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[Entrevista] Poeta Roman Stănciulescu: «Lo importante de un poema es su capacidad para comunicar y tocar en la distancia»

Se reproduce a modo de póstumo (e inédito) homenaje el último diálogo sostenido por el joven autor chileno con el creador rumano de «Montes Cárpatos» exiliado voluntariamente en la pequeña Torrejón de Ardoz, esa ciudad enclavada en las afueras de Madrid, y donde conversaron sobre la desgraciada finitud de la existencia, acerca del sentido final del arte y en torno a la presuntuosa esencia de la literatura.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 5.10.2021

Hace unos días recibí una noticia por ese azar que te voltea como antaño. Tan imprevisible, tan indomable, tan desértica como esa llamada que dice un familiar tuyo ha muerto. Las circunstancias que a continuación compartiré no están lejos de eso.

En casa, rara vez se revisa el buzón. Tal vez un chiche de AliExpress que llega o la correspondencia de una entidad financiera anticuada que aún utiliza el papel. Nada de eso esta vez. Tan solo un sobre beige medio carreteado y sucio.

El remitente, Mario Ramos. Ni idea quién es.

Con fecha 28 de marzo el poeta —de seudónimo— Roman Stănciulescu (Cluj-Napoca, 1947 – Torrejón de Ardoz, 2021) había fallecido en su casa, de forma natural. Su nieto, un completo desconocido para mí, me dio noticias de un viejo amigo.

La historia de Roman es larga y corta de contar. Entre sus miles de papelitos debe estar su trayectoria por este mundo. De momento, decir que fue un escritor de poca y nula exposición, lector rabioso, constructor de ciudades de papel que permanecen umbrías. Por otra parte, un maestro generoso. Nos conocimos el 2013 en Getafe, por intermedio de otro amigo también fallecido.

La última vez que nos vimos fue en el invierno —europeo— de 2019, oportunidad en que me dejó grabar una conversación que sostuvimos. Una conversación sobre poesía, lo que el escritor Cesare Pavese llamó “el oficio de vivir”, mucho más parecido al oficio de resucitar.

Este diálogo, al menos el fragmento transcrito —sin revisión del interlocutor, pero cuidando su integridad y voluntad— que aquí se presenta, es un sentido recuerdo de un escritor perdido al que estoy condenando a la memoria y posteridad.

A fin de año, su único libro publicado en vida Montes Cárpatos (Editorial Encinar, 2016) será reeditado por Contraeditorial Astronómica.

 

La confianza en el lenguaje

—No sé muy bien por dónde empezar. Tal vez porque ya estoy pensando en que esto tiene un final. Esa es la sensación del contacto con una experiencia cuando las ansías de concretarla se apoderan de uno. (Pausa con respiración honda y un trago de Țuică). Acabamos de pasear por el Parque Europa y se me cruzaron un par de recuerdos. Poco después de nuestro primer encuentro mediado por nuestro buen Miguel —que en paz descanse— vine acá a ver por vez primera el Parque. Es un lugar que me despierta la pregunta por la distancia entre una copia y su original. Y, al mismo tiempo, entre el edificio y el escombro. En esos vaivenes, creo que la poesía se mueve en un primer acceso al lenguaje por la vivencia común y una continuidad que son portales tras portales que nos llevan a un punto en que el pasado no está completo y el futuro es una página en blanco. Desde ahí emprendemos un viaje que no sabemos dónde nos llevará. ¿Qué es para ti la poesía? ¿Te recuerdas de las circunstancias en que fuiste consciente de que se producía un contacto o un cortocircuito con la poesía?

—Nunca hubo Bucarest en el Parque Europa. Ni ninguna otra provincia rumana. Los atractivos turísticos de unos son la vida de los otros, ¿de qué se acuerda la gente, de Transilvania, de Drácula, de los sonidos de Daniel Croner?

La verdad es que el pensamiento de los gitanos se lo lleva todo. Como un gran casino. Recuerdo que cuando tenía diez años, fuimos con mi padre a la desembocadura del Danubio en el Mar Negro, en la región de Dobruja.

Él había ganado un premio del Partido en la era de Ceaușescu y tuvo derecho a unas pequeñas vacaciones. Después de eso, todo cambió. Pero ya sabes, las historias siguen caminos diferentes.

