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«Joker (Guasón)»: La profética involución de las especies

El filme del realizador estadounidense Todd Phillips —y el cual consagró a su protagonista, Joaquin Phoenix, con el Oscar al Mejor Actor 2020— es una bofetada a la indolencia, a la frivolidad televisiva, a la manipulación de los medios de comunicación masivos, al manejo irrestricto que sustentan los poderes fácticos de cualquier país occidental que se precie de progresista o de liberal, incluido el nuestro, con sus contubernios de papel, sus “Senames” benefactores y sus macabros paliativos.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 19.2.2020

«Yo no existo».
Arthur Flecx

Si no le hubieran dado el Oscar a Joaquín Phoenix se habría cometido una gran injusticia, aunque si se piensa con detención tampoco habría significado gran cosa.

 Guasón, si bien se sustenta en gran medida en la actuación magistral de Phoenix tiene elementos de valía que la colocan por sobre la media de las películas nominadas al Oscar.

En esencia se trata de un argumento que conlleva, al menos, dos líneas de acción: por un lado, el caso del joven abandonado por el hipotético padre y cuya evolución personal lo coloca al margen de la vida social y, por otro, el estallido ciudadano a partir de un hecho puntual: la muerte “casual” de tres ejecutivos en un vagón del Metro a manos de Arthur Fleck, el personaje-payaso que ostenta la hegemonía actoral dentro del filme.

Desde su marginalidad, siendo el precario sostén de una madre ya envejecida, disminuida por una salud y pobreza evidente, Arthur, llamado por su progenitora con el patético eufemismo de “Feliz”, es a todas luces un protagonista atormentado. La personificación de un payaso de segundo orden que se gana la vida en las calles no es sino la parodia de un individuo condenado al fracaso. Fracaso como sujeto de una opresiva realidad social y la frustración de un ser humano desprovisto de una historia familiar, primero confusa y extraña, para después emerger con fuerza inusitada una ascendencia presumiblemente oculta que lo desajustará aún más, ante sí mismo, ante la madre que llevó por años el peso de un origen espurio y, finalmente, por el encuentro programado con Tomás Wayne, el posible padre, distante y frío hombre de negocios que aspira a dirigir la vida política de Ciudad Gótica.

En esa perspectiva, creyendo desanudado el sentido de su procedencia, el devenir de Fleck se trastocará hacía límites insospechados. Desde su apariencia endeble, sus incontrolables risotadas enfermas, su afán por ser una estrella del stand up hasta el intento de superar sus miedos personales sintetizados en la lapidaria frase de “yo no existo” habrá un tránsito veloz, sorprendentemente ligado al desplome social que, desde el programa de Murray Franklin, bajo el lema “Así es la vida”, terminará por desencadenar una retahíla de disturbios públicos que alterarán sin vuelta la supuesta paz ciudadana.

Los ricos son entonces cuestionados por su desidia, por su codicia ilimitada y por su afán de brutal dominación. La elite burguesa del sistema conjuga, no solo los destinos económicos y políticos de la metrópoli, sino también sus gustos, apetencias personales y hasta su cruel sentido del humor.

En ese juego de macabras supremacías Fleck surge como el adalid de la insurrección. Wayne ha tratado de “payasos” a quienes son incapaces de surgir en la selva de las competencias liberales. Quienes acceden a la opresión de clase son los elegidos y perseverantes en la escala social.  Los demás son apenas un número en medio de la muchedumbre, en la dispar sintonía de los (des) equilibrios del mundo.

Luego, el que Penny Fleck, la madre del futuro Guasón, haya sido o no una enferma mental encubierta en un hospital psiquiátrico, solo acelerará la secuencia inevitable de los acontecimientos. Arthur es un paria. Lo sabía o intuía desde antes de ese terrible develamiento. Lo avizoraba en la soledad de su trabajo, a pesar de estar rodeado de bufones como él. Sentía que su risa enferma era y fue un acicate para descubrirse cual remedo de la completa deshumanización. Su inexistencia debía tener una salida que no fuera únicamente el parricidio. Sus alucinaciones eran el sueño imposible de “ser otro”. No sólo por imaginar una relación amorosa inverosímil o ser una estrella del stand up, sino porque en su insondable ingenuidad inicial podía sonreírle gratuitamente a un niño en un bus urbano o figurarse que la existencia era algo más que vegetar al cuidado de una madre tan desvalida como él.

En esa desnaturalización humana se esconde la travesía y tragedia de «El Guasón». No hay nada que merezca una “vida decente”, aunque el término provoque retorcijones estomacales. Se trataba, sencillamente, de “existir”. ¿Podrá lograrlo? ¿Y a costa de quién o de quiénes? He ahí la terrible incongruencia: desde su negación individual hasta el reconocimiento sensacionalista de sus asesinatos en el Metro emergerá la figura de un salvador social imprevisible, de un detonante de las injusticias en que se hallaba inserto, no sólo por ser payaso de una sala de hospital, sino por representar también a los marginados de esa riqueza piramidal que hace y deshace a su amaño el sinsentido de la sobrevivencia general.

Guasón constituye un claro llamado de atención al mundillo en que se ha transformado la sociedad moderna. Es una bofetada a la indolencia, a la frivolidad televisiva, a la manipulación de los medios de comunicación masivos, al manejo irrestricto que sustentan los poderes fácticos de cualquier país occidental que se precie de progresista o liberal, incluido el nuestro, con sus contubernios de papel, sus “Senames” benefactores y sus macabros paliativos. Es un golpe bajo desde los instintos primarios del hombre sometido, del traicionero (Randall, el Judas amistoso), del deficiente, de la persona disminuida,(el pequeño Gary) de los despojados de su dignidad personal, de quienes sustentan, en suma, la “vida ajena” de esos guarismos insignificantes que controlan a las inmensas mayorías, aquellas que vegetan en su miseria física anhelando que las condiciones de explotación terminen y surja alguna vez una espiritualidad extraviada por un materialismo corrupto, denigrante y ramplón.

Si Murray Franklin, el presentador televisivo encarna la nefasta indiferencia y sumerge a los individuos en su propia “yoidad colectiva” operada por el sistema dominante, el Guasón encarna el dolor y la resiliencia del que padece el viejo síntoma de la segregación social y humana. Y esa escena pavorosa y triste que emula una suerte de crucifixión sobre los restos de un automóvil nos deja sumidos en el dilema del Cristo o del bandido que espera una virtual condena o salvación.

Una película notable que no solo debió ganar un Oscar a la mejor actuación y música, sino también a la mejor película y guion.

Pero esa es otra historia que en nada desmerece lo que esta multifacética historia abarca, mucho más allá —y demasiado cerca— de los viejos y consabidos personajes de ficción e historietas que todos conocemos.

 

También puedes leer:

Guasón (Joker), de Todd Phillips: Una aproximación a su hermenéutica.

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006). De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: Joker (2019), de Todd Phillips.

Crédito de la fotografía a Juan Mihovilovich: Fran Pereira.

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