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«Ready Player One»: Disfrutar de las cosas simples y reales

La moraleja del presente largometraje está desperdigada por todas partes. El mundo virtual, que es la dimensión concreta de esta sociedad, no es superior a la realidad. De hecho, ganar en Oasis, finalmente, tiene que ver con relajar el control del poder y el imperio del orden político establecidos.

Por Cristián Garay Vera 

Publicado el 9.4.2018

“¿Cómo eran las cosas cuando eran un juego?”

Basada en la novela de ciencia ficción de Ernest Cline, Ready Player One nos lleva a una ciudad (Columbus) situada en un Estados Unidos en 2045, no tan distópica como pudiera pensarse. Describe una sociedad con dos mitades, una pobre y otra rica, divididas por un muro interno, en la cual los sueños de la primera se dan en la imaginaria ciudad de Columbus, llena de basura y precariedad, con viviendas hechas de contenedores apilados y, lo que es peor, controlada por una compañía que con sus agentes y drones ejerce el control del mundo real y virtual.

Retomando una tensión ya expuesta en otros largometrajes, específicamente Tron (Steven Lisberger, Estados Unidos, 1982), la tensión entre el mundo real y el virtual como plenitud, aquí la pobreza, el control político, y la violencia, contra argumentan mostrando que la dimensión real es de todas maneras más luminosa que la virtual, y donde las posibilidades de desdoblarse en un avatar tiene repercusiones en la vida concreta.

La sociedad que describe el argumento dramático está toda, en dominantes y dominados, atrapada por la sensorialidad de la realidad cibernética, y en la existencia de juegos que tienen que ver con el diseño original de cuando lo virtual logro desplazar a lo real. Lo único sofisticado del entorno de pobreza son los aparatos de juegos, y ahí reside el control y también la alienación.

Es cierto que el tono de la película dista de ser catastrofista o apocalíptico, más bien es juvenil, tiene una estética barroca y cultiva un sesgo nostálgico de los ’80, con sus juegos y músicas de fondo, y donde está la clave para ganar el control del juego de Oasis. El anclaje a íconos de la filmografía es subrayado por Steven Spielberg -quien alterna bailes o situaciones conocidas, sobre todo en los primeros 30 minutos- resulta evidente. Incluso dentro de la representación bastante estándar, el director logra composiciones muy expresivas como la escena del centro de combate de la compañía, con sus jugadores caídos en la batalla simulacro.

La idea del ejército virtual, con sus trajes blancos, resulta ser aquí bastante contundente como enfrentamiento no sangriento, pero definitorio del mundo real. Pero el trasfondo, a pesar de este aspecto lúdico, es complejo, ya que hay una doble crítica al control real de ese mundo manejado por una compañía de realidad virtual, y por el otro, debido a la perdida de sentido de lo concreto.

Así como en las guerras, las capacidades para sobrevivir en ella tienen que ver con el compañerismo, el sacrificio y el equilibrio entre el valor individual y la supervivencia grupal, en el mundo descrito hay un ensimismamiento, un enmascaramiento del yo, suplantación del entorno tal como es el universo virtual y la participación en éste.

En este contexto Wade Owen Watts, “Parsifal” (Tye Sheridan), desafía sin querer a la Compañía, donde la verdadera retadora política es su amiga Samantha E. Cook, “Artemisa” (Olivia Cook), y quien converge en la forma de desestructurar ese mundo mediante un juego-acertijo para el control del Oasis, creado por el inventor de él, James D. Halliday (Mark Rylance). Mediante una serie de trampas y de pistas, más parecidas a Agatha Christie, Parsifal y su nuevo grupo de amigos tienen que combatir simultáneamente en la vida real y en la virtual.

No hay correspondencia entre sus avatares y ellos, un chico tímido, una chica acomplejada, un niño asiático y una negra, son el típico conjunto de nerds salvo que en este caso escapan a una policía asesina y de drones que buscan, vigilan y reportan.

Un mérito de este filme es que los malos están perfilados humanamente, los mueven la codicia pero también el poder, son perversos conscientes, pero también falibles, y en que su derrota es más bien fruto de la cooperación de todos los de Columbus que solo por la capacidad de Parsifal y su novia. Si algo hay que agradecerle al guión es que no recae en el tópico del grupo de nerds sin mas horizonte que ellos mismos: aquí los protagonistas quieren algo distinto, y a pesar de sus limitaciones son plenos en su forma de ser.

La moraleja del presente largometraje está desperdigada por todas partes. El mundo virtual, que es la dimensión concreta de esta sociedad, no es superior a la realidad. De hecho, ganar en Oasis, finalmente, tiene que ver con relajar el control del poder y el orden político establecidos. En parte de su victoria final, Parsifal se impone dejar dos días a la semana, sin conexión, para disfrutar de las cosas simples. El protagonista dice: “yo no voy a ser como Halliday, voy a dar el salto”, y se refiere a un simple acto que no podrá ser emulado por lo virtual.

 

Ready Player One. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Zak Penn. Música: Alan Silvestri. Elenco: Tye Sheridan, Olivia Cooke, Ben Mendelsohn, T. J. Miller, Simon Pegg, Mark Rylance, y Philip Zao. Estados Unidos, 2018, 140 minutos. Producción: Warner Bross.

 

Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.

 

El actor Tye Sheridan en un fotograma del largometraje «Ready Player One» (2018), del director estadounidense Steven Spielberg

 

Tráiler:

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