La huida a España fue un milagro que nos dio otra vida. El mío padre quiso que viera la naturaleza que su padre le había mostrado. Y vosotros me habéis preguntado por la poesía. Aún no lo sé, ¿un legado natural? Ese paisaje del Mar ingresando en Europa fue la imagen que no pude borrar en toda mi vida. ¿Y qué tiene la poesía con un poco de agua corriendo? Agua que entra y sale, hay vidas y vidas en el movimiento.

Por aquel entonces mi padre que valoraba la poesía de Mihai Eminescu y me mostró que el paisaje que había visto podía ser recuperado en las palabras; podía combinar esas palabras, creando una imagen —de imaginación y no como la pintura o la escultura— que pudiera ser entendida y atesorada por otro. Con palabras, que otro pudiera ver lo que he visto y lo que sigo viendo al poner ese orden provisorio. La confianza en el lenguaje o qué sé yo.

Lo importante de un poema es su capacidad para comunicar y tocar en la distancia. Vosotros hablabais de originales y copias, y yo pienso en lo irrelevante de que la réplica de la torre Eiffel que se ve desde aquí no sea la mismísima torre.

Exacto, lo irrelevante que es la verdad y no la promesa de que os provoque algo. La poesía es parte de la imaginación y, como os decía, un legado y un cortocircuito con mi propia experiencia que se transmutó en palabras y que sigo perdiendo todo el tiempo.

A mí me sigue fascinando, porque es la forma que tengo de presentar mi mundo y la materia de la que estoy hecho.

 

«Parque Europa» en Torrejón de Ardoz

 

«La poesía nos recuerda que somos imperfectos y que hemos sido infelices»

—¿Crees que la poesía podría desaparecer?

—¡Madre mía! Antes se cae la torre Eiffel o vuelve a haber una foto del fascismo en la plaza de Trocadero. La poesía no desaparecerá todavía. Al contrario, el matrimonio entre sus zonas contradictorias le ha dado una segunda luna de miel. Ruido y silencio ocupan el mismo lecho.

Mira, por ejemplo, con este poema de Florin Dumitrescu, en mi traducción al español, claro está:

no
el paisaje pasa
por tu piel
sin palabras
y se va.

¿Qué es el ruido y qué el silencio?

En la dimensión más sencilla, el hecho de traducir al lenguaje ya impide el silencio, incluso eso de nombrarlo. Ya decía Wittgenstein en su clausura al Tractatus que de lo que no se puede hablar es mejor callar. Tampoco es necesaria esta referencia. Es evidente, ya en el siglo XXI.

Cuando era pequeño si hablabas cuando el profesor o el compañero no te daban la palabra, nos enseñaban que ese era un espacio para estar callado. La poesía desaparece cuando no se sabe hacer ruido o estar callado. Pensad en el poema de Dumitrescu. No dice nada interesante.

Os pone en frente de un paisaje que no sabéis cuál es. Y os fuerza a poner palabras para transmitir esa experiencia privada. Lo divertido es que ese paisaje es humano y, a la vez, natural. Y aún más divertido que si yo lo veo la respuesta es distinta a la de Dumitrescu, a la vuestra y a la de otros poetas. El paisaje pasa con o sin ruido por vosotros. Ya veréis cómo fue ese paso.

La poesía hoy —y tendréis que perdonar mi desconexión, no estoy tan puesto en Internet como vosotros— es como un río que nace arriba en la montaña y se pierde a mitad de un valle. No alcanza a llegar al océano. Solo es agua que viene del hielo o de la lluvia. La geografía de Chile tiene eso, ¿no? ¿Ríos que nacen en los Andes y desembocan en el Pacífico? Una armonía perfecta.

La poesía no es eso. Nos recuerda que somos imperfectos y hemos sido infelices. La belleza es el pretexto y la máscara para ocultar esa herida que los otros nos han infligido o de la cual somos responsables.

Quizás volvemos la mirada para escribir, para escapar de la herida, de la imperfección y de una infelicidad que actúan como un desagüe. Otro poema de Dumitrescu, tardío, que rescato de vuestro desconocimiento:

la escritura como un televisor triste
es así
cuando el zapping arroja
una imagen que te rompe en mil pedazos

nunca fuiste tú
ni él o ella

tan solo la degradada humanidad
y su miedo a la pérdida
que no te tiene amando hoy.

 

«La poesía es la realización de una ausencia»

—¿Y dadas esas coordenadas, qué era la poesía antes de hoy —digamos— ayer o antes de ayer?

