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«Nostalgia», de Andrei Tarkovski: La poética del regreso

Si “El espejo” es un mosaico poético de recuerdos infantiles (un mosaico del tiempo, diría el autor), el filme que en esta oportunidad analizamos corresponde al recuerdo trabajado en la construcción psicológica y espiritual más profunda de la memoria a fin de buscar la unidad a través de la poesía, es decir perseguir apropiarse del mundo para darle sentido final a nuestro paso por la existencia.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 12.7.2018

Cuando en el sitio turístico donde vivo, alejado de las grandes urbes y junto al Atlántico, salgo con grupos de turistas a apreciar el cielo nocturno, repasamos nombres de estrellas, de constelaciones y las leyendas de diferentes tradiciones que les dieron origen, y cuando están todos mirando hacia arriba con la boca abierta, siguiendo el puntero láser, siempre me divierte preguntarles si recuerdan a quién miraban así cuando eran niños y qué les parece que podemos estar realmente buscando así, en plena noche, reunidos como si se trata de un oscuro ritual paleolítico, mirando hacia arriba, hacia las estrellas… Obviamente, todos terminan reconociendo un gesto infantil y una imprecisa voluntad de regreso uterino escondida tras aquel paseo nocturno… en pocas palabras: nos mueve la nostalgia… una nostalgia que no duele como otras, quizás porque ya es muy vieja y porque crecimos con ella, pero que alimentó y alimenta el devenir histórico de culturas enteras. Volver es nuestro tema. No ir, sino volver. Ir, lo hacemos desde que nacemos. De hecho, por la cadera de la mujer (del latín ‘cadere’: caer) vamos cayendo nosotros, los que seremos los cadáveres, los caídos, los que se han iniciado en la existencia…

Es que tres metáforas cruzan nuestra tradición cultural: el camino, el laberinto y el naufragio. Sobre estos tres pilares simbólicos se estructura la dinámica de nuestra cultura y, con ella, de nuestra poética. Son tres metáforas que hablan de tres formas de tomar distancia… y sólo el regreso nos puede curar del irse, del perderse o del extrañarse. Pero es un remedio doloroso e imposible: la nostalgia combina el anhelo del regreso con el dolor por la fatal imposibilidad que nos marca la asimetría del tiempo, que hace que las emociones, que son las que inician los movimientos (las “mociones”), coincidan, en estado poético, con la quietud. Desde el “Canta, oh, Musa, la ira del pelida Aquiles…” al comienzo de la Ilíada, hasta la muerte de los pretendientes en la Odisea, vemos cómo la emoción se rinde ante el “nostos” en aquel modélico viaje del regreso que motoriza con su ritmo cósmico pulsátil, el ser y el no ser de Penélope y su tejido… el transformar la emoción movilizadora en un sentir aquietante. Quien tenga la suerte de ver o haber visto Maccheroni -1984-, de Ettore Scola, con Jack Lemmon y Marcello Mastroianni, sabrá que el regreso -el ‘nostos’- nunca es igual a lo que se dejó, y que hace falta la poesía del corazón para superar la inevitable diferencia.

¿Cómo es posible esta identificación, no ya en el regreso a lo que fue, sino en esta forma de hermanamiento que plantea la poesía? Es posible porque la poesía es la única forma del arte que no necesita de elementos mediadores entre lo que el alma quiere expresar y lo expresado: allí no hay tubos de óleo para exprimir sobre una paleta ni instrumentos musicales que haya que aprender a manipular… lo que se lee en un texto poético es la expresión directa del estado del alma de un poeta. La poesía es un emergente directo de la psique humana que se expresa a través de un recurso que le pertenece: el lenguaje del decir, pero que deviene del silencioso misterio del espíritu… Lo que acontece en el decir poético es experimentar la carne viva del alma del poeta: abre su piel en una herida cuyos labios son el papel en blanco y donde el poema se abre.

