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Novela «La cola del diablo»: La sombría estructura de la realidad nacional

Una nueva creación literaria del narrador chileno Ramón Díaz Eterovic, la cual se agradece y que realza, una vez más, el tremendo prestigio ganado por un detective incansable (el famoso Heredia) donde los años no pesan, sino que rejuvenecen su ideario permanente y elevan sus derroteros investigativos a la categoría del mito.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 16.12.2018

«Estoy hablando de proteger intereses superiores. ¿O me va a decir que ignora contra quién se está enfrentando?» (Página 267).

Una de las virtudes cardinales del personaje-detective de Ramón Díaz Eterovic es que Heredia nos permite mantener la atención en sus aventuras e investigaciones sin asomo de cansancio, así se trate de narraciones de apariencias conocidas o que nos invaden el espacio personal por informaciones periodísticas, episodios históricos, comentarios de pasillos o trastiendas, o porque lisa y llanamente la decadencia de los tiempos que vivimos nos ha acostumbrado a no sorprendernos en demasía con “los pecados” con que la sociedad nos despierta cotidianamente.

En esa perspectiva, Heredia, el infatigable investigador privado, es llamado a descifrar la desaparición de Marta Treviso en la remota Punta Arenas, un extravío que se mantenía oculto, porque tras él se hallaban las huellas secretas y perversas de poderes religiosos que creíamos hasta hace poco cautos y discretos, pero que en el entretejido de la vida actual ya nos resultan abominables, calculadores, y destinados a ensombrecer aún más el trayecto de una Iglesia (la Católica en este caso) que se ha visto desnuda en sus apetitos primarios, develada y revelada por obra y gracia del martirio de muchos niños abusados, y que ahora nuestro personaje central intenta desmadejar desde el siniestro ovillo en que parte importante de sus clérigos se hayan envueltos.

Por ello, desentrañar la desaparición de una joven agraciada y que, por esos avatares del destino descubre una secuela de abusos sexuales infantiles en la ciudad cercana de Puerto Natales, hará que de inmediato se desplieguen cortinas de humo tendientes a distraer el sentido primero y último de su descubrimiento. Su desaparición estará ligada a una serie de crímenes planificados tendientes a que el olvido sea la consecuencia natural de un hallazgo algo casual, que no merece ser investigado y respecto del que solo cabe echar tierra, así se trate de un simbolismo real y descarnado que deberá borrarse de la memoria luego de ocho meses de la desaparición.

Solo que Heredia es persistente. La agudeza de sus observaciones, la intuición que suele caracterizar sus pesquisas lo harán ir hilvanando los hechos de una manera lógica y coherente, así nos sacuda a cada momento con giros inesperados y cuyo desenlace, obviamente, será el corolario justo de sus deducciones.

En esta vorágine de acontecimientos el narrador nos inmiscuirá en los recovecos de una ciudad que posee sus propias leyes, sus pasajes esquivos, sus bares nocturnos, un mundo donde la vida común accede para sustraerse un tanto de la precariedad cotidiana y desplazarse por instantes hacia la alegría del licor, del espectáculo y de la bohemia, que todavía alcanza para hurgar en las pasiones que los seres humanos pretenden revivir, así se trate de un estado fugaz donde los destellos de felicidad son tan válidos como las sombras que los constituyen.

En ese trayecto de preguntas y respuestas Heredia descubrirá la sordidez de un pasado reciente y que se niega a morir en la vida de este país.  Las redes de poder consolidadas por décadas permanecen, son ciertas, todavía se anidan en las instituciones que han sido reestructuradas para salvaguardar a los ciudadanos de los excesos de la autoridad. No solo perviven en la evocación, sino en los hechos, en lo fáctico, responsabilidades dispersas, arrepentimientos tardíos, culpas asociadas a un período que nuestra historia se esfuerza -igual que la trama multifacética que nos ocupa- en ocultar, en olvidar, como si nada hubiera sucedido, aunque las generaciones erigidas sobre las ruinas del dolor todavía miran hacia atrás con indiscutible grado de estupefacción por el horror vivido.

Algo pasó en nuestro país. Y no solo en él. La debacle del mundo moderno se ha entronizado sin tapujos en las instituciones clásicas del poder instituido en el Estado. La Iglesia es uno de esos pilares que se erosiona a diario. Heredia lo sabe. Este personaje caustico, irónico, premunido de un humor lacerante y de una perspicacia inusual nos hace descubrir que tras la eventual desaparición de una joven llena de sueños, del supuesto ahorcamiento de su amigo Tom Hopper, del posterior deceso de viejos ayudistas de la dictadura militar, subyace el perverso dominio de los secretismos, de las urgencias carnales enfermizas, que hacen de sus víctimas una suerte de objetos destinados a satisfacer los peores instintos de la bestialidad humana.

Luego, en aras de esas cofradías que se auto sustentan toda responsabilidad individual se difumina, las acciones personales se enlodan en la pirámide de un poder que sojuzga y que pervierte, que recrimina a quienes osan o intentan salir de sus redes y que, invariablemente, se hunden en el pozo de un silencio que termina por obnubilar la conciencia individual y colectiva.

Por ello es necesario leer esta novela con ánimo desprovisto del intento exclusivo de dilucidar la trama. Ella es un sólido pretexto. Lo que Heredia nos demuestra y nos refleja es nuestro propio paso por un espacio de abyecciones que han consolidado la cultura de la mentira, del miedo, de las complicidades, del silencio, sobre todo del silencio, esperando que alguien, otro, un tercero, un día cualquiera, nos remueva con una verdad que estremece, enrostrándonos una indiferencia que nos castiga.

De ahí que este comentario entregue elementos sumarios apenas indispensables sobre el trenzado novelístico, ya que se trata de involucrar al lector con lo que la narración y las pretensiones de su autor despliegan más allá de ellas, es decir, de esa contextualización que lo ha hecho célebre en nuestra literatura y que con creces excede el mero expediente de la literatura policial, adscribiéndola hacia ámbitos sociológicos, políticos y sicológicos que configuran la sombría estructuración del poder, y que nos otorgan una cercanía evidente con lo que hemos sido, somos y podemos llegar a ser en nuestra pomposa realidad nacional.

Una nueva novela que se agradece y que realza, una vez más, el tremendo prestigio ganado por un detective incansable donde los años no pesan, sino que rejuvenecen su ideario permanente y elevan sus derroteros investigativos a la categoría del mito.

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’90 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua.

 

Novela «La cola del diablo» de Ramón Díaz Eterovic (Lom Ediciones, Santiago, 2018)

 

 

 

El escritor y crítico chileno, Juan Mihovilovich

 

 

 

Crédito imagen destacada: El narrador Ramón Díaz Eterovic, por la Universidad de Magallanes.

Crédito de la fotografía a Juan Mihovilovich: Ximena Jara.

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