—La metáfora puede cambiar, pero la poesía siempre ha sido lo mismo. Una pieza en la historia de la ausencia. Por eso el poeta habla —insistentemente— de amor, sin el amor y sobre el amor. En primera, segunda, tercera persona. Singular o plural. Con un telón de fondo realista. O en una completa ficción.

La poesía es la realización de una ausencia que puja en el instante que el cuerpo se ausenta para volcarse al lápiz y papel, donde es invencible.

 

«La ficción cicatriza esa herida de la ausencia»

—¿Qué es Montes Cárpatos en esta invencibilidad, en esta siembra y cosecha de ausencias?

—Todo y nada. Me llevó muchos años llegar a ese lugar. Los Montes Cárpatos son una de las cosas de las que Rumania nunca podrá desprenderse. Es la historia de una cultura, donde mi simple existencia se inserta y se desprende.

(Abre la edición de Montes Cárpatos y lee un extracto).

El caravasar fue el primer lugar que nuestros pies saborearon. Supimos que era un caravasar porque padre murió en uno. Así fue. Entró en él y nadie hablaba su idioma ni ninguno conocido. Padre dijo que se trataba de un lugar donde no nos entenderían jamás. No debíamos entrar o moriríamos. Y así fue.

Raudos, entramos, raudos por un trozo de cama donde echar los huesos. Estábamos en el caravasar. Nos ahogamos. Nos amputaron todos los huesos, todas las sonrisas e ilusiones. Nuestras lenguas ardieron. Se nos volvieron en contra. Lo bueno es que dejamos de morir.

El destino nunca fue el destino ideal. Padre no estaría orgulloso ya.

El caravasar se convirtió en nuestro sepulcro. Resucitamos. Los mochuelos sobrevolaban los Montes Cárpatos. En la cima podía verse un pedazo de carne como bandera. Sentimos miedo.

El caravasar desapareció. Faltaba uno de nosotros. Nunca estuvo. Ni yo. Y Mărțișor dijo: yo tengo una versión diferente de los hechos. Yo soy la montaña. Y esto no es un sueño. No lo es.

En la ausencia, se dan cita el caos de esos pensamientos convulsos y tumultuosos y la libertad de hacer algo con tu mente, la que idealmente podrías sanar. Nunca fue mi caso. La ficción cicatriza esa herida de la ausencia. En ella quiero que los pensamientos vivan y se vivan.

 

—¿No te da la impresión de que, al escribir, buscas librarte de algo?

—Mallarmé decía que ‘todo existe en el mundo para terminar en un libro’. Yo creo que ‘todo existe en los libros para terminar en el mundo’.

Y mírame, nos parecemos en algo más que en la cara con ese francés. La frase ha cambiado de sentido y no han pasado más de un siglo y medio. Imagínate cuánto ha pasado. Seguro que mis antepasados —y los tuyos, Nicolás— si conocieron la poesía, la cosa se hacía con una regla, un ritmo de ave y la libertad era la partitura misma. Creo que al escribir busco librarme del verso libre y de la melodía que reverbera en mi cabeza.

Tengo muchas carpetas con sonetos y tercetos en rumano. Nunca seré un poeta en mi tierra. Mi lengua es un ejercicio íntimo de decirme quién no he dejado de ser y quien no he sido, en todos estos años. El rumano es mi lengua. Aunque hable cientos de otras, esa es mi casa.

Y todo existe en los libros para terminar en el mundo. Montes Cárpatos ha sido una especie de síntesis de otros libros y vidas que aún no terminan de empezar.

Pero ya está escrito, no quiero seguir hablando de él.

 

«Seremos documento y archivo»

—¿Nunca publicaste en rumano?

—No, nunca. Nos vinimos a España cuando yo no estaba en edad de publicar. Tampoco escribía. Solo tuve la inocencia de estar viviendo otro mundo, oír otra lengua —más o menos parecida— en los alrededores.

Escribir en rumano es mi manera de que la lengua nunca muera en mí ni en mi familia y con una esperanza de que cuando todo el mundo adopte el inglés como lengua (risas), mis papelitos inéditos sean la excusa para años de trabajo en la reconstrucción de una cultura. Un monumento a una visión de mundo. Estoy delirando. No me hagas caso.

Cuánta razón puedo tener y cuán equivocado puedo estar. Al final, se trata de sumergirse en la escritura y en las culturas de lo escrito. Seremos documento y archivo.

