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«Misión circular», de Rosabetty Muñoz: Ninguna obra es una isla

Hace unas semanas la autora fue propuesta por la Universidad de Los Lagos para el Premio Nacional de Literatura 2020: así, la poesía chilena florece más allá de todo centralismo posible, y desde otros espacios donde el campo cultural ya no se entiende tanto como una cartografía de batalla, sino al modo de un imaginario arraigado, a un diseño distinto del hábitat, a una provincia diferente, a una comunidad posible e inexistente todavía. De eso se trata la presente antología publicada por Lumen en marzo de este año.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 11.7.2020

Mision circular es la tercera antología de la poeta Rosabetty Muñoz (Ancud, 1960) en poco más de cuarenta años de trabajo literario. Antes hubo una selección en Chile que elaboró Kurt Folch y que Ediciones Tácitas editó en 2012 con el título Polvo de huesos. Y otra en Ecuador, por El Ángel Editor, en 2016, con el nombre de Chiloé, las ovejas de la memoria. Hago también una breve mención a esa pequeña antología personal, de 38 páginas, que Ediciones El Kultrún publicó el 2015 en la ciudad de Valdivia, bajo el rótulo Hay ovejas y ovejas.

El título de esta antología fue propuesto por la poeta y el fin es dar cuenta de una trayectoria centrípeta, que tiende hacia un centro, que se enrosca desde el presente al pasado, de ida y regreso. En la nota del editor, se ofrece una idea resumida de la poética de Muñoz: “el arte —de formas breves y desprovisto de ornamentos— de hacer que aparezca simple lo complejo, iluminando con perspicacia lo intrincado, lo turbio y hasta lo ominoso de las relaciones humanas”. El término “misión circular” aparece más atrás en la historia de Chile como una institución eclesiástica consistente en visitas anuales ejecutadas por los jesuitas con el fin de evangelizar a la población residente en el archipiélago de Chiloé.

El libro reúne una selección del período comprendido entre 2019 y 1981, los libros Hijos (1991) y Ratada (2005), y poemas inéditos que conforman la serie bautizada con el nombre Veteranos. A modo de prólogo, la misión comienza en 1978 con un poema —solo antes recogido en la antología editada en Ecuador— dedicado al poeta francés Jean Nicolas Arthur Rimbaud.

“Necesitamos fuerzas como la tuya / para tomar por asalto la poesía”, tal vez un empujón a los dieciocho años para soltar las amarras de la locura, de la lucidez, de una fiebre que consume a la joven o al joven a comenzar a resonar con la poesía y atender el llamado. No quisiera decir que Rimbaud es una lectura mínima ni nada por el estilo, sí esbozar que se trata de una visión que a muchos les ha ocurrido antes de cumplir la mayoría —legal— de edad. En Rimbaud, el poema es una profesión de fe que envejece como la alquimia del verbo. Tomar un material cualquiera que sea para convertirlo en un trozo oro, con un fulgor, un valor capaz de concentrar una metamorfosis tan deslumbrante como cautivadora.

Rosabetty Muñoz en una entrevista dada a El Mostrador, del 13 de febrero de 2006, declara como derroteros de su trabajo de —a esa data— casi tres décadas: “La poesía en tanto forma de expresar pero también de comprender y participar en el mundo; el lenguaje como forma de establecer una realidad otra, distinta o cuando menos, que sirva para iluminar aspectos de ella escamoteados u ocultos.”

“Seguimos sufriendo por las mismas cosas (…) el hombre no puede ser tan poca cosa…”, otras líneas de ese prólogo “A Rimbaud”. La poesía como iluminación, un retorno, un salto ciego hacia el paisaje. Desde la luz, modos de desocultamiento. Si seguimos sufriendo por las mismas cosas, desde hace siglos, milenios, tal vez la poesía no puede ser tan poca cosa. No fue una sola vez que oí sobre lo inútil, lo poco valioso de la poesía. Entonces ahí resta preguntarse, ¿por qué sigue existiendo? ¿Por qué ocurre un resplandor en el corazón de Abisinia hace más de 120 años? ¿Por qué ese resplandor se transforma en otra cosa en el nicho 31 del cementerio de Valdivia? Tan lejos y tan cerca de la experiencia.

