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[Ensayo] «Zoologiya»: La tragedia audiovisual e histórica de Rusia

Lo que plantea el guión del realizador Ivan I. Tverdovskiy en este filme es un drama evolutivo, una desgracia de crecimiento y desarrollo, es la fatalidad de un país que parece haberse quedado atascado en la época de los zares o, aun si se quiere, en las más antiguas épocas feudales.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 21.1.2021

A Natasha le ha crecido una cola.

Tiene más de 50 años y trabaja como empleada en la administración de un pequeño zoológico del sur de Rusia sobre la costa del mar. Es tímida, solitaria, gris. Su única vía de escape, su lugar de simple felicidad, es su paseo por entre las jaulas del zoológico donde todo en él es viejo, húmedo y oxidado.

El “jardín” zoológico dista mucho de ser un jardín para parecerse más a un amontonamiento de jaulas tristes y oscuras sin más criterio que la mera exhibición. Dentro, chimpancés y cebras alternan con leones, tigres o cisnes en una atmósfera umbría y decadente.

Deprimente y lóbrega. La turbia languidez del lugar es un giro al exterior del espíritu mismo de Natasha (Natalia Pavlenkova).

Ella sólo parece feliz dialogando, interactuando, con los animales. Pero esta aparición “animal” de la cola desencadena una crisis psicológica en la mujer que evoluciona en la primera parte de Zoologiya (Zoología, 2016), película rusa guionada y dirigida por Ivan I. Tverdovskiy.

El destrato y hasta el maltrato que recibe de sus compañeras de trabajo se suma a la atmósfera agobiante de la lenta burocracia de los hospitales públicos y a su refugio en la soledad frente al mar: la única hostilidad que parece comprenderla, aunque al mismo tiempo la limite.

Pero también empieza a saber que su caso ha trascendido, sin que se sepa cómo, por entre la gente del pueblo. Y así comienzan a tejerse todo tipo de habladurías.

Las formas supersticiosas más diversas se divulgan respecto de esta temida y desconocida mujer, afirmando que había hecho un pacto con el diablo y que por eso le ha crecido una cola; que la puede enroscar; que son tres; que quita el alma.

Una mujer que cancela la memoria y que mata con sólo mirar… hasta su madre (la veterana actriz Irina Chipizhenko) entra en ese juego entre religioso y salvaje que ha crecido sobre el tema, en paralelo con el crecimiento de la cola.

Natasha tiene que hacerse unas radiografías para tratar su problema y poder cortársela. En el hospital, el radiólogo Petya (Dmitriy Groshev, actor teatral en su debut cinematográfico) la atiende con una deferencia que la tranquiliza y anima. Aunque la cola ya no crece más, sí está dotada de cierta capacidad de movimiento y hasta es capaz de satisfacer sexualmente a su portadora.

Esta inicial liberación interna, junto a su acercamiento a Petya, van llenando su alma gris de color interior. La vida crece en ella como la cola ha crecido en su cuerpo. Pero la iglesia (ortodoxa rusa) la rechaza, y no es casual que su encuentro con el sacerdote sea a continuación del encuentro sexual con su cola.

Su acercamiento a Petya, en contraposición, aumenta en intensidad: juegan, se divierten, comparten momentos. Sus arrugas iniciales han casi desaparecido y se la ve diferente. Se corta y tiñe el pelo. Acorta sus polleras —lo que le vale la reprimenda y hasta la condena de parte de las autoridades del zoológico—. Debe renunciar.

Pero baila con Petya en una discoteca donde parece ser verdaderamente feliz por primera vez… y ante el desprecio de todos, a él se entrega… Hasta que una noche, en una jaula abandonada del zoológico, descubre en el radiólogo algo que la decepciona. Una mole de grisura la vuelve a cubrir con su antiguo manto.

Regresa desconsolada a la casa y el ambiente con el que se encuentra es siniestro. Se trata, lo decimos de paso, de un giro de locura religiosa de la madre donde podemos entrever un cuidado guiño a la escena final de Carrie de Brian de Palma (1976). Tras este episodio, el desmoronamiento espiritual de Natasha es final. Y entonces toma su decisión.

 

«Zoologiya» (2016)

 

¿De qué lado de las jaulas estamos?

En la apertura de los créditos de Zoologiya se luce en letras amarillas sobre fondo negro y con el escudo de la Federación Rusa, el anuncio de que la película cuenta con el apoyo financiero del Ministerio de Cultura.

Tal como pasaba con otras películas, y aún durante el gobierno soviético, hay apoyo y demás estímulos estatales, aunque luego, las mismas autoridades que habían leído el guión y dieron el impulso económico a los proyectos (como tantas veces le pasó a Andrei Tarkovski), presentan su enojo por el producto.