 

—(Risas) ¿Cómo es tu relación con el trabajo creativo? Quiero decir, una suerte de pregunta abierta que no se encierra necesariamente en las condiciones materiales de cómo escribes, sino las espirituales.

—Extraña. A diferencia de mucha gente, pienso en vivir sin poesía. Lo que en algún punto es un sin sentido. Si se mete lo estético y lo que tienes en la cabeza para distorsionar la vida misma, ¿qué es eso sino poesía? Antes os decía que es un legado. En la poesía se puede ensayar la vida. Y uno se puede engañar con sinceridad en cada ejercicio. En especial, si pensáis que la verdad está sobrevalorada.

La formación poética es lo más fascinante. ¿Sabes? Caminando por Madrid a veces veo carteles —con esos diseños pomposos, geométricos, muy de arte contemporáneo— que anuncian cursos de escritura creativa. No entiendo bien qué es eso, ¿soy un viejo anticuado? ¿Me he quedado como en el fútbol, fuera de juego?

En la formación poética, comunitaria o individual, os alejáis de lo que puede ser considerado “peor” y no necesariamente avanzáis a lo “mejor”. No se trata de calidad, sino de calma respecto de tus propios azares y fracasos.

La experiencia poética se puede leer como un paraíso siempre abierto y paciente. Como en la versión no críptica ni lacerante del cuento de Kafka, ese del guardián que cuida la puerta.

 

«No hay como la experiencia privada del poema»

—»Ante la ley», se llama ese cuento. Hay una representación bonita de ese en la apertura de la película basada en El proceso que protagoniza Orson Welles.

—No hay como la experiencia privada del poema. Escribirlo, leerlo.

El poema propio o el ajeno (Mirada con fascinación de Nicolás). Tranquilo que no me he metido con la cuestión del gusto. Asumo que hay varios factores para discutir.

 

—Hay espacios que se pueden salvar y otros que no. Hay poemas que son plataformas y otros que son como el taxi al que no nos subimos y otros que son como una comida que salimos pelando (hablando mal) en un restaurant. Me gusta, inspirado en un viejo profesor de filosofía que tuve, separar entre lo que uno vive como poesía, lo que uno trata como poesía y, por antonomasia indefectible, lo que no cumple con estas características. Prefiero enfocarme en las dos primeras categorías. Los poemas que me interpelan y que motivan mi escritura. Y del otro lado, los que tienen mérito, pero no forman parte de ese acervo que llevo conmigo, los que no intervienen en el carácter de uno. Los que pasan, aquí —como decimos en Chile— van los fomes o aburridos.

—Si os parece bien esa distinción, no hay problema. Puede seros útil si sois algo así como un promotor o curador de alguna clase. Es una actitud respetuosa de la diversidad de maneras de poetizar las cosas, la vida o lo que sea. Incluso a algunos escépticos —no yo— podría parecerles demasiado bueno para ser cierto.

 

—(Risas) Sabes, quiero retomar eso de ser documento y archivo y vincularlo con una idea que estoy trabajando sobre los escombros. Hace no mucho hice un viaje a las tierras santas y la adoración reside en las ruinas. Es algo evidente, toda vez que esos emplazamientos algún día fueron templos y su sacralidad no está dada por su mantención en pie o perdurabilidad. Quizás ese es el motivo de que la santidad de la “tierra santa” no deje de ser. El monumento tiene —en potencia— su caída, su declive. La ruina, no.

—La poesía puede ser una ruina, un escombro. Un patrimonio que no estaba destinado a que lo heredáramos y, sin embargo, manos a la obra.

Si lo heredamos nosotros y no otros, tiene una razón.

 

«Parque Europa» en Torrejón de Ardoz

 

«El capitalismo agita su puño victorioso cuando crea un producto de consumo nuevo»

—De seguro, es una especie de destino común abierto pero acotado. ¿La ficción puede estar en ruinas? Pienso en voz alta con esa pregunta. El arte insiste en erigir monumentos a lo real y la ficción se hace cargo de una cuestión romántica, en el juego de una realidad posible, de un tiempo posible. En ese sentido, el escombro juega un rol interesante en la gestión del tiempo por el escritor.

—¿Puede el Parque Europa ser una ruina mañana?

