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Un extracto de la novela «Piquero», de Pablo Fernández Rojas

«Nuestro narrador no pierde el tiempo en imágenes lacónicas o pretenciosas sobre los hijos de la dictadura o la clase media chilena o en revolotear por historias del autor ficcionadas en el papel. Es un constante delirio que no deja pensar en otra cosa, y sí, si bien está hablando de muchos temas actuales y críticos, como todo buen escritor siempre lo hace, pero no ejerce el discurso desde el texto mismo. No utiliza su novela para continuar con un canon, sino que para hacer lo que siempre quiso hacer: escribir», anotó la poeta Paula Ilabaca, en torno al debut literario del hacedor de estas páginas (editorial Cuarto Propio, 2016), reunidas especialmente ahora, con el propósito de ser publicadas por este medio.

Por Pablo Fernández Rojas

Publicado el 8.09.2017

Camino vestido con una sabanilla amarrada a la cintura y unas sandalias plásticas.
Pasan hombros que chocan con los míos.
El paso se enlentece luego del toque. Nadie habla. La música ambiental es serena pero inquietante. Es la banda sonora de Twin Peaks.
Sigo mi recorrido. Una puerta de vidrio deja entrever una luz roja. Tiro de la manilla y aparece un baño diminuto.
Baldosas blancas teñidas por la luz roja de una ampolleta que cuelga del techo.
Me quito la sabanilla y dejo que el agua tibia caiga.
Me excita pensar que cualquier desconocido pudiese entrar en este momento.
No sé lo que haría, o sí. Depende de cómo sea.
Una silueta me mira desde un rincón.
La presencia se ha desvanecido.
No sé qué haré ahora. Podría tomar un baño de vapor o ir al cuarto oscuro.
Nunca he estado en un cuarto oscuro.
No me gusta la idea que alguien que no sea de mi tipo me toque.
¿Será esa la gracia de los cuartos oscuros?
Deben ser las cinco o seis de la mañana.
El lugar se llena de más y más hombres. Subo una escalera. Hay un pasillo lleno de puertas. Abro una y veo dos cuerpos desnudos y grandes uno sobre el otro.
Una botella de whisky vacía, un par de tarjetas de crédito y un condón usado tirados en el piso.
Los cuerpos sobre una camilla angosta.
Uno de ellos comienza a balbucear y salgo discretamente.
Más puertas parecen estar esperando ser abiertas.
Escucho risas apagadas.
Un hombre de unos cuarenta años me toca la espalda.
Me dice algo con su mirada. No logro descifrarlo.
Le digo que no sin saber lo que me quiere decir.
El hombre desaparece en la penumbra.
Necesito ir al baño de vapor.
Bajo otra escalera y sigo una fuente de luz.
Un televisor donde pasan una película porno alumbra una hilera de cuerpos dormidos sobre sillas de playa.
Alguien ronca suavemente.
Otro, tose.
Otro me mira y se sobajea el bulto que cubre con su toalla.
Una flecha de neón y la palabra sauna.
Llego a la entrada del baño de vapor.
Me quedo parado frente a la puerta.
Decido entrar, sentarme y cerrar los ojos.
Al abrir la puerta, un golpe de vapor me ciega.
Mis pulmones se abren.
Huele a eucaliptus.
Mi sabanilla se empapa.
Logro divisar una estructura de baldosa. Me siento.
Escucho un gemido.
Una cabeza se pierde en una entrepierna.
Desvío la mirada por miedo a que me digan que me acerque.
Me sumo a los que sudan. Inmóviles.
Luego de unos diez o quince minutos estoy completamente relajado.
Siento mi piel suave y mi cara limpia.
La puerta se abre y se cierra una y otra vez.
La temperatura sube y baja.
Entran y salen como buscando algo.
Una mano se posa sobre la mía.
La dejo quieta.
Recuerdo tu mano.
Abro los ojos y es un joven de unos veintitantos años.
Me sonríe.
Pasa su otra mano por mi cabeza.
Un hombre que está detrás me observa y con un gesto me dice que no.
Saco mi mano debajo de la suya. El joven se para y se va ofendido.
El hombre que me sugirió no hacer nada se levanta y lo sigue.
Respiro profundo y sigo acá.
Mi corazón se acelera.
Recuerdo un artículo de una revista donde decía que mucho tiempo en un baño de vapor podría ser riesgoso.
Salgo y me voy a otras duchas.
Un hombre de aspecto triste se mira en un espejo fijamente. Hago como que no lo veo.
Me meto a la ducha y otro hombre envuelto en espuma luce y se jacta de su físico de gym.
