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[Ensayo] «Vértigo»: Los misterios de la fascinación femenina

Protagonizado por James Stewart y Kim Novak, el histórico largometraje de ficción audiovisual del realizador inglés Alfred Hitchcock corresponde a la historia de una alucinación y a la necesidad que tiene el hombre de idealizar a la mujer hasta la desesperación.

Por Luis Miguel Iruela

Publicado el 9.8.2025

La película Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock (1899 – 1980), es un filme lleno de defectos.

Por citar solo alguno de ellos puede verse con claridad que se trata de un muñeco lo que cae del campanario. Asimismo, la trama es tremendamente artificiosa e increíble, ya que nadie pensaría en cometer un asesinato de una forma tan alambicada como este, sujeta a tantos imponderables, y para acabar, el maquillaje de la actriz Kim Novak llega a ser grotesco en ciertos momentos.

Y sin embargo.

Salvando las distancias, todo ello recuerda al Quijote. Quién lo haya leído habrá observado de igual manera muchas deformidades y descuidos. Por ejemplo: el asno de Sancho que reaparece en el texto sin ninguna explicación. Cervantes, consciente del problema, trata de corregir en la segunda parte estos descuidos.

En cambio, si se continúa leyendo puede comprobarse que la novela crece y consigue conmover profundamente al lector. En eso consiste sin duda una obra de arte: no en carecer de defectos, sino en saber sobreponerse a ellos y sobrevivirlos. Una obra de arte no alcanza nunca la perfección. Es una de las grandes lecciones de Cervantes frente a Quevedo.

He optado por señalar algunos de los defectos de Vértigo para aconsejar a los espectadores que no pierdan el tiempo con ellos y puedan concentrarse en lo esencial. Para que sean críticos de calidad, que son aquellos que no se ciegan con las imperfecciones y acostumbran a mirar más lejos.

 

La muerte acreedora

Vértigo es la historia de una fascinación, del misterio de la fascinación femenina y de la necesidad que tiene el hombre de idealizar a la mujer hasta la desesperación.

Está basada en la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac titulada De entre los muertos (1954), rótulo que alude a la Resurrección. De hecho, se trata de una cita del Credo. La narración es más cruda y menos estilizada que la película. Apareció en algunas publicaciones con el marbete de Sudores fríos.

Ambos escritores formaban un tándem de autores que elevaron la calidad de la novela negra francesa inclinada a la literatura de terror en los años 50 del pasado siglo. A ellos se debe la implacable Las diabólicas (1952), de la que Henri Clouzot realizó una espeluznante versión cinematográfica.

Vértigo se inspira libremente en el mito de Tristán e Isolda. Esto resulta muy interesante porque la música de la película, debida a Bernard Herrmann, está compuesta a partir de la ópera homónima, de Richard Wagner, y los melómanos pueden reconocer las notas del Lieberstod wagneriano en el Tema de Amor o Tema de Madelaine del largometraje de Alfred Hitchcock.

La banda sonora es un elemento dramático muy importante en el filme para conseguir el clima emocional y trágico de la historia.

Sobre Vértigo se han escrito decenas de bibliotecas. Son destacables las aportaciones de Eugenio Trías, que dedicó la tercera parte, la intitulada «El abismo que sube y se desborda», perteneciente a su ensayo Lo bello y lo siniestro, a comentar el largometraje en 1982.

Años más tarde Trías insistiría, dedicándole ya un libro entero llamado Vértigo y pasión.

La película presenta uno de los finales más terribles de la historia del cine, cuando el protagonista, Scottie, queda solo al borde del abismo, curado de su vértigo, definitivamente perdido en un duelo infinito.

¿Cómo puede un hombre inteligente, civilizado y con sentido del humor, ser engañado y permanecer embelesado por una historia increíble? Hasta llegar a creer que una bella mujer es víctima de la posesión de una muerta. ¿Cómo puede creer algo así?

La respuesta está en su vulnerabilidad y en su enfermedad: la acrofobia o el miedo a las alturas, que paraliza toda acción al punto de haber costado la vida a un agente de policía subordinado, lo que ha conducido a Scottie a abandonar su profesión, abrumado por la culpa, la vergüenza y la autodepreciación.

