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«Máquina voladora»: ¿Las (im)posibles alas de Ícaro?

Desde una mirada audiovisual sutil y sumamente perceptiva -que es la propuesta del director Vicente Barros-, Rolf se muestra retraído, contemplativo, alejado, distante del mundo, lo que refleja un deseo, una rebeldía, una fuerza, como si el accidente haya sido una oportunidad y no tan sólo una tragedia.

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado el 26.09.2017

“El mundo es una esfera de cristal, / el hombre anda perdido si no vuela / no puede comprender la transparencia”.
Pablo Neruda

Ícaro. Clásico mito de la antigua Grecia. El inventor, hijo de Dédalo, que le mostró a Ariadna cómo Teseo podía enfrentar el laberinto de Minos, pero también quien intentó volar por los cielos, por medio de unas alas fabricadas por su padre y adheridas con cera, para liberarse de la prisión a la que el propio Minotauro los había condenado.

Pero fracasó. Fue mayor el impulso, su imprudencia, de sentirse dueño del mundo y acercarse demasiado al sol que derritió la cera, precipitándolo al mar.

Quizás Rolf Behncke Soublette (33 años) no se sienta dueño del mundo, pero sí desea volar, volar como las aves, los pájaros, volar por los cielos, dando impulso y sentido a su imaginación, porque, para Rolf, la naturaleza habla a través de él. Esta es la propuesta de “Máquina voladora”, largometraje documental dirigido por Vicente Barros, que se adjudicó el Premio Especial del Jurado en la competencia nacional del Festival Internacional de Documentales de Santiago, FIDOCS 2016.

“Mi cabeza choca contra el vidrio, y se quiebra el vidrio, las neuronas se mezclan y la información que había en el cerebro desapareció”, dice Rolf, quien encuentra en la fabricación de una máquina voladora un camino único y liberador para romper las jaulas terrenales y mentales, claro está, pero también para (re)construir su propia identidad después del accidente automovilístico que protagonizó y que le provocó una severa amnesia.

Desde una mirada sutil y sumamente perceptiva, que es la propuesta del director, Rolf se muestra retraído, contemplativo, alejado, distante del mundo, lo que refleja un deseo, una rebeldía, una fuerza, como si el accidente haya sido una oportunidad y no tan sólo una tragedia.

“No hay un antes y un después, sólo un después”. No hay un pasado, porque ya es inasible, porque lo perdió, porque su memoria está fragmentada y rota; sólo importa el Futuro, soltar las amarras de la creatividad y alcanzar los cielos, y bien lo sabe Rolf, quien persigue su objetivo pese a la presión familiar (y social) por asumir ciertos roles (hijo, padre, adulto), un objetivo que no siempre es comprendido y aceptado, por toda la madeja de complicaciones que eso conlleva (financiamiento, trámites y trabas burocráticas, etcétera).

Tal como Ícaro, lo intentará…, pase lo que pase.

 

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