Fantaseo un rato y salgo antes que note mi erección.
Aparecen más y más escaleras, decido no hacer nada que no quiera.
Quiero recorrer el lugar completamente.
Bajo a lo que parece ser el primer piso.
¿Cómo saldré de este lugar?
Me encuentro con una piscina temperada.
Hay dos tipos hablando en una esquina.
El ambiente está templado.
Me saco las sandalias.
El piso es de piedra y está húmedo.
Me saco la toalla y la lanzo hacia un lado. Me tiro un piquero. Bajo el agua escucho voces. Quisiera quedarme acá. Hundido. Los ojos se me irritan. Sigo nadando bajo el agua. Brazos. Piernas. Respiración en sincronía. Me deslizo desnudo bajo el agua. Las piernas de los hombres que estaban conversando se rozan. Asomo mi cabeza y tomo aire para volver a sumergirme. Doy vueltas una y otra vez. No doy más. Paro.
Me quedo en la esquina opuesta a la de los hombres que siguen secreteándose cosas al oído. Los miro. No parecen verme. Comienzo a flotar de espaldas. Mi cuerpo se somete al ritmo del agua. Las palmas de mis manos y mis pies se arrugan. Nado lentamente y la piel de mi antebrazo se contacta con otra, deslizándose. Sigo.
El lugar es hermoso. Acá todo es luz. Detrás de un vidrio, hay un espacio lleno de pájaros exóticos y ramas secas que hacen de árboles.Dos leones de bronce vigilan desde una esquina.
Qué pasaría si estuvieras acá. Dónde estarías. Sinceramente no logro predecir tu comportamiento. En el fondo es a ti a quien busco. Si supieras dónde estoy. Salgo de la piscina y me cubro con la toalla que sigue donde mismo.
Me pongo las sandalias y subo a la oscuridad sin pensarlo.
Llego a uno de los pasillos.
La música continúa.
Veo distintos cuerpos uniformados con la misma toalla amarrada a la cintura.
Afuera debe ser de día.
Es domingo otra vez.
Entro a un cuarto alumbrado por una imperceptible luz azul.
Hay un jacuzzi al medio y al lado dos hombres lo hacen con violencia.
El que está en cuatro me mira mientras inhala un frasco de popper.
Me acerco.
Está envuelto en vapor.
El hombre que se lo pone cruza los brazos detrás de su nuca.
Me miran extasiados.
Los que están dentro del jacuzzi se miran entre ellos.
Parecen hipnotizados por un diálogo mental al que no estoy invitado.
El vaivén del agua dibuja formas extrañas, oscuras.
Voy a uno de los pasillos.
Me apoyo en una pared húmeda. Espero y no consigo más que miradas, algunas se parecen a la tuya.
Me dirijo a lo que parece ser una entrada.
Una sábana negra me recibe.
Ausencia de luz.
Adelanto con mis brazos extendidos.
Gemidos. Una barbilla raspa mí espalda.
Alguien me saca la toalla y empieza a chuparme lentamente.
Siento unos dientes que muerden distintas partes.
Un escalofrío interminable me recorre. Quiero más.
Me toman de la cintura y me dejan sobre un montículo que parece tapizado de fieltro. Aferro mis manos a una superficie caliente.
Un líquido hirviendo salpica mi espalda.
Sonidos imperceptibles de placer surgen y se apagan en la oscuridad.
Uno de esos sonidos viene de mi respiración.
Poco a poco vuelvo en mí.
Sigo en el cuarto oscuro.
Me doy vuelta y alguien me abraza.
Su perfume huele a desodorante barato.
Su piel está húmeda.
La frialdad de una cadena que cuelga de su cuello toca mi garganta.
Sus brazos son fuertes y seguros.
Me besa.
Comienzo a culear con una sombra.
Una señora me toca con la punta de una escoba.
Me dice que despierte y que el lugar ha cerrado.
Me tira una sábana evitando mirarme las pelotas.
El cuarto oscuro resulta ser una bodega gris, el fieltro que tocaba es un cubre piso verdoso y desgastado.
No sé qué hora es.
La mujer sigue barriendo.
Voy a guardarropía.
Me visto y salgo a la calle.
Un niño que va de la mano con su padre me queda mirando.
A veces, el sol pega muy fuerte.

 

El autor, Pablo Fernández Rojas

 

La novela «Piquero» (2016), del narrador chileno Pablo Fernández Rojas

 

Imagen destacada: La actriz germano-estadounidense Sheryl Lee, en un fotograma del largometraje «Twin Peaks: Fire Walk with Me» (1992), del director cinematográfico David Lynch.

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