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Juan Mihovilovich, ese escritor cuya obra anuncia a un «hombre» nuevo en el fin del mundo

El autor nacido en Punta Arenas (1951), y quien ejerce además de novelista, cuentista y juez de la República en Puerto Cisnes (Región de Aysén), es el poseedor de un estilo literario personalísimo, y el cual lo sitúa como una de las voces narrativas más destacadas de los últimos tiempos en Chile, y cuyo existencialismo de corte filosófico, le ha valido la comparación, inclusive, con la prodigiosa bibliografía del rumano Mircea Cărtărescu.

Por Marino Muñoz Agüero

Publicado el 7.9.2020

 

Consideraciones iniciales

Útero se nos anuncia como la nueva novela del escritor magallánico Juan Mihovilovich. El libro ha llegado a nuestras manos y lo recibimos aquí en Punta Arenas vía encomienda, luego de un viaje–retorno simbólico: pues aquí está su sustancia misma (como lo está la sustancia misma de toda la literatura de su autor) y porque la trama devela que el protagonista terminó de escribir materialmente la obra en esta ciudad y a orillas del Estrecho de Magallanes.

Como en la generalidad de su producción novelística, el autor utiliza un narrador–protagonista en primera persona que, con la excepción de Iván Aldrich de Espejismos con Stanley Kubrick, no se identifica con nombres ni apellidos. Esta es una segunda excepción, el protagonista asume el nombre del autor: Juan.

Mihovilovich da a entender (en diversas entrevistas) que su escritura tiene componentes auto biográficos, la incógnita que nos acecha es la laxitud de estos componentes, cuanto hay de realidad y cuanto de ficción. Mientras sus libros no contengan el rótulo expreso de memorias o diario de vida, los asumiremos como ficción, aun cuando nos conste que la ubicación espacio temporal de ellos —y de este en particular— se corresponda con una realidad que los magallánicos que frisamos las seis décadas de existencia alcanzamos a conocer, en parte de manera presencial y en parte de oídas.

 

El origen de “Útero”

Útero se desarrolla principalmente en las localidades de Puerto Cisnes en la Undécima Región de nuestro país, pero muy especialmente en la ciudad de Punta Arenas, a orillas del Estrecho de Magallanes, más precisamente en el Barrio Yugoeslavo de las décadas de 1950 y 1960.

Un Barrio Yugoeslavo que no era el residencial Barrio Croata de hoy enclavado en el centro de la ciudad (“Barrio Croata, vida grata”, reza el autoadhesivo que orgullosamente lucen muchas ventanas del sector). Ese Barrio Yugoeslavo estaba en los extramuros, y estas historias provienen de los deslindes de esos extramuros; en el límite mismo con el basural oficial de Punta Arenas, allí donde los camiones municipales vertían todas nuestras miserias ganándole terreno al Estrecho de Magallanes. Ese barrio de antes, con todo lo que ello significaba, ya no está: desde el mote “austríacos” lanzado a los antiguos inmigrantes, pasando por el “yugolote” a partir de la fusión de razas, hasta el —en algún momento— orgullo de sentirse representantes de Yugoeslavia (del Reino o la República).

El progreso aparentemente arrasa con todo y nuestro protagonista alude a la actual costanera del sector con sus explanadas, canchas de básquetbol, estacionamientos y parques de juego emplazados sobre los antiguos basurales, como un maquillaje de miserias y podredumbres pretéritas. Pero ni este progreso, ni el cambio de nombre del Barrio logran borrar de su memoria (y de la de muchos más, seguramente) los hechos que nos relata.

En este caso la trama —si así pudiéramos denominarla— se inicia cuando este personaje enfrenta un desencuentro con su esposa en su casa de Puerto Cisnes; fuertes intercambios de palabras y más fuertes aún sus pensamientos, los cuestionamientos hacia ella y hacia él mismo: “A veces tengo unos deseos irresistibles de matar a mi mujer…entonces ¿por qué no ocurre?”.