La historia del turismo en una ficción que es el Parque Europa. Puede caer la Torre Eiffel, puede arder la Puerta de Brandemburgo, puede desplomarse la Torre de Londres y aún tendríamos su archivo fotográfico, el endeble recuerdo que permanece en los sobrevivientes y el Parque Europa con sus réplicas e imitaciones.

Hay algo que me despierta este lugar, ¿podría acaso ser una especie de laboratorio de pensamientos contra la propiedad? Es que imagina, es un parque con imitaciones de monumentos en un municipio relativamente pobre de la Comunidad de Madrid, ¡hasta tenemos nuestra Puerta del Sol! Como un set de grabación de Tarantino.

Es gratis, ya no necesitas subirte al Cercanías y tardar casi una hora. Para un viejo desconectado, el Parque Europa es como un palimpsesto, como la fotocopia de los libros de la biblioteca local. Lo que no puedes tener, viene en forma de sucedáneo.

El capitalismo agita su puño victorioso cuando crea un producto de consumo nuevo, ¿puede el Parque Europa crear un deseo en medio de este paisaje lúgubre? Me temo que sí.

 

—Interesante. Antes decías escapar de la imperfección y la infelicidad, y si entendí bien que también la soledad y la imaginación son condiciones de posibilidad de una escritura, pensando en voz alta, me pregunto ¿tienes algo que decir en cuanto a la relación de la poesía misma con la experiencia de lo vivido? Recuerdo la frase conocida del poeta alemán Friedrich Hölderlin, traducida como: “poéticamente habita el hombre”. En ese sentido, ¿cómo funciona la poesía en cuanto dispositivo para la sistematización o para la organización armónica de un saber para la vida?

—Me parece que estáis asumiendo un par de cosas con la pregunta. La poesía como dispositivo, como síntesis, como manera de organizar lo que sé y no de la vida. Para mí no tienen sentido esas taxonomías de tufillo posmodernista, perdona.

Creo que todas las cosas son, en alguna perspectiva, simples. Pese a que considero que cada vez la vida se ha vuelto más compleja, en cuanto a explicación. A mí no me interesa nada de eso.

¿Conocéis a poetas como Omar Khayyam y Rumi? ¿O esas escrituras religiosas de la Antigua India, el Ramayana, el Mahabharata, las Sutras, los Upanishads?

¿Qué relación podemos ver entre esas escrituras y todo lo que circula hoy?

Podríamos jugar al tenis de mesa con esta conversación, ¿os va?

 

«La poesía es intemporal»

—Me gustan las conversaciones. Más que las entrevistas. No por la tendencia a la simetría, sino más bien por la chance de lo espontáneo. Imagínate que las entrevistas —para mí— están en un abismo entre la exposición (sincera o no) y las posibilidades de la ficción. Qué loco. Es cierto, yo asumo un par de cosas en mi pregunta y olvido que somos personas de diferentes épocas y culturas.

—Pero en el trabajo con la palabra, la emoción y las ideas, la poesía es intemporal. Vamos a lograr un punto de acuerdo. Es lo difícil. El desacuerdo es fácil. Lo más fácil entre dos individuos que no necesitan una teoría para saber que son distintos, basta observar su mirada y la manera como se mueven.

Mira alrededor. Ese señor que está ahí, lo conozco. Se llama Manolo. Viene aquí casi todos los jueves. Es un poeta. A veces lo veo leyendo el periódico, otras a Pedro Salinas.

 

—Ese es un romántico, un enamorado de la nostalgia.

—Sí, pero no me refiero a eso. Si no a la diversidad de ser otro individuo. No necesitáis la sociología o esas otras ciencias para daros cuenta de ello. Solo abrir los ojos y dedicar un poco de tiempo al otro.

 

—Es cierto, pero no quiero pensar, Roman, que estás pregonando una tendencia antiintelectualista.

—Para nada. Cada saber sirve en su medida y posicionarlo como dogma no le hace bien a nadie. Puedes dotar de contenido una situación, pero en sus elementales, sus fundamentos básicos, te basta con mirar para prender la chispa de tu corazón.

 

—Me preguntaste sobre Khayyam y la literatura de la India. Conozco. Intento leerlos como textos, como teoría para la vida. Los Upanishads me han dado lo que otros poetas occidentales no.

—¿Y te has preguntado por qué y cómo?

 

—En realidad, creo que no. Respeto su misterio.

