mismo.

Solo mediante la elección delicada de palabras y la construcción paciente de la oración trabajamos aquello que deseamos decir. El que aprendió a escribir puede reconocer, a ratos, cuándo la IA tropieza, falla, se traiciona.

Pero el estudiante que nunca aprendió a escribir, que solo «indica», no sabrá jamás si la máquina expresó sus pensamientos o simplemente le colocó palabras en la boca que ahora son, indecidiblemente, también suyas, o no lo son, o ambas cosas a la vez.

Y aquí es probable que el uso educativo de la IA reduzca las ocasiones de esa práctica lenta. Lo que se pierde es la oportunidad de enfrentarse, de trabajarse a sí mismo ante la exigencia del texto.

Hay algo más, que aún no hemos tocado completamente: mientras esta nueva organización se despliega silenciosamente, otro fenómeno está ocurriendo —o ya ocurrió—, la desaparición del libro.

 

El prólogo de algo más trágico

Los libros son, en cierto sentido, aunque este sentido máquinas de la memoria. No en el sentido ingenuo de conservar información, sino en ese sentido más profundo, más perturbador, de la inventiva.

Sin libros, desprovistos de esa obsesiva obstinación humana por perseguir el sentido, la universidad deviene un «embuche». Un lugar donde se enseña únicamente lo «relevante ahora», lo «útil ahora», como si el consumo efímero fuera la única dimensión del tiempo.

Así, la Universidad triste —convocando a Javier Agüero Águila— sin libros es el templo de la amnesia. Ello se ha decretado por decisión administrativa. Un acto de gestión pública. Esto es lo verdaderamente pavoroso: que la muerte del pensamiento sea una cuestión de trámite.

La Universidad, que ya había expulsado el libro, descubre ahora que esa expulsión fue apenas el prólogo de algo más trágico (palabra justa): la posibilidad técnica de reemplazar la lectura, la interpretación, el pensamiento mismo, por su simulacro algorítmico. Y con esto, mutatis mutandis, algo se cierra, sin hacer ruido, como quien abandona una habitación sabiendo que no volverá.

En efecto, lo que ocurre es esto: la experiencia íntima de la lectura, esa experiencia íntima, le interesa muy poco a la catedra. ¿Y por qué? Porque no hay manera. No hay sistema, no hay puntuación que la capture. Si la lectura es acto autónomo, si la experiencia es individual e íntima, entonces: todo comentario es válido. Toda reticencia es justa.

Pero entonces, precisamente entonces, ocurre lo que la escuela no puede soportar: no hay manera de evaluar la calidad de la experiencia. No hay jerarquía posible del conocimiento adquirido. Y esto —para la escuela, para su esquema rígido, para su orden meritocrático— es una catástrofe.

Lo que ocurre es esto, la experiencia íntima de la escritura, esa experiencia tan preciosa, tan singular, tan intransferible, le interesa poco al college de turno. Casi nada.

¿Y por qué habría de interesarle si no hay manera de capturarla en un número? Si no se deja puntuar, calificar, ordenar en una escala. Pero precisamente esto es lo que el aula no puede tolerar: que no haya jerarquía, que no haya medida, que no haya manera de distinguir al que realmente escribió del que fingió escribir. Una catástrofe, para su rígido esquema meritocrático.

Por fin, el intelectual de Tréveris sostenía (et dixit) que bajo el despliegue de las fuerzas productivas todo debe ceder. Todo debe convertirse en función, en utilidad, en mercancía. Y ahora precisamente, cuando ese despliegue ha alcanzado su paroxismo, comprendemos al fin qué quería decir Marx.

Porque la IA no viene a resolver un problema. Viene a consumar una lógica. A llevar a término lo que el capital siempre quiso: que no haya nada que no pueda ser producido más eficientemente, más rápidamente, sin la intervención de esa anomalía llamada artista.

El pintor, el poeta, el escritor, fueron seres que insistían en lo inútil, en lo singular, en lo que no se deja estandarizar, resultan ser, finalmente, ineficiencias del sistema. Obstáculos.

Y he aquí la ironía: Marx pensaba que la abundancia material, que el dominio de las fuerzas productivas liberaría al hombre para la creación, para el ocio creador. Pero lo que la IA revela es que no hay tal liberación. Lo que hay es perfectamente lo contrario: la lógica productiva ha colonizado el acto mismo de crear.

Porque un algoritmo puede pintar. Puede escribir y componer. Y lo hace sin resistencia, sin la obstinación romántica (lira) del artista que insiste en que su experiencia, su visión singular, importa. Sin esos molestos caprichos del ego, sin ese cansador apego a lo «propio».

Y aquí está la verdadera catástrofe —no en que la máquina pueda hacer lo que hacen los artistas, sino en que haya dejado de haber razón alguna para que alguien quiera ser artista—. Para que alguien prefiera la incertidumbre al algoritmo.

El despliegue de las fuerzas productivas no promete abundancia. Promete un mundo en el que ciertas formas de vida —formas que nunca fueron productivas, que nunca lo serán— simplemente cesan de ser necesarias. Y esto, por reductio ad absurdum, es precisamente lo que la lógica del capital siempre quiso decir.

Tal vez Marx no contaba con esto. O quizá, si fuese honesto, siempre lo supo.

 

 

 

 

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Mauro Salazar Jaque es sociólogo (2002) y doctor en comunicación por la Universidad de la Frontera-Universidad de Roma-La Sapienza, Roma (Dual PhD, 2024).

 

Mauro Salazar

 

 

Imagen destacada: Nelly Richard.

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