A partir de este episodio, Juan da rienda suelta a sus pensamientos, cuestionamientos o sueños desde una posición o lugar que nos cuesta encasillar: vidas anteriores o refugiado en el útero materno, o desprendido de su existencia material. Estas o cualquier otra opción quedan abiertas y entonces nos preguntaremos desde donde —tiempo y espacio—nos habla, porque evidentemente el lector es su interlocutor pasivo, una suerte de actor secundario o “extra” al que atormenta con sus angustias gracias a la magia de la escritura de Mihovilovich.

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

La búsqueda

Después de la discusión y en medio de sus divagaciones se enfrenta a su imagen: “…termino mirándome en el espejo del baño sin reconocerme…”.

De ahí en adelante y torrencialmente arremete en contra de los demás y de sí mismo y en ese sentido es justo. Todo es cuestionable: la existencia, la creación, la religión, Dios. Lo guía una búsqueda implacable de la verdad, enfrentando el bien y el mal, la materia y el espíritu, los miedos y las culpas.

Quiere saber quien fue, quien es o quien será, pues nos habla desde distintos sitios, desde vidas anteriores o futuras quizás, desde sus sueños o desde antes de nacer, desde el útero. Busca la luz y son recurrentes las referencias a las ventanas (generalmente pequeñas o empañadas, con imágenes que son difusas) o a los espejos resquebrajados, o que le entregan reflejos fragmentados, deformados o ambiguos.

Las búsquedas lo enfrentan al mal, representado en seres de carne y hueso que vuelven a su pensamiento, como aquella pareja con la cual se encontró en su viaje a la ciudad secreta de Erks en Córdoba, Argentina, sitio donde creyó ser uno de los elegidos; uno de los “buenos de corazón” para los cuales la ciudad sería visible.

Juan nació en Punta Arenas en 1951, hijo de padre yugoeslavo y madre chilota (se asume “yugolote”). En febrero de 2017 enfrenta la muerte de su madre, la había visitado un poco tiempo antes; un encuentro que mutó de la ternura al “estado diabólico”, producto de su demencia senil. La muerte de la madre es el punto de partida para un descarnado retrato: “se esmeró en manejar los hilos de las vidas ajenas como una cruel titiritera”.

Sin embrago, le pide a Dios irse tras ella para: “decirle que la quiero a pesar de todo… a pesar de sus triquiñuelas de segunda” y percibimos la semejanza con la alusión a los “lagrimones de utilería” de su esposa. Confiesa su complejo de Edipo y alude a “Una mezcla de amor–odio por el ser que me engendró”: «del amor al odio un mísero paso…”, nos había dicho luego de la discusión con su esposa.

Esta dualidad impide a Juan un desenlace violento con ésta última, así como lo mantiene atado a la figura y al recuerdo de su madre, tal como si todavía estuviera en su útero (al cual parece regresar de tanto en tanto en medio de sus divagaciones) o cuando el espíritu de la madre se le presenta en la figura de los pájaros que revolotean en su entorno.

Surgen entonces la figura del padre y del hermano menor, esperando ambos, al parecer, la muerte del primero. Tal como en el caso de la madre, el autor se despliega en la descripción y tratamiento psicológico de los personajes.

Un cierto temor reverencial, basado en un profundo respeto, le restan severidad a los juicios sobre el padre, no así respecto de su hermano menor esquizofrénico con quien no tiene contemplaciones, no obstante, el “vuelve luego”, que éste le clava en la despedida y en la conciencia, con posterioridad a la muerte del padre, la cual acontece ocho meses después de la madre.

En esas circunstancias aparece el hermano mayor, quien tiene cierta figuración en el relato, muy por sobre la hermanastra (hija de la madre) ambos completan el entorno familiar cercano de nuestro protagonista.

En medio y tras esas muertes Juan vuelve a la infancia y nos abofetea: no es la etapa más feliz de la vida, aquí está la raíz de los miedos y de las culpas. El protagonista nos recuerda los intimidantes personajes que nos acechaban: el peluquero, la directora de escuela, o el profesor, para quienes una tijera, un puntero o un libro de clases, les conferían poder y control absoluto sobre nuestras vidas.