—Rumi me despierta las pasiones de un mundo que yace aquí, en otra parte. (Roman declama de memoria):

No pertenezco a ninguna religión o sistema cultural. No soy del Este ni del Oeste. Ni de la tierra, ni del mar. No soy de la mina de la naturaleza, ni de los cielos giratorios. No soy de la tierra, ni del agua, ni del aire, ni del fuego. No soy del empíreo, ni del polvo, ni de la existencia, ni de la entidad. No soy de este mundo, ni del próximo, ni del Paraíso, ni del Infierno.

Un poeta como Rumi no tenía miedo. En un verso preguntaba: ‘¿Por qué he de temer a desaparecer a través de la muerte?’.

 

«La poesía es secreto hablado»

—Con todo, ¿qué tendrá la poesía que no tienen los ensayos o textos filosóficos? ¿Por qué si la poesía, tiene este gran valor e importancia para conocer la condición humana, no se masifica y no compite con otras expresiones y soportes como la televisión y el cine? ¿Tiene un fin la poesía? Antes se hablaba de que tenía un rol social.

—Ahora os estáis preguntando “para qué” (risas). La poesía tiene algo tierno a su alrededor y, al mismo tiempo, algo desgarrador. Después de ese lugar común, percibo una sinceridad especial que no se da en los libros de filosofía o en los ensayos.

Una cosa que os queda dando vueltas en la cabeza, una idea que os conmociona y produce un terremoto directo en el lugar donde ocurren las funciones nerviosas. La agitación del ánimo es tal, pero distinta. Ambas, pese a ello, son búsquedas.

En algún comienzo posible de la filosofía —no el origen, ciertamente— en la Antigua Grecia, los grandes maestros, tanto Platón como Aristóteles se hicieron cargo de la filosofía y la poesía.

María Zambrano en estas tierras desarrolló la razón poética para elevar a la poesía más allá de un modo de conocer. Imaginaos que ella decía que la poesía es secreto hablado.

Estoy anonadado recordando esas cosas y por eso, pensando en un ejemplo para daros (Roman se toma un tiempo).

El poeta Marius Costan, más o menos de mi edad, tenía versos filosóficos. Había uno que estaba en el Bukovina de mi querida aldea, una taberna de escritores silenciosos. ‘El tiempo vuela entre un recuerdo y otro, ¿dónde os quedáis a vivir?’. Puede pareceros bien burdo, pero es una pregunta profunda sobre la condición humana y el lugar del tiempo.

Me habéis cazado con una paradoja. No lo sé, ¿es la literatura más allá de sus clásicos, masiva? El peor negocio de la literatura es recomendar literatura. La gente no flipa con eso. Se espanta. Además, percibo una distancia de la gente con el libro, una especie de asimetría.

El trabajo de la poesía es personal y requiere de esa capacidad de ir descubriendo. Es probable que eso no le venga a todos, pero pensad en esa gran cantidad de maneras de poetizar las cosas.

La poesía no puede no gustarle a todo el mundo. Lo mismo que el cine y la televisión, la gente prefiere algo en movimiento que pueda sintonizar a toda hora. Y os aseguro, a nadie le gusta bucear en sus defectos y dolores, voluntariamente.

 

—¿Tú crees que la palabra es anterior a la realidad?

—Si “en el principio era el verbo”, puede que sí. Pero, ¿puede ser al revés? No es que tenga que decirte sí o no, tampoco con medias tintas. Creo que se pueden ofrecer intuiciones poéticas para decir una u otra cosa.

Hay un poema brillante de Cosmina Jagodo (Roman revisa una libreta de cuero que lleva consigo). Se llama “Ceremonia de las palabras nonatas” (Roman lee):

En el principio era el tacto.
Y vinieron los demás sentidos.
Galopando los campos pilosos.
Los pastizales erizándose, erizándose.
Segundo fue el olfato, en éxtasis.
El aire límpido vino a toda velocidad.
Detrás, el olvido de las circunstancias.
Secundado por el fiel oído.
El tacto sonó en el interior.
El tacto hizo eco, eco hizo.
Los dedos ajenos hundiéndose.
En la textura de la temperatura.
El gusto siguió, expectante.
Atento a la próxima jugada.
Hasta probar la otra cavidad.
El tacto otra vez. Y otra superficie.
Una puerta giratoria.
Sentidos ingresan, sentidos egresan.
La vista llegó demasiado tarde.
Los sentidos ya se habían ido.
Y las palabras nada dijeron.
Se estuvieron calladas.
No alcanzaron a salir.
No fue necesario.