En lo poético nos asentamos, nos instalamos. En la poética podemos hablar de la nostalgia, pero en ella se niega la nostalgia. En lo poético, se cancela la oquedad insalvable y aquellos ecos de sirenas homéricas de los que vive la memoria… y por esto decimos que la poesía es alma contra alma. Puerto contra puerto. Troya junto a Ítaca: no más hiancias: ni tiempo, ni mares que separen: el alma del lector se abraza y se reconoce con el alma del poeta, aun a pesar de la muerte… y hasta del olvido… Recordemos, pensando en la memoria del olvido, aquella joya La estructura del cristal -1969- del polaco Krzysztof Zanussi, y el célebre epitafio que allí aparece: “Fui lo que tú eres. Soy lo que serás: acuérdate de mí para que se acuerden de ti”… Una invitación a abrazarnos a través de la poesía y a pesar de la nostalgia.

En este contexto, volver será nuestro único tema espiritual si queremos darle profundidad a la existencia. Pero no se trata de una emoción, porque, de hecho, no hay regreso posible: se trata de un sentir, de un sentimiento, un estado permanente del alma. Y es en la poesía donde podemos encontrar ese breve instante de la metáfora o la figura bien lograda que nos acerca en plenitud hacia el otro, para que reemplacemos el regreso imposible por el encuentro salvador con otro ser humano… Seguiremos extrañando, seguirá la grieta en carne viva alimentando su dolor con la distancia insalvable, pero siempre habrá un poeta que, con su propia alma y a través de su arte, nos consuele, comparta nuestro suelo, nuestro duelo, y se quede con nosotros.

Es en este sino, donde queremos rescatar el filme Nostalghia (Italia -1983-), de Andrei Tarkovski: una película de poesía: un camino que había iniciado en El espejo (U.R.S.S. -1975-) y que se reconstruye en su sexta y penúltima película, ya exiliado de la Unión Soviética.

 

El actor Oleg Yankovskiy en una escena del filme «Nostalgia» («Nostalghia», 1983)

 

El exilio y Nostalghia

No es fácil encontrar, en cualquier sistema ideológico, un esbozo de inteligencia a mediano o largo plazo. Las ideologías son prácticas: resuelven lo inmediato y no ven más allá de los grises muros de su sistema de pensamiento, cerrado y ciego al entorno vivo. Por eso, es fácil entender cómo el gobierno soviético dejó que uno de sus directores más coherentes -al que tenía marcado y en capilla desde hacía años- se fuera a un país extranjero a filmar una película que se llamaría “Nostalgia”: cualquiera que hubiera seguido la evolución cohesiva interna de su producción, y con dos dedos de frente, se tendría que haber dado cuenta de que Tarkovski estaba diciéndole adiós a su Rusia asfixiada, con la intención de no volver más… de generar su propia nostalgia… Tolstoi así lo explicaba: “…lo político excluye a lo artístico, porque lo primero tiene que ser partidista para poder conseguir algo (…) pero la imagen artística no puede ser partidista: para poder ser realmente verídica, tiene que conjugar en sí el carácter contradictorio de los fenómenos…” En el arte no hay oficialismo ni oposición.

Tarkovski ya sentía nostalgia de su Rusia, debajo del grosísimo manto de hierro oxidado del comunismo. Sus mensajes antibelicistas y su búsqueda de la Rusia larga y profunda estaban manifiestos en la sorprendente La infancia de Iván -1962- y en la colosal Andrei Rubliov -1966-. El hueco de lo humano a llenarse de Humanidad que reclama en Solaris -1972-, así como la búsqueda de libertad expresiva en El espejo -1975- y el regreso a la conciencia de lo sagrado en su magnífica Stalker -1979-.