Vuelve al basural ahora sepultado bajo el cemento en terrenos ganados al Estrecho de Magallanes (éste último: “…el destinatario de objetos y sensaciones que me persiguen de manera permanente…”). Vuelve al Río de las Minas que vomita en el Estrecho y vuelve a las calles y las esquinas del viejo Barrio Yugoeslavo, las que recorre con sus hermanos para ir a la iglesia todos los domingos, cuestionando descarnadamente a la institución y a sus representantes.

 

Rodrigo Barra Villalón, editor de «Útero»

 

«Retiro literario» en Punta Arenas

Cuando ya hemos leído aproximadamente la mitad del texto, el narrador se nos devela claramente: “Es mi segundo día en este departamentito ubicado a un lado del Rio de las Minas, a unos cien metros del Estrecho de Magallanes. Lo reservé por internet y al mirar las fotos de su interior supe que era lo que necesitaba. Me vine desde Puerto Cisnes dispuesto a escribir, a saciar mi sed creativa que ha venido dando tumbos los últimos meses”. Vuelve al “lugar del crimen” como ya lo había anticipado en páginas pretéritas.

Por lo tanto, ahora el relato viene desde otro plano, el protagonista es un escritor que invita al lector no sólo al proceso de lectura, sino al de la escritura, al de la construcción misma de la historia, con pensamientos ya expuestos en la primera parte y con los que vendrán en esta nueva etapa. Pero este retorno no lo es sólo por la escritura. Una noche de estrellas su nieta lo había invitado a que pidiera un deseo: “que los peces sean felices”, se anticipó ella; “únicamente anhelo retornar a Punta Arenas”, respondió Juan avergonzado por su egoísmo (una culpa más para engrosar el inventario).

No es un retorno definitivo, tiene como propósito —así lo entendemos— la sanación, la expiación, el cierre de un ciclo, es decir, sepultar; ¿será así, en definitiva?; él mismo apuntará a su “engañador retiro literario” y hacemos la analogía con los urbanistas que cubrieron con cemento los antiguos basurales, intentando sepultar las miserias de otros tiempos.

El nuevo plano narrativo en tiempo real (el del escritor que registra “para no olvidar el pasado y que cobre vida en esta novela”) lo alterna con sus ya habituales reflexiones o sueños, va y vuelve en su cronología de vida en búsqueda permanente del sentido de la existencia, rastreando la luz, transmitiendo sus miedos a la oscuridad e invocando a Dios: “miro por la ventana, siempre miro por una ventana” (repasando el texto encontramos una treintena de alusiones a ventanas, veinticinco a “la luz” y nueve a los espejos).

Las menciones a Dios alcanzan también la treintena, he aquí una de ellas: “La memoria venidera que me hará saltar sobre los días del sinsentido y aspira a que los dioses que no son del Olimpo, sino de planetas intangibles, vengan envueltos en sus crisálidas de sueños y nos enseñen al fin a ser humildes y buenos, serenos y expectantes. Esa es mi aspiración”.

Nos participa de sus rutinas, sus horarios y el resultado de este “retiro”. Por ejemplo, se reúne o habla por teléfono con personajes de su infancia y adolescencia (amigos, amigas, novias) asumiendo el paso destructivo del tiempo sobre algunos de éstos o en los vínculos que en otras épocas los ligaron.

Nos lleva al Barrio Playa Norte, contiguo al Yugoeslavo, a la vieja Escuela Yugoeslava (estrictamente, “Grupo Escolar Yugoeslavia”) o al puente colgante de la calle Caupolicán. Recorre los escenarios de los no tan inocentes juegos infantiles (“Esta idea de buscar lo que ya no existe a veces me abruma”): la Fábrica de Bebidas, la Conservera donde trabajó el nazi Walter Rauff, la Chancadora, la Fábrica de Baldosas o el almacén de la “Ruilopez”.

Esos sitios existieron (incluida la conservera con su gerente nazi) tal cual los describe. Eran como el “Cerro de los Ladrones” de la Población Williams o el “Barco Viejo” frente al Parque María Behety; lugares que han quedado en nuestra memoria (y en nada bueno andábamos cuando solíamos visitarlos).