Al mismo tiempo, se suma la fascinación sexual que sufre por Madelaine (no hay que olvidar que en muchas ocasiones en la fascinación late un fondo erótico y pasional).

Toda esta constelación termina por atraparlo en un artificio. Cuando ocurre el supuesto suicidio de Madeleine (en realidad, el asesinato) padece otra pérdida, ahora mayor que en el caso del policía, con más culpa y más duelo, ya que ha fracasado como ángel guardián y que le acerca a adolecer de un estupor melancólico. Mecanismo psicológico perfectamente explicado por Freud en su texto Duelo y melancolía.

Por lo tanto, trata de superar la pérdida no a través de la asimilación y la consiguiente paz, sino de la resurrección.

 

Una mayor desolación

Cuando rehace el objeto devastado, descubre el engaño y le acometen la rabia y de nuevo la culpa por la verdadera muerta (Madelaine, a la que no conoció). Se reproduce el remordimiento por el policía, la incapacidad para proteger, la debilidad por su fobia y el duelo por la mujer fallecida.

Scottie ha luchado por salvar a Madelaine de la posesión de la pálida y del fantasma por eso su derrota es tan grande cuando ella de verdad sucumbe.

Aquí, la recuperación de Madelaine. Judy, al saber la verdad, solo agranda el duelo. Por ello, la lleva al campanario, para resucitar desesperadamente a la que no conoció. Trata de invertir el tiempo, lo que supone, en esencia, la mayor desolación.

Sin embargo, cuando está luchando con este descubrimiento, perece la resucitada de la misma forma que la otra y el personaje queda al borde del vacío sin vértigo y sin nada, definitivamente destruido.

Ahora bien, todavía se plantean cuestiones del máximo interés: ¿Cómo es Judy, la doble? En el fondo, no lo aclara la película, aunque si subraya que está muy sola y la presenta como una chica vulgar que puede alcanzar la sofisticación.

Es descubierta porque se enamora al verse capaz de producir una fascinación tal como nunca había imaginado, siguiendo el sentido de las palabras de Molière: «La gran ambición de la mujer es despertar amor».

La plebeya Judy acepta la identidad de la exquisita Madelaine, la mujer real se transforma en la mujer fantaseada. Judy se afantasma.

Y lo que es más interesante, el cambio de identidad conlleva además un cambio de destino. Resucita como la otra para morir como la otra, para morir la muerte de la otra, la muerte que se debía: la muerte acreedora.

Judy es amada con fascinación en tanto sea Madelaine. Debe, por eso, dejarse transformar para ser querida, ha de cambiar la identidad para encontrar el amor, es decir, renunciar a sí misma. Judy también es vulnerable al optar por ello.

Aquí es donde se aprecia la influencia de Tristán e Isolda, la restitución de la amada por medio de una doble (la segunda Isolda).

Hitchcock dio una interpretación necrofílica del largometraje en sus conversaciones con François Truffaut apoyándose en la secuencia de la casa de Scottie en la que tras salvar a Madelaine del mar la ha contemplado desnuda.

Aun así, ¿todo duelo no es necrófilo? ¿No es hacer vivir, resucitar, mantener presente al muerto? ¿Cuándo hay una pérdida amorosa, no se trata de sustituir, de compensar? ¿No se busca a alguien parecido? La segundas y terceras nupcias, apuntaba Samuel Johnson, no son otra cosa que una reposición.

 

 

 

 

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Luis Miguel Iruela es poeta y escritor, doctor en medicina y cirugía por la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en psiquiatría, jefe emérito del servicio de psiquiatría del Hospital Universitario Puerta de Hierro (Madrid), y profesor asociado (jubilado) de psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid.

Dentro de sus obras literarias se encuentran: A flor de agua, Tiempo diamante, Disclinaciones, No-verdad y Diccionario poético de psiquiatría.

En la actualidad ejerce como asesor editorial y de contenidos del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Luis Miguel Iruela

 

 

Imagen destacada: Vertigo (1958).

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