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Premio Nacional de Literatura 2020: La diversidad hace posible la belleza

Iniciada formalmente por el Estado de Chile la convocatoria para entregar el máximo galardón de las letras locales, y que este año corresponde —de acuerdo a una tradición oral y no escrita— conceder a un (a) poeta, se ofrece este recuento onírico alrededor de los candidatos (as) posibles de hacerse merecedores (as) del tan codiciado estímulo creativo.

Por Clemente Riedemann 

Publicado el 17.6.2020

Si tuviese hoy mismo que estudiar la poesía de Claudio Bertoni, iría a una calle de Concón y le aguardaría en una esquina con un paquete de palomitas. Le vería venir de lejos, haciéndose el gil, con el celular por lo bajo sacándole fotos a las chicas. Caminaríamos juntos por un par de cuadras y al pasar frente al Café Indianápolis, donde se oiría un tema de T. Monk, él me preguntaría: “¿Un cortado o un express?». ¡Un express, que duda cabe! —le respondería. Ahí, él me diría: “Te llevo adentro al apa”. Entonces yo, sin pensar en lo ridículo de su oferta, treparía hasta sus espaldas y entraría literalmente en Bertoni. En el mismísimo corpus de su poesía.

Si en el mes de junio tuviese que tomar un mate con Elicura Chihuailaf, viajaría a Kechurewe, en la comuna de Traiguén, bordeando la de Ercilla, con un paquete de yerba Tarawí o Rosamonte. ¿En cuál estación estamos?, le preguntaría, al llegar. “En Luna de los Brotes Fríos”, diría él, con sereno garbo, sosteniendo una guagua entre los brazos y vestido con una camisa azul. Me daría cuenta que, efectivamente, Elicura tiene los ojos húmedos, no de tristeza, sino de tanto mirar al cielo con los ojos abiertos. Hermano —me diría— “el puma ha entrado en nuestras casas. ¿Podemos poner otra vez la cara para que nos golpeen?”.

Buscando a Elvira Hernández, me pegué el pique a la localidad de Pelchuquín, para tratar de dar con la poeta. “Ella no es ná’ de aquí, es de Lebu. Pero ahora se jué pa´ Osorno”, me dijeron en la calle Cacique Huenchante. Llegué a la ciudad de los Toros y fui a una especie de salón municipal donde ella estaba, como si fueran días, ordenando unas sillas, antes de su recital. “¡Arre, sillas, arre!”, les decía. Años después la encontré en una librería en Santiago Waria. Allí deslizó una misteriosa sentencia: «Las cartas al azar eran, todas, una sola carta de viaje”. De último, coincidimos en una universidad desconocida del sector oriente de la capital, donde, sin decir palabra, ella resplandecía como una bandera.

¡Hola, Huenún! —le dije a Jaime Luis Huenún. “¡Mari, mari!”, contestó el poeta. Esto ocurría al subir a un bote, cuando nos aprestábamos a navegar con un grupo de escribientes por el Maihue, un lago hermoso, pero impredecible. Ceremoniosamente, como él gusta de hacer uso de la palabra, arengó a la tripulación: “¡Compañeros y compañeras, ahora nos dirigiremos hacia Puerto Trakl!”. Entonces: “la aguas cholas abrieron sus vertientes alumbrando, a sorbos nombrándose, a solas e diciéndose: aguas buenas, aguas lindas, ay pero violadas somos aguas”. Y al llegar encendió un fogón y bailó un purrún. Y se acordó de Forrahue y de Trumao. Parecía un cisne de Rauquemó, de cuello negro. Y era a fines del invierno.

Omar Lara ya tenía un argumento claro de la poesía cuando lo conocí en uno de aquellos buenos días del Café Turismo, en el País Valdiviano (esto último es de Mendoza Rademacher). Por entonces ya era conocido como el Michael Corleone de la poesía sureña. Había una razón y era la de haber fundado la forma moderna de escribirla y ejercerla. Después nos encontramos en medio de los enemigos y las serpientes en la Cárcel de Isla Teja. Merced a una jugada maestra él logró escabullirse de aquel infierno e iniciar una vida probable que le dejó en Portocaliu, Rumania. Entonces le pidió a la vida que le tomara de la mano y condujese su cuerpo final. “Es una ciudad que vi y no vi. Tal vez estuve en ella / Despertaba en la noche y me encontraba en ella —escribió—. Hasta que me confesó ser sólo un espejismo”. Pero aún: “distingo debajo de la lluvia, por el sabor del barro, el lugar donde estoy”.

Desde la sede del colegio de periodistas en Santiago de Chile, luego de un recital de poesía, salió a la calle —congestionada a esa hora por trabajos en la vía— ese viejo crack llamado Hernán Miranda. Antes era alegre, como una chirimoya. Incluso una vez se encerró en una jaula, en el Zoo de Santiago, junto a los demás animales. Ahora venía seriecito, envuelto en un grueso chaquetón oscuro, más bien pensativo, como un tordo parado en un cable de alta tensión. Y aunque todo encaja con todo, esa noche él refunfuñaba. “Mírate con cariño”, le decían. Pero él no daba su brazo a torcer. A la hora de esfumarse, se retiró sin escándalo.

Cada vez que debo ponerme corbata me acuerdo de Andrés Morales. “El paisaje no ha cambiado. Y son otras las palabras”. El poeta y profesor de literatura está en mi imaginario en matrimonios, defunciones y en el pasaporte. Habría que consultar al oráculo para saber si será uno de los elegidos. Por estas ínsulas extrañas Lázaro siempre llora, y acaso sea mejor ser demonio de la nada para no ir directo al matadero. Danza macabra, claro. Pero en la víspera del juicio final a Chile: “la envidia se desata en este circo pobre: todos en la pista cruel y provinciana”.

Imagino a la niña Rosabetty Muñoz parada en una silla, rodeada del mujerío gimiente, ante el Nazareno o ante la Santa de su devoción. Y veo irse volando la silla, de isla en isla, con Rosabetty agarrada del respaldo, con flores en el cabello y un vestido blanco revoloteando con el puelche. Abajo habían ovejas descarriadas, comiendo de: “las escondidas raíces” y de: “los mejores y más deliciosos pastos”. Ahí viene Rosabetty bajando una cuesta en Ancud (la contemplo desde la ventanilla del bus), amorosa, lúcida y crítica, como es la parte de la humanidad en la que uno puede echarse un zorrito, a sabiendas que nada malo te podrá ocurrir. “La tierra entera es un santuario”, escribió ella, en 1994.

 

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Clemente Riedemann Vásquez (Valdivia, 1953) es un poeta chileno autor de una amplia y galardonada bibliografía literaria.

 

Clemente Riedemann

 

 

Imagen destacada: El poeta chileno Claudio Bertoni (1946).

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