Expulsa la remembranza de episodios profundamente dolorosos como los castigos y humillaciones por orinarse en las noches, la traición al padre cuando debió confesarle a su madre el escondite del álbum filatélico de aquel, para que ella pudiera venderlo y equilibrar el magro presupuesto familiar.

El protagonista rememora la calle Sarmiento, la de su casa (en la esquina con el Pasaje Esteban Ruiz en la Población de Carabineros) y, donde dos cuadras más arriba, vivía el Abuelo (el “Nono”). Era la vía que comunicaba ese micromundo del barrio con el resto de la ciudad, una suerte de cordón umbilical que los mantenía unidos a los orígenes.

Por ahí circulaban para ir al cine, a la iglesia, al cementerio o a la Biblioteca Municipal, a la cual iba en momentos que debía estar en clases en la Escuela Yugoeslava y luego en el Instituto Comercial; sería este el inicio del “déspota ilustrado” en palabras de su esposa.

Lo atormenta el miedo a la muerte, pese a la certeza de su proximidad. También surge una y otra vez un elemento recurrente en la literatura de Mihovilovich; la repulsión al poder, sea éste institucionalizado, en forma de persona de un simple escritorio o una ventanilla divisoria. Un anhelo permanente de justicia que quizás, en alguna medida, se vuelca en el oficio de Juez de la República del protagonista.

Retornan los elementos perturbadores, manifestaciones del mal que vuelve a visitarlo en este regreso a Punta Arenas: el organillero, el mecánico de la calle Sarmiento, la mujer que saca el empacho y hace abortos clandestinos, el amuleto que encontró en la Costanera, el recuerdo de la maligna pareja del norte argentino.

Se convence que hay un mal organizado a nivel universal pretendiendo controlar conciencias y nos queda la interrogante, si acaso este pensamiento es una crítica a la globalización y al neoliberalismo desenfrenado y una preocupación por la humanidad, en un personaje que —en apariencia— se nos presenta como irremediablemente egoísta. Ello nos invita a una interpretación política de este libro.

Juan en sus pensamientos va y vuelve al útero materno, sugiriendo un ciclo de muertes y resurrecciones, aún cuando confiesa: “Acoplado a mi pasado reniego de una parte de él, la que ha sido objeto de un útero asfixiante sin que permita mi libre eyección hacia la reconstitución del reinado inmaterial. Desde allí́ provengo y allí retornaré, aunque me cueste ésta y las vidas que he tenido”. Entonces nos preguntamos si la imagen de Punta Arenas, representa también un útero, tal como el Estrecho de Magallanes, desde donde —en más de un pasaje de su narración— insinúa que estuvo su origen.

 

 

El encuentro del origen y el sentido de la existencia

“Regresar a esta ciudad es hacerlo a una parte vital de mi estadía en el mundo, a superar lo que obstruye mi deseo de ser mejor, más humilde, sincero, más justo”, ya se lo había pedido a los Dioses que no son del Olimpo y aún cuando busque lo que ya no existe necesita “la pertenencia a algo que exceda la construcción de lo edificado para reconstruir sobre escombros”, entendemos a nivel personal y para la humanidad, pero critica su propia búsqueda: “el manido trayecto existencial del que suelo hablar como lorito de feria, nada significa: es un autoengaño, como tantos, para no sentirme tan solo y extraviado en un mundo al que he sido arrojado sin ningún consentimiento”.

Juan sueña con que las partículas del cosmos entreguen al fin su “luz secreta, que la luz descienda desde lejos y termine con el cáncer mental que nos agobia”, incorporando tácitamente en este ruego a la humanidad.

El final de la narración contiene elementos liberadores: la espera del amanecer frente al Estrecho de Magallanes, a un costado del Río de las Minas, en la Costanera construida sobre los basurales y frente a la Tierra del Fuego de los aborígenes que en algún momento lo convocaron. La luz del Estrecho entra dificultosamente por la ventana en apariencia empañada: pueden ser los cristales de sus anteojos o simplemente sus lágrimas que se lo impidan.