 

«El infierno es indescriptible»

—¿Nos une más a los otros el sufrimiento? Si es así, ¿se equivocaba Jean Paul Sartre al decir: «el infierno son los otros»?

—Un poeta joven, rumano-español, hijo de unos amigos de Vitoria, Aitor Filipescu editó hace poco un libro conmovedor. Historia de la extinción, tal vez podáis conseguirlo en Madrid en esa librería cosmopolita, ¿cómo se llama? (Roman no recuerda el nombre y pasa un par de minutos intentándolo sin éxito). En fin, ya vendrá.

En ese libro, Aitor responde a esa pregunta —con sus treinta y pico— mejor que un viejo en el ocaso de todos sus ídolos y que ya se convirtió en su propia montaña. ¿Qué os produce el título? Es fuerte, ¿no? Hace un rato hemos hablado de la historia de la ausencia. Estamos plagados de historias. Imagínate la historia natural de Plinio el Viejo. O la historia del turismo, la historia de la materialidad de la poesía, la historia de las copias.

El Parque Europa entra otra vez. Sufrimos cuando no podemos tener lo que creemos son originales. Precisamente, Aitor hace teoría con sus versos, al poetizar la llama que la economía de escala china ha matado en la península.

Escribe sobre las tascas y bares a los que su abuelo Iñaki iba y que paulatinamente han cambiado de regentes a chinos que degradaron ese ambiente tradicional a un lugar donde coméis y os marcháis.

Me da otro infarto si en Rumania se pierden las tabernas. Los otros son la extinción. O la eternidad. El infierno es indescriptible. No sé cómo Dante pudo.

 

«Nos es familiar el fin»

—¿Es posible convivir con la muerte, comprenderla? ¿Sirven para algo los protocolos que hemos establecido para afrontar la ausencia? Una amiga muy querida, hace poco, me dijo que uno está entre la adrenalina o la anestesia.

—En estos tiempos, de juventudes caóticas y tormentosas, una dosis de cada cosa, te mueve. La muerte es incomprensible, para mí. Y veo que la gente se muere por comprenderla —literalmente, se muere— y no lo logra, porque la palabra “muerte” solo es una palabra y, además, el miedo es la forma como se agrupan los afectos en la sociedad.

Estas son mis apreciaciones después de ver el lenguaje publicitario que aparece en la televisión, en los carteles de la calle, en los productos del supermercado, en la máquina que es El Corte Inglés. Hay miedo a que las cosas acaben, pero su fin es tan próximo como inminente. Nos es familiar el fin. No sé dónde lo leí, pero parece más factible pensar el fin del mundo que el fin de la estructura económica de intercambios.

Los protocolos que dices, son más bien fugas contra la vulnerabilidad humana. El goce ocupa un lugar preponderante. Volvemos siempre a Roma: carpe diem. O a Plauto: Quem di diligunt adulescens moritur. Muere joven aquel a quien los dioses aman, ¿y qué o quiénes son los dioses hoy?

Hay un poema metafísico de Radovan Breszul que recuerdo con fervor:

no hay un ahora
ayer y mañana sobran

el lenguaje llega en silencio
llega cuando la visión desaparece

apunta rápido
no hay tiempo

no falta
no queda

los gusanos que te comerán
aún no nacen.

 

«La poesía es otra vida, una con lenguaje»

—El lenguaje es diferente de la vida, ¿cómo se puede hacer calzar una cosa con la otra? ¿Es una cosa? ¿Se pueden tener los dos juntos? Tal vez hay dos mundos. Uno con lenguaje y otro sin lenguaje. Lo mismo le pasa a la vida. Un mundo sin vida y otro con. ¿Una vida sin lenguaje? ¿Funciona?

—El lenguaje no sabe a dónde va. Es ciego. La vida es sorda y muda. ¿Dónde habéis dejado a Dios, hombre?

La poesía es otra vida, una con lenguaje. Un libro cerrado es una vida sin lenguaje, un mundo con una vida por delante.

Lo que funciona es una vuelta sobre vuelta, un puede ser que acecha cuando todo se aprestaba a ocurrir de una manera y ocurre de otra. El azar de manos llenas y vacías. Solo espera vuestro tránsito para dejaros caer.

 

***

Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Montes Cárpatos», de Roman Stănciulescu (Editorial Encinar, 2016)

 

 

Imagen destacada: Roman Stănciulescu.

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