“Otra vez la cordillera te hace llorar”. Con este verso comienza la selección de Ligia, el —hasta ahora— último libro de Muñoz publicado. Un verso con un interlocutor que parece no estar claro, en el camino de las palabras. Puede ser otro, una segunda persona o una fórmula para hablarse impersonalmente, en el “yo es otro” de Rimbaud. Aunque eso no es lo único que se nos abre entre las páginas de lo que se recoge de Ligia, sino una serie de diaporamas que pueden ser leídos como la novela de un país en medio del fin de un país que soñó y tembló. Se escribe a fuego: “Un tren recorre el país de Ligia / huellas del progreso, materias primas circulando (…) Las locomotoras ya no saben a dónde van (…) Para este nuevo Chile amordazaron / fracturaron huesos / rompieron tímpanos / saltaron las cerraduras de las piezas donde dormían los niños”.

En esa novela, un mapa mudo que se recorre con las yemas de palabras que no alcanzan a irse con el vacío de un hablante que va cambiando de pronombre en pronombre hasta llegar a Ligia de ida y regreso. En esa trayectoria del habla, la fragmentación del cuerpo y el territorio. En palabras del libro: “Mi cuerpo es el mapa” & “mi lengua pesa demasiado”. Lengua y mapa: dos rutas para contrastar el tiempo pasado y el tiempo presente.

El mapa del habla es un cuerpo que calla los nombres propios —con excepción de Chile— hasta que Técnicas para cegar a los peces (2019) nos muestra escenas de la inmutabilidad y la inmanencia de los recónditos paisajes chilotes que estallan en racimos de un adentro y una apertura hacia las cosas del mundo donde la pertenencia es a la distancia. De este modo, la poesía en Muñoz, centrípeta, nos devuelve de comprender y participar en las palabras que iluminan espacios más o menos ocultos. Tal vez una forma de ordenar un rompecabezas que coincide en una vida, en una escritura, una distancia hecha del tramo que se navega desde continente a continente. Chiloé es una isla y un continente donde sucede una novela que va más allá de las palabras y de las imágenes, sino que se apega a un ethos que avanza con la historia de un espacio y de los latidos del propio habitar.

En una entrevista concedida a la Fundación La Fuente, en 2015, la poeta declara: “Yo no escribo solamente desde la palabra. La palabra siento que está anclada y es parte de un ciclo, de un territorio y de un lugar y, en mi caso, conscientemente, trato que se vea el lugar de donde nace.” O en uno de los versos más notables del libro: “Restituir a la isla su condición de madre”.

Desde ahí seguir desenroscando la poética por algunos de los textos de Polvo de huesos (2012) recogidos en la antología. Y llegar al centro, donde el fin es el principio. “En días como este, se vuelve a inundar el patio de la infancia”. Muñoz nos confía, más atrás, otro verso así: “La infancia huele a mariscos y lámparas petroleras”.

La infancia es una de las luces que se encienden con la poesía. El fulgor, a partir de ejercicios de escudriñamiento personal, de revisión, experiencia y memoria. De acuerdo a Giorgio Agamben en Infancia e historia, la infancia actúa sobre el lenguaje, constituyéndolo y condicionándolo de manera esencial (Adriana Hidalgo, 2007, p. 70). Por esa dirección, se vuelve a articular el lenguaje con el que se abre paso una poética. Y no estoy hablando solo de palabras.

La infancia resulta ser decisiva a la hora de establecer los puntos de fuga por donde el lenguaje de un/a poeta genera una respuesta para seguir avanzando en su código. Agamben resalta la importancia de discernir entre lengua y discurso al aproximarse a la propia experiencia que se inscribe y escribe en alguna superficie. El ser humano aprende —luego sabe— y puede hablar (o puede no hablar, sino callar). En ese punto, volver a Rimbaud, a sus Iluminaciones, a su poema “Infancia”. Un verso que explota: “Soy dueño del silencio”.

La experiencia se ubica en dos grandes modos de ser. Por una parte, el que reconoce entre bíos y zoé (vida propia o colectiva y vida en general). Por otra, el que explora entre phoné y logos (entre voz y palabra o lenguaje). Desde ahí se abren los horizontes de lo político y de lo ético y de lo estético.

En Ratada (2005), un gran poema por partes que —insisto, también— puede ser leído como una novela, cuyo contenido se ve como destellos (para no decir flashes) y sueños en un yermo tiempo de sombras. El poema “Se triza el mundo conocido”: “Primero fue una trizadura / en el mundo conocido. / Y luego, el hueso expuesto / la sangre detenida, / cadáveres sosteniendo / pocillos de cloro / en el hueco de la mano. / Todavía despierto / agarrada la cabeza / el ojo hermético. / La palabra dispuesta a retener / este mundo en descalabro”. Los dos últimos versos como la potencia de hablar, de decir, que contiene el lenguaje o al que le brindamos la prerrogativa de que se comporte como tal. Cuando eso ocurre, hay un sentido posible que toma una dirección. La poética de Muñoz fluye por los bordes, desafiando las maneras de hablar de la experiencia, exhumando visiones y paisajes para transformarlos en una energía tan íntima como colectiva.