Canta un pajarillo (símbolo de las visitas de su madre muerta) y vuela una gaviota, esta vez con indiferencia y, por lo tanto, no lo obliga a descifrar mensajes. En su interior grita que está vivo, llora y enmudece. El sol anula su narcisismo y sus ansias de poder que hicieron de él “un dictador en mi mísero entorno” (reflexión en el conflicto con su esposa).

En las dos últimas líneas del texto sentencia: “Soy, sencillamente, un transitorio habitante de esta última ciudad, que en silenciosa reverencia acepta el origen del mundo” (al que fue arrojado sin su consentimiento). “Esa humildad que ha sido siempre una cualidad esencial de mi padre” o que le pidió a “los Dioses que no son del Olimpo” le ayuda a encontrar sentido a la existencia, la trascendencia, la materialidad y consecuentemente la humanidad de la cual es parte, aunque en ocasiones la aborrezca.

¿Tranquilidad final en nuestro protagonista?: el pasado, el presente y el futuro están en movimiento: “los vestigios de una maldad que se autoproclamó todopoderosa duermen en la finita descomposición de los basurales de la infancia” o “una costanera de fierros y cemento que ha creído ocultar, pretenciosa, nuestras basuras antiguas, presentes y futuras” son dos aseveraciones claras al respecto.

Por último, si Juan nos llevó a su infancia y albores de su adolescencia, pensamos que —entre otros aspectos— sería necesario para él, un tratamiento más profundo de la figura del padre (en especial) y del hermano mayor y de la hermanastra y los lectores nos beneficiaríamos una vez más de esta literatura de excelencia.

Útero es un texto macizo, de impecable factura técnica en cuanto al manejo del lenguaje, ritmo narrativo, descripción de lugares y personajes, recreación de atmósferas (en especial las sórdidas) entre otros aspectos. El autor trasmite con soltura la profunda y aguda reflexión filosófica, como la descripción de los pequeños avatares domésticos.

Es un texto valiente que deja constancia de aquello que preferimos pasar por alto: los miedos, la infancia poco feliz, las iras contenidas o el reconocimiento de nuestros pasos en falso; va en ello la insobornable pluma de un autor que no sabe de dobleces y no transa su conciencia.

 

«Útero», de Juan Mihovilovich (Zuramerica Ediciones, 2020)

 

Epílogo: Punta Arenas en la literatura de Juan Mihovilovich

La literatura de Mihovilovich es un producto de escritura, técnica, lenguaje y alcance universal, pero su origen proviene de estos confines y nos preocupa que —en cuanto a difusión y comercialización— esa ligazón no exista. Mihovilovich debe su sello a esa infancia y adolescencia en el antiguo Barrio Yugoeslavo.

Aquí se moldeó como escritor en inviernos acechados por la pobreza y las tormentas familiares, en la crueldad de los juegos de la niñez cazando pájaros en el basural, en el mosaico de personajes abusadores o abusados.

Más allá que los temas de sus libros giren en torno a este pequeño universo urbano, llevan la marca indeleble de las experiencias vividas ahí, porque no hay ni hubo en otro lugar del mundo, ni siquiera en el mismo Punta Arenas, una combinación de elementos humanos y urbanos como la que hubo en ese sector, ni siquiera el Río de las Minas cuadras más arriba es o fue el mismo.

Los libros de Mihovilovich deben masificarse, deben llegar a las librerías, a las bibliotecas públicas, a las escuelas, a las universidades, al gran público. Si bien estamos frente a una escritura de relativa complejidad, estamos seguros que, por ejemplo, cualquier sobreviviente del antiguo Barrio Yugoeslavo o sus descendientes, la comprenderían mejor que el más iluminado y agudo de los críticos literarios. El autor, las editoriales y los libreros tienen la palabra.

Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951) es novelista y cuentista, poseedor de un estilo personalísimo, que lo sitúa como uno de los más destacados escritores chilenos de los últimos tiempos.

 

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Marino Muñoz Agüero (1960) es un columnista y crítico cultural de diversos medios de la austral Región de Magallanes en Chile.

 

«Útero», de Juan Mihovilovich (Zuramerica Ediciones, 2020)

 

 

Marino Muñoz Agüero

 

 

Crédito de la imagen destacada: Alejandra Caballero.

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