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«Medianoche en París», de Woody Allen: Una caricia al corazón

La capital de Francia es para el inmortal realizador estadounidense y en este guión sencillo pero sanador de almas, un ser que organiza las vidas de las personas hacia el amor o el olvido. La «ciudad luz», así, es llevada por el director a la categoría de un Cosmos total, espacial y cronológico, en un «ente» escénico, dramático y audiovisual que todo lo puede.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 4.3.2019

“Siempre tendremos París. No lo teníamos. No lo teníamos hasta que vinimos a Casablanca; pero lo recuperamos anoche…”. París estaba trabajando aquel día en Casablanca, allí donde se reunieron los líderes Aliados en enero del ’43, y donde estaban -y siguen estando- Rick Blaine e Ilsa Lund. En esa suerte de Babilonia que fue Casablanca ardió París bajo el sol marroquí… allí y en ese bar perdido entre tantos otros bares dispersos por el mundo, y que justo ella tuvo que elegir para entrar… París estaba allí y allí debían encontrarse Rick e Ilsa.

 

Humphrey Bogart en «Casablanca» (1942)

 

Porque París, “la Ciudad Luz” es una sombra que vaga por los oscuros pasillos de Occidente, tejiendo y destejiendo el tiempo y el espacio de toda una civilización y de sus individuos. París está, incluso dentro de sí misma, en esa forma moderna de multiplicar Homeros y Odiseas que es el cine. Porque en alguna otra época, la ciudad habrá sido Ítaca, con todo el corazón griego invadido por aquel lugar. Y hoy descubrimos que el mismo rol mítico lo puede tener París… con sus puentes, su torre, sus barrios, sus avenidas, sus tejados, plazas, teatros y museos. Sus catedrales, estatuas, palacios y jardines. Sus callejuelas medievales, cafés y obeliscos egipcios… todo eso fluye a nuestra vista en el comienzo de Medianoche en París de Woody Allen, filme del 2011.

Todo eso y el paso de una lluvia están en los algo más de tres minutos iniciales de la película, acompañados del saxo soprano de Sidney Blechet y su Si tu vois ma mere. Una ciudad quizás no eterna, pero sí fluida, móvil, vibrante: “Tal vez la inmovilidad de las cosas a nuestro alrededor les es impuesta (…) por la inmovilidad de nuestro pensamiento frente a ellas…”, supo decir Proust en su Búsqueda del tiempo perdido. El rubio de nariz torcida y mirada ingenua de Owen Wilson, en su papel de Gil Pender, habrá de vivir una aventura en París que tiene que ver con lo que tiene Gil en su corazón: la movilidad de la búsqueda del tiempo que se le fue, que se le escapó de las manos por haber nacido lejos de él… y porque para él, París no es un paisaje inmóvil. Para él, París vivía en él. Había descubierto que su trabajo exitoso de guionista de cine en los Estados Unidos lo tenía alejado de su verdadero deseo que era escribir su gran novela y culminar su carrera como escritor… y escribirla en París, su gran musa inspiradora. Pero no en el París de hoy -que tenía que compartir con su prometida, la eterna vulgar Inez (Rachel McAdams)- sino en el ideal: aquel de la época de sus grandes referentes artísticos, a quienes quería emular en sus míticas buhardillas, hambrunas juveniles y baraúndas alocadas de mujeres y Pernod.

 

Owen Wilson y Rachel McAdams en una escena de «Medianoche en París»

 

París crecía en la mente del joven idealista mientras se desmoronaba la máscara que cubría el mundo de mediocridad que lo asediaba en Inez y hasta en sus futuros suegros y que crecía en nitidez y que acentuaba su futuro de inevitable sordidez y soledad. Que todos a su alrededor odiaran a París bajo la lluvia torturaba a Gil y así fue ganando en él el deseo de la soledad… Hasta que una noche se extravió en el regreso al hotel y se sentó, desconsolado, en una escalera de algún monumento. Suenan las doce campanadas de la medianoche y un auto antiguo se detiene ante él. Lo invitan a subir y allí comienza a vivir el tiempo del París que se había tejido en su corazón. Una ciudad que existía desde antes en sus anhelos. La magia estuvo siempre a su alrededor y la descubrió en un giro del guión que no tiene mayores explicaciones, pero donde esta falta le da a la cinta el encanto de los cuentos de hadas: lo que pasa, pasa porque pasa.