Más adelante en los poemas inéditos de la serie Veteranos, el círculo vuelve a abrirse y a cerrarse, como un uróboros, visualizando la muerte y la resurrección. Recorrer un círculo en cualquiera de sus direcciones no lleva a un lugar desconocido, sino más bien reconocido. El primer verso de la serie habla así: “He aquí el cuerpo”. Veinte años antes de la publicación de esta serie, en una carta, Rosabetty Muñoz confesaba que: “la poesía de algún modo es un espacio de resistencia en un tiempo de vertiginosa superficialidad”.

Veteranos, en una vorágine generacional, respira en el ritmo del desasosiego el periplo de una poética que se suspende y toma tiempo para examinarse. En el ethos que Muñoz logra transmitir, una obra que puede pensarse como un continente dentro de una isla. Ninguna obra es una isla. En esta serie de poemas hay una evidencia que subvierte el orden de las palabras y el del lugar donde permanece tanto estable como inestable la documentación de esos espacios donde el espíritu se agita. En la carta citada, entre otras cosas, también dice: “Escribo desde lo que soy, marcada por una clase social, un determinado tiempo histórico, una suma de experiencias vitales, igual corno le ocurre a cualquier poeta, hombre o mujer.”

Por otra parte, volviendo al origen, en el poema “Hay ovejas y ovejas”, de Canto de una oveja del rebaño (1981) —no recogido en esta antología— hay una potencia fabulesca importante. Pienso también en el poemario Lobos y ovejas (1976) de Manuel Silva Acevedo. Y tal vez un vistazo a esa tradición suspirada entre alegorías y metonimias del mundo animal para desviar la atención del lenguaje que expone a la realidad a secas, que la describe, o sea, toma un rumbo alejado de lo poético. Con la sugerencia de la fábula —por ejemplo, en el conocido Animal Farm (1945) de George Orwell— se desarrolla una serie de secuencias a partir de personajes animales que encarnan características humanas. Desde un camino oblicuo se llega a la voz, a decir, a mostrar y a producir sentido. Por otra parte, la fábula como un vector que atraviesa la historia y traslada al ser humano desde el misterio (el mysterión, lo que inicia) hasta la palabra, el lenguaje.

Canto de una oveja del rebaño y En lugar de morir (1987) codifican un habla entre los pliegues de lo terrible hasta el acantilado multiforme que representa el poema como un espacio donde respirar. En nombre de ninguna (2008), De la santa, historia de su elevación (1998) y Baile de señoritas (1994) reconcilian los espacios del cuerpo, de la voz, de la palabra y del ser mujer en un paisaje que se recupera desde el sedimento y el desmembramiento de la experiencia. En la carta —ya aludida— cuenta: “Las condiciones de “mujer” y “chilota” son imprescindibles en mi trabajo poético.” O en “Travesía”, poema que pertenece a Hijos: “La geografía de mis interiores / a tu disposición”.

Recientemente la poeta fue propuesta por la Universidad de Los Lagos para el Premio Nacional de Literatura 2020. La poesía chilena florece más allá de todo centralismo posible. Y desde otros espacios donde el campo cultural ya no se entiende tanto como un campo de batalla, sino como un imaginario arraigado a otro diseño del hábitat, a otra provincia o comunidad posible.

Misión circular es un gran tejido chilote que une las texturas de la cancagua en la completa penumbra del presente. Rosabetty Muñoz nos invita a escuchar el sonido del ambiente, a tocar las sombras y reveses, pensando que estamos dentro de una novela de esencias y experiencias que pasan del habla, al cuerpo y luego, a la geografía. Esta antología, más que un puente con la otra orilla del Chacao es la visita que Chiloé hace al resto del Chile fisurado por la erosión y una distancia que genera una mayor caricatura de los «modos de imaginar» que tiene ese lugar.

 

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Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía La comparecencia infinita y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Vuelva Pronto Ediciones, Ciudad de México, 2019) y Escombrario (Contraeditorial Astronómica, Santiago, 2019).

 

«Misión circular», de Rosabetty Muñoz (Lumen, 2020)

 

 

Nicolás López-Pérez

 

 

Imagen destacada: Rosa Betty Muñoz Serón (1960).

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