Igualmente, Tverdovskiy, y a pesar del escozor que produjo al gobierno de Putin su exhibición, se cuidó al tratar una escena de parafilia, consciente de la presión política del gobierno contra la realidad de todas las variantes “anormales” de la sexualidad humana.

Pero a pesar de este cuidado que podría “achatar” el filme y volverlo insulso, la apuesta del director al uso de la cámara al hombro y un “bajo continuo” de travellings de seguimiento, logran elevar la tensión dramática aprovechando, por un lado, el rostro de alto contenido “trágico” que es capaz de alcanzar Pavlenkova y, por el otro, buscando el valor plástico del engamado de verdes y azules marinos (mérito de la fotografía de Aleksandr Mikeladze) junto al dramatismo de las nucas que supiera descubrir y explotar, en su tiempo, Tarkovski.

Zoologiya es, en el fondo, una valiosa crítica a la sociedad rusa tratándola como un triste, opaco y casi feudal remanente del régimen socialista. El hecho de que la bandera que se restableció en la Federación Rusa, bajo la administración de Yeltsin y del petersburgués Putin, sea la misma que tuvo en el s. XIX el Imperio zarista, no es casual.

El oso ruso nunca invernó: la voluntad de control social, dominando las diferentes intentonas de evadir el poder político, es un continuo cultural entre el “padrecito” de turno (emperador, premier o presidente ex–KGB) y la “madrecita” Rusia.

Lo que hace Zoologiye es denunciar este atraso evolutivo de la sociedad y de su expresión sociocultural. El tufo a rancio que se desprende de paredes y rejas, del óxido y las pinturas descascaradas, agobia: no hay juventud en la película, porque todo en esa Rusia —se desprende de la cinta— aparece como un algo ocioso y viejo.

Apenas si los jóvenes se ven, sin mayor relevancia ni protagonismo efectivo, en la escena de la discoteca: los demás protagonistas son todas personas mayores.

Por su lado, el triste rol de Petya deja la señal del director para que fijemos la vista sobre el retroceso cultural de una sociedad bajo la metáfora de la evolución y la cola de Natasha definiendo la involución cultural.

Las viejas chismosas escandalizadas y hundidas en sus fosilizados entresijos “diabólicos” nos hablan del marco supersticioso que nace de una iglesia inmóvil… inmóvil como el sacerdote que rechaza a Natasha y le prohíbe comulgar: estático como las velas cuyas luces todo lo oscurecen.

La cola de Natasha nos siembra dudas acerca de los límites que se supone demarcan las rejas y alambres de las jaulas, porque, en definitiva, lo que plantea el guión de Tverdovskiy es un drama evolutivo, una tragedia de crecimiento y desarrollo.

Es la tragedia de una Rusia que parece haber quedado atascada en la época de los zares o, aun si se quiere, en las más antiguas épocas feudales.

Hasta 1969 los rusos venían ganando la carrera espacial y hoy lideran la actividad en la Estación Espacial Internacional, codeándose con los grandes capitales americanos, europeos y japoneses y condicionan gran parte del aporte energético de toda Europa.

Pero existe una barrera metodológica interna, para el reaseguro del poder, que tomó incluso antes del socialismo la ingeniería social de una categorización muy marcada: una cosa es vivir de los Urales hacia el occidente y otra vivir de los Urales hacia el oriente.

¿Es de esta diferencia geográfica que el zoológico trabaja como metáfora de Rusia y sus marginados culturales?

En la época de los zares, los rebeldes —los que osaban pensar por su cuenta— ya eran confinados a la estepa siberiana oriental como castigo por levantarse, de alguna manera, contra el régimen.

Y esa misma táctica siguió tomando la URSS, creando la Dirección General de Campos de Trabajo, más conocidos como “Gulags”. De esta forma, el zoológico mismo se nos presenta como un gran gulag que aprisiona a gran parte de la población rusa: moral e intelectualmente envejecida y eterna prisionera de la corrupción política.

Natasha aparece ante nosotros como alguien que quiere despertar de ese sueño oxidado y viejo, y la cola es la señal de esa misma angustia.

Sin embargo, y como cualquier obra de arte, Zoologiya deja las puertas abiertas para que hagamos las introspecciones personales que correspondan. En nuestras naciones latinoamericanas, ¿cuán libres somos de nuestras taras culturales?

¿Cuán evolucionados somos respecto de lo que nos creemos ser del Río Bravo al sur?

¿De qué lado de las alambradas del gulag cultural estamos?

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Zoologiya (2016).

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