Le llegaba ahora el turno al filme Nostalghia: la simple historia del poeta ruso Andrei Gorchakov (Oleg Yankovski) que visita Italia acompañado de una intérprete llamada Eugenia (Domiziana Giordano) a documentarse sobre la vida de un compositor, paisano suyo del siglo XVIII. La bella traductora va creciendo como personaje y develando su naturaleza serpentina a lo largo del film. Andrei, por su lado, se interesará en un ermitaño, mezcla hirsuta de santo, loco y profeta, que le pedirá un simple gesto de fe en lo humano que hay en él y que lo lleva al célebre plano secuencia casi sobre el final (de unos 10 minutos de duración), tratando de llevar la luz de la vida de un extremo a otro de una pileta abandonada, en una vela, como si fuera su historia personal… Y eso es prácticamente todo lo que pasa en Nostalghia. Tal el esquemático esqueleto sobre el que Tarkovski construye la poesía de su film: la búsqueda de la unidad humana más allá de toda fantasía científica, técnica o política que busque dominar al mundo para controlarlo.

En su paso por Buenos Aires, en marzo de este año, Andréi Andreievich Tarkovski (el hijo de Andréi y de Larissa Tarkovskaia), explicó este acercamiento a la poesía del cine de su padre: “Él estaba ligado a la tradición poética, pero no sólo por mi abuelo (Arseni Tarkovski), sino por la tradición rusa que se remite tan temprano como con Dostoievski. Una tradición que fue interrumpida en 1917, pero que no se rompió jamás. Para mi padre era importante mantener esa convicción…”. Ya lo hemos dicho en otra oportunidad: Tarkovski era ruso, no soviético, y esto porque el arte es humano, no soviético. Su posición fue siempre la de oponerse a los dueños de la verdad de cualquier régimen, sea democrático o despótico: la verdad debe ser creada y se convierte en la responsabilidad de cada uno y no puede ser una imposición académica como lo pretenden los intelectuales a sueldo del poder político. Es ley que cualquier argumentación que aspire a ser una verdad absoluta, más tarde o más temprano, terminará siendo una ridiculez histórica, muchas veces bañada en sangre. No lo seduciría ni siquiera el dinero de Holywood: “Allí no es posible hacer arte libre… hay que hacer arte para vender entradas…”, explica el hijo del director justificando el regreso de los EE.UU. de Tarkovski para filmar en Europa.

Dice el loco Domenico (Erland Josephson), antes de inmolarse: El verdadero mal de nuestro tiempo es que ya no quedan grandes maestros. La senda del corazón está llena de sombras. Debemos escuchar las voces que parecen inútiles. En cerebros llenos de largas tuberías de desagüe, de muros de colegio, de asfalto y de prácticas asistenciales. ¡Que entre el zumbido de los insectos! Debemos llenarnos los ojos, los oídos, con cosas que sean el inicio de un gran sueño. Alguien debe gritar que construiremos las pirámides. ¡No importa si después no las construimos! Debemos alimentar el deseo y debemos estirar los rincones del alma como si fuera una calle infinita…”

Si El espejo es un mosaico poético de recuerdos infantiles (un mosaico de tiempo, diría Tarkovski), Nostalghia es el recuerdo trabajando en la construcción psicológica y espiritual más profunda del recuerdo. Buscar la unidad al través de la poesía: por eso aparece escrita en la casa de Domenico la ecuación “1 + 1 = 1”, y donde dice Domenico: “Una gota, más otra gota hacen una gota más grande, no dos…”

Eugenia se entrega a un siniestro “capo” de Roma mientras el personaje de Andrei se disuelve por una enfermedad mortal. Él está por convertirse en silencio y en memoria… y busca para sí la buena memoria… esa memoria que acalla al espíritu, porque hasta el silencio enmudece cuando es cubierto por las alas del recuerdo.

La poesía llena y cura la distancia entre el ser y su pasado y el filme Nostalghia nos da esa poesía restauradora. Invita a que nos miremos a los ojos y nos llenemos de una Humanidad que yace dormida ante el palabrerío ensordecedor de nuestro continuo fracaso, y descubramos el arte del vivir… que busca apropiarse del mundo para darle sentido final a nuestro paso por la existencia.

 

 

 

 

 

El actor Oleg Yankovskiy en una escena de «Nostalgia»

 

 

Los actores Domiziana Giordano y Oleg Yankovskiy en un encuadre de «Nostalgia»

 

 

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