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“La forma del agua”, la propiedad incorpórea del amor

El largometraje del director mexicano Guillermo del Toro (autor de los filmes “El espinazo del diablo” y “El laberinto del fauno”), es el favorito para arrasar en la venidera edición de los premios de la Academia estadounidense: por de pronto compite en trece nominaciones, incluyendo las de mejor película, director, guión original, fotografía y actriz principal. Así, y a una estética de la plasticidad onírica -que trabaja pictóricamente con la luminosidad y las graduaciones de la oscuridad-, se añaden la melancólica y evocadora banda sonora preparada por el compositor francés Alexandre Desplat.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 13.2.2018

“Por ti, oh Poesía, así consumiéndome viví; / así, Vida, pobre vida mía, nunca te he vivido”.
Giorgio Bassani, en El olor del heno

Junto a la obra del español Nacho Vigalondo (el director de “Colossal”, de 2016), la filmografía del realizador azteca Guillermo del Toro (1964) es una de las pocas que dentro de la primera órbita de la cinematografía internacional, aplica los cánones del género de lo fantástico a fin de reproducir ideas literarias y simbólicas -mediante los códigos y signos de un lenguaje de creación artística- de índole puramente audiovisual.

Todo en la filmografía del autor mexicano tiene una firma, un sello definido: los rasgos lumínicos y compositivos de su fotografía, el diseño de los ambientes sobre el cual se desenvuelven los intérpretes, el contexto de época y su diseño de arte casi perfecto en que ha situado sus distintos largometrajes de ficción: la década de 1930 durante el desarrollo de la Guerra Civil española, en “El espinazo del diablo” (2001), el régimen franquista hacia los años 40’, en “El laberinto del fauno” (2006), y ahora el comienzo de los cruciales 60’ del siglo pasado, en plena carrera espacial entre los Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, para esta pieza que analizamos, “La forma del agua” (“The Shape of Water”, 2017).

Y si antes Del Toro apelaba a soluciones dramáticas francamente surreales en su intento por transmitir conceptos artísticos que de otra manera estaba impedido de expresar, inserta su visión de lo maravilloso (en esta oportunidad a través de la existencia del hombre anfibio capturado en el Amazonas), en el contexto normal y cotidiano de los personajes, pero bajo el telón de fondo y geopolítico de una coyuntura de espías, de robos de secretos ventajosos y de esas pugnas propias que identifican a la Guerra Fría en el imaginario de una cultura popular, moderna y masiva.

La plasticidad de lo onírico, en efecto, aquí localizada en la ciudad de Baltimore (noreste de los Estados Unidos), se evidencia mediante un relato de soledades y de seres que en su singularidad y diferencia, buscan el amor y la aceptación, nada más encontrándola en la esfera fantástica e increíble de una realidad que en otras dimensiones, irrefutablemente se les niega. El destino, y el azar, elementos argumentales en el guión de “La forma del agua” (2017), adquieren los contornos de un par de ideas fuerzas que respaldan en la mente de la protagonista (la muda Elisa Esposito, e interpretada por Sally Hawkins), la convicción de que su hallazgo sorpresivo de la pasión, responde a hechos significativos y hasta trascendentales para su fantasioso entender.

Dos individuos contextualizados, entonces, en los márgenes de la sociedad (un dios del mar capturado en la selva y trofeo desechable de científicos y de anatomistas), y una auxiliar de aseo sin voz, ni familia, huérfana, y que vive con un proscrito y recluido ilustrador, secretamente homosexual (el personaje encarnado por Richard Jenkins) dialogan y se entienden sin palabras, sólo en base a miradas, gestos, luces imaginarias, con el fuego y la intensidad, con el deseo forajido e irrepetible de una pareja que siente estar viviendo en su vínculo, un acto inaudito, irrepetible, simplemente maravilloso, propiciado por el amor y la poesía.

La cámara de Del Toro, que recorre desde planos cerrados hasta vertiginosos y bellamente logrados planos secuencias en movimiento, se desplaza, así, por las diversas variantes de representación que ofrecen un foco en desplazamiento a fin de capturar las claves dramáticas que incumben al nacimiento de una relación, y como ya se anotaba, en el escenario y los nombres de una comunidad científica que se dividía en ese entonces entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, con el propósito de alcanzar una nación antes que la otra, la gloria, la inmortalidad y la celebridad de los viajes inter espaciales que condujesen al hombre a pisar, hipotéticamente, encima de la superficie del astro lunar.

En un homenaje al cine, la buhardilla que comparten Elisa Esposito (Sally Hawkins), y Giles (Richard Jenkins), fue colocada por la imaginación del director y de su equipo de arte, arriba de una sala de cine que al momento de acontecer la trama diegética de esta obra, exhibía en pantalla “La historia de Ruth” (1960), de Henry Koster, y “Martes de carnaval” (1958), de Edmund Goulding. Entonces, y mientras el hombre acuático o anfibio huía de un error tremendo que creía haber cometido y perpetrado en el hogar de sus anfitriones, se enfrenta, dócil y cautivado, a un cinematógrafo vacío, y que proyectaba una secuencia de la primera de las cintas en este párrafo mencionadas: el encuadre de un fotograma que reproduce el impacto de descubrir el poder de la imagen y de su fecundidad lumínica, en perpetuo movimiento, la luz árida, la tierra, el desierto inaugurales, desconocidos, para una biología eminentemente “líquida”.

Del Toro relata una historia que además de atrapante, entretenida, devela esos tópicos ya descritos. La soledad radical de dos individuos condenados a padecer el estigma de la diferencia, lo inesperado y lo significativo del azar en cualquier derrotero, dentro de una visión existencial que recoge las nociones de la predestinación y de la importancia metafórica del agua, en cuanto símbolo de un elemento que adopta innumerables límites, formas y espacios, con el objeto de crear un efecto perdurable, renovador y de cambio, alrededor de los seres y de las sustancias sobre las cuales ejerce su acción líquida y transformadora, tal como en la observancia del director, correspondería a la esencia y a la fuerza del sentimiento amoroso.

Lo incorpóreo de la pasión, de esa manera, se trasluce en rasgos actorales y escénicos como la gestualidad ocular del personaje de Elisa Esposito (muda, repetimos), y por la presencia del agua en sus disímiles pronósticos, naturales y urbanos: la lluvia, el mar, y su recorrido a través de las cañerías de la ciudad, indómita, para así llegar a los baños íntimos de las residencias y en esa decisión casuística e instintiva, atestiguar la unión submarina y anhelante de los inauditos y anónimos amantes.

Luces tenuemente oscuras traspasadas por la emoción, el dolor, la vergüenza de la propia condición física y sexual, también racial, escondidas en una buhardilla vetusta y melancólicamente hermosa; la incapacidad de comunicarse como diagnóstico central de la sociabilidad particular de la polis contemporánea, si no es mediante el camino y los signos de los gritos, de la violencia, y de los insultos, se traducen en “La forma del agua” bajo una pirotecnia artística, literaria y audiovisual, que transforman a Guillermo del Toro en un director fundamental de esta actualidad.

Y Alexandre Desplat que escoge las pistas adecuadas para sonorizar la sensibilidad de una película que argumenta un nuevo y fascinante peldaño en torno a la retórica cinematográfica del amor erótico, entre un hombre y una mujer. Es la inmortalidad de la ilusión.

 

El hombre anfibio observa extasiado un fotograma de “La historia de Ruth” (1960), en una escena del filme “La forma del agua” (2017), del director mexicano Guillermo del Toro, y cuya obra compite por trece premios Oscar

 

Tráiler:

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