Gil viaja al pasado de París y se encuentra con todos sus ídolos de la literatura y también de la música, la pintura y hasta del cine de aquellos años: Picasso, Matisse, Toulose-Lautrec, Josephine Baker, Cole Porter, Thomas Eliot, Scott y Zelda Fitzgerald y las magistrales composiciones de Dalí de Adrien Brody el Ernest Hemingway de Corey Stoll, entre otros, incluyendo un cameo de Gad Elmaleh, el célebre actor cómico marroquí: todos están allí. Tampoco se priva Allen de la broma lógica de un ‘bootstrap’ o paradoja causal, cuando Gil le ofrece a Luis Buñuel (Adrien de Van) la idea de un guión para una película que en 1961 será El ángel exterminador y que, naturalmente, no tendrá un verdadero autor material.

La cuestión es que el París anhelado es real y está allí. No es sueño. No es alucinación. Él puede viajar desde la casa de antigüedades que atiende Gabrielle (Léa Seydoux) hasta una dimensión donde los objetos del negocio, manoseados y bastardeados por su futura familia, están vivos y donde todo sigue tan real y respirable como en su época actual. Vuelve varias veces y varias veces ese pasado lo recibe e incluso interactúa con él, entregando, por ejemplo, sus manuscritos a la escritora estadounidense Gertrude Stein. Gil siente y sabe que siempre tendrá París, que sus nombres y sus leyendas son reales… pero hay un “pero” que lo irá haciendo caer de a poco en una nueva realidad personal.

 

Owen Wilson y Marion Cotillard en «Medianoche en París»

 

Inez le es infiel con el sabihondo que los acompaña y que tiene a todos encandilados -interpretado por Michael Sheen- y que es profundamente insoportable, mientras que sus suegros se muestran cada vez más materialistas y afines a la prepotencia republicana de los Estados Unidos y que Allen no se cansa de estereotipar, así como de la vulgaridad en sus apreciaciones estéticas (uno siente casi como un insulto personal cuando Inez califica a París como “…esta ciudad cursi…”). Y en ese intríngulis del bucle temporal, conoce a Adriana, una chica que puede vivir lo mismo que él: irse al París con el que ella soñaba, viviendo la misma “locura” que él, sólo que hacia una época diferente, más atrás en el tiempo, cuando ella era niña. Y mientras ella quería quedarse en aquella realidad de París, Gil se da cuenta de que se trata de una caída en el tiempo que no tendría fin: todos tenemos ese pasado dorado al que quisiéramos volver… el de nuestra infancia o el de nuestros héroes. Y aunque París puede hacerlo real, el escape al pasado ideal se muestra como una trampa pensada por la ciudad con el fin de que sea aleccionadora para los soñadores. Así, descubre casualmente entre los libros del anticuario, una declaración de amor escrita por Adriana. Esa confesión llegada a través de más de ochenta años de historia surte el efecto de una gran revelación que le muestra la certeza de que debe tomar las riendas de su propia vida, sin ceder pasivamente al snobismo de su entorno aunque sin escaparse del siglo XXI…

París es llevado por Allen a la categoría de un Cosmos total, espacial y cronológico. París es un ser enorme que todo lo puede. Un ser que usa su lluvia como una revelación y un bálsamo para las almas románticas y dolidas. Una lluvia que mata lo muerto y le da vida a lo vivo. La lluvia es irracional e imprudente o lógica y exacta si París así lo quiere. Y por eso llueve cuando sobre el final se encuentran Gil -que había roto con Inez- y Gabrielle. La que vive del pasado y el que vivió en él, necesitan de esa calculada imprecisión de la lluvia sobre un puente para poder encontrar la época dorada en el tiempo actual.

París es, para Allen y en este guión sencillo pero sanador de almas, un ser que organiza las vidas de las personas hacia el amor o el olvido, ya sea sobre un puente del Sena o atrapados entre el océano y el desierto en Casablanca… Después de todo: “…de todos los tugurios, de todas las ciudades de todo el mundo, ella tenía que entrar en el mío…”, y fue París quien quiso que Ilsa entrara al bar de Rick… y habiendo treinta y siete puentes sobre el Sena, quiso París que Gabrielle y Gil se tuvieran que encontrar justo en ese puente en especial, bajo esa lluvia y nuevamente al amparo de Blechet y su saxo soprano. Todo para que se diera el nacimiento de un nuevo romance, como nuevo y primero es siempre el verdadero amor.

 

Owen Wilson y Léa Seydoux en la escena final de «Medianoche en París»

 

 

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: El actor Owen Wilson en una escena de Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), de